Los mundos extraños de Carrington

Pintora y escritora, Leonora Carrington fue la mujer que todos los surrealistas soñaban para sí. Una mente extraordinaria que registra en Memorias de abajo su experiencia en un hospital psiquiátrico.

KATHRYN DAVIS

“Todo sucedió después de que nací”, declaró Leonora Carrington —la criatura más magnífica, compuesta a partes iguales de giganta y huevo, hiena y caballo, “hermosa, de una blancura cegadora, con cuatro patas finas como agujas, y una crin que caía como agua, enmarcando su largo rostro”— al negarse a responder una pregunta sobre la historia de su familia. “No pienso en términos de explicaciones”, añadió. “Yo era todo, todo estaba en mí; disfrutaba ver cómo mis ojos se convertían en milagrosos sistemas solares, alumbrados por su propia luz…”

Su costumbre de rechazar el mundo en el que nació comenzó desde temprano y se mantuvo durante el resto de su vida, como la resuelta y desafiante hija en “Jemima y el lobo”, que no acepta la muñeca que su madre le regala y argumenta: “¿No es suficiente con que el mundo esté lleno de feos seres humanos? ¿Para qué, además, hacer copias suyas?” Leonora se negaba a comportarse como se esperaba de una jovencita y, en poco tiempo, fue expulsada de dos internados católicos.

“Cooperar en cualquier actividad me daba alergia”, decía, mientras se concentraba en aprender a levitar. Me gusta imaginarla flotando por los vastos pasillos llenos de ecos de Crookhey Hall, la mansión de estilo “gótico de baño” en la que vivió hasta que cumplió diez años, con los pies suspendidos en el aire, a unos centímetros del suelo, y su oscuro cabello celta ondeante, rodeando su carita pálida mientras iba de una habitación a otra, sin saber con qué se iba a topar o en qué agujero o pasadizo podría caer, incluyendo el que finalmente la condujo (pasando por una granja en Francia y un hospital psiquiátrico en España) a la igualmente inverosímil “casa de la Esfinge” en la Ciudad de México, donde pasó los últimos sesenta años de su vida, pintando, esculpiendo, escribiendo y preparando pociones mágicas en su cocina.

Leonora nació el 6 de abril de 1917 en Lancashire, Inglaterra, el día en que los Estados Unidos le declararon la guerra a Alemania, desatando sucesos que más adelante tendrían un profundo efecto en su existencia. “La única persona presente en mi nacimiento —le confiaría a una prima— fue nuestro querido, viejo y fiel Fox terrier, Boozy… Mi madre no se encontraba ahí en ese momento.” El padre de Leonora era un magnate de la industria textil y principal accionista en Imperial Chemicals; aparece en las pinturas de su hija como Lord Candelabro, presidiendo, fálico y elegante, “banquetes, bazares de beneficencia, encuentros, simposios, discusiones, juntas de consejo, carreras ecuestres y simples reuniones carnívoras en las que se comía carne”. Desde pequeña, Leonora prefería la compañía de su madre y su niñera, ambas irlandesas, que satisfacían su apetito de historias fantásticas. Un bebé duende que se convierte en un perro negro o en una barra de hierro incandescente o un costal de lana. Una niña que atraviesa un espejo. Hadas que se roban las almas de los muertos y las transforman en mariposas. Un hombre que se vuelve salmón y es pescado, asado y comido por la reina de Irlanda.

En los relatos de Leonora las cosas siempre están comiendo otras cosas o siendo comidas y reciben advertencias sobre ser “rostizadas en grasa caliente, rellenas de cebolla y perejil”, los utensilios de cocina están “medio llenos de lo que parecía ser un alimento verdoso”, pero en realidad es “pelusa de moho”, y por ahí aparece una manada de conejos blancos carnívoros que mastican trozos de carne antes de ser guisados ellos mismos. Nada es lo que parece en sus cuentos, una filosofía que Leonora aplicaba en su propia cocina, donde siempre fue más una alquimista que una chef, y llegó a mezclar tapioca con tinta de calamar para servirla como caviar, o a cortar unos mechones de la cabeza de un huésped indeseado mientras dormía, para agregarlos al omelette de la mañana siguiente.

Luego de su fracaso con las monjas, Leonora asistió por un tiempo breve a la Academia de Arte de la señorita Penrose en Florencia, fue expulsada de una escuela parisina de etiqueta y buenas maneras, se presentó en la corte de Jorge V, celebró su baile de debutante en el Ritz y acabó estudiando arte en Londres con Amédée Ozenfant. Fue él quien le enseñó las reglas clásicas de la perspectiva que ella usaba hábilmente al crear los misteriosos espacios interiores que abundan en sus cuadros; Ozenfant también fue pieza clave para que conociera a Max Ernst, sobre cuya obra Dos niños amenazados por un ruiseñor ella afirmó: “Sabes cuando algo realmente te toca, porque se siente una quemadura, un fuego que arde por dentro”.

Leonora tenía diecinueve años, Max cuarenta y seis e iba en su segundo matrimonio; eso no impidió que ella, o más bien los dos, se aventaran al ruedo o al precipicio. Leonora era la niña-mujer que todos los surrealistas varones soñaban para sí, cuya alma ingenua podía ser un conducto al inconsciente. Huyeron juntos, primero a París y de ahí a la granja en el sur de Francia donde vivieron durante dos idílicos años, pintando, escribiendo, cuidando de las viñas y teniendo mucho sexo.

En 1940 los alemanes cruzaron la Línea Maginot y el idilio terminó. Max fue arrestado, sentenciado bajo el cargo de ser un “artista degenerado” e internado en un campo de concentración para prisioneros. Leonora perdió la cabeza. El mundo se atascó, para usar el término que emplea en Memorias de abajo, la narración situada en el hospital psiquiátrico donde acabó internada y fue objeto de un violento tratamiento con Cardiazol, una droga que induce convulsiones con efectos similares a los electrochoques.

Es imposible no leer la historia de la vida de Leonora como uno de sus cuentos, ya que en ambos casos los sucesos son gobernados por el mismo extraño mecanismo de causa y efecto. “Una caja de polvos faciales Tabu, con tapa mitad gris, mitad negra, significaba eclipse, complejo, vanidad, tabú, amor”, describe la narradora de Memorias de abajo, al hacer el recuento de los objetos que le permiten llevar consigo al asilo psiquiátrico. “Mi pulidor de uñas, con forma de barco, evocaba para mí una travesía hacia lo Desconocido, y también el talismán que amparaba ese viaje: la canción ‘El barco velero’. Mi espejito de mano vencería al Todo.

En cuanto a mi barra de labios Tangee, apenas me queda un vago recuerdo de su significado…” Al final fue su niñera irlandesa quien acudió al rescate y la sacó del hospital en un submarino, aunque el submarino bien pudo haber sido un buque de guerra, y puede que la niñera fuera su prima; las versiones difieren. En todo caso, finalmente Leonora pudo escapar por la puerta trasera de un restaurante en Lisboa, para evitar ser enviada a otro hospital psiquiátrico en Sudáfrica. Pese a su profunda aversión por el toreo, se casó con Renato Leduc, un intelectual y torero retirado, para poder llegar a Nueva York y de ahí mudarse con él a la Ciudad de México, donde se divorciaron de común acuerdo, para quedar como amigos. Ya en la Ciudad de México, Leonora conoció a Emérico “Chiki” Weisz, un fotógrafo húngaro de la Resistencia con quien se casó y tuvo dos hijos. Aunque Leonora llegó a describir a México como “una piscina familiar donde nadan tiburones”, vivió en su capital por el resto de su larga y notablemente productiva vida. Creo que se puede decir que trajo consigo su alma irlandesa (así como su té inglés y su lencería francesa) para que le hicieran compañía.

Hay escritores que describen lo desconocido (como el proceso de descuartizar ballenas para extraer su grasa subcutánea) y logran volverlo familiar; hay escritores que describen lo ordinario (un día en Dublín) y consiguen revestirlo de novedad.

La capacidad de hacer dos cosas a la vez, de unir dos elementos que parecen estar en conflicto para crear algo sorprendente, es una de las funciones de lo maravilloso. En su relato “La debutante”, Leonora cuenta la historia de una joven, parecida a ella misma en su adolescencia, que es forzada a soportar la odiada perspectiva de su baile de presentación en sociedad hasta que su amiga, que resulta ser una hiena, acepta ir en su lugar. Por supuesto, en el momento en que la hiena abre el hocico para decir “No sé bailar, pero al menos podría hablar un poco”, sabemos que ya no estamos en un mundo regido por las obligaciones sociales de rutina, sino en un universo de cuentos de hadas en el que una hiena puede ponerse un vestido de gala y guantes para cubrir sus pezuñas y caminar sobre sus patas traseras para acostumbrarse a llevar zapatos de tacón alto. El punto es que en un cuento de hadas sabríamos que no es realmente una hiena, mientras que en las historias de Carrington las hienas siempre son reales.

Amable lector, lector devastador, lector con el corazón roto, lector voraz, el mundo que Leonora Carrington rechazó tantos años atrás nunca desaparecerá, con sus crueldades y sus reglas sin sentido. Cosas indecibles te sucederán, pero tendrán lugar en un universo en el que el hedor de una hiena sentada a la mesa lo cambiará todo.
O, como la propia Leonora lo escribió, en el colofón de uno de sus relatos:

Aunque no me crean
mi relato es hermoso.
Y la víbora que lo cantó lo cantó al salir del pozo.

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