La poesía y el vacío

“Las cosas que digo son ciertas”, publicado en coedición entre Caleta Olivia y Gog y Magog, reúne la obra poética completa de Blanca Varela, una de las voces líricas más importantes de Perú.

ÁNGEL GONZÁLEZ QUESADA

“El hecho de seguir siendo un ser humano es lo que hace tan difícil ser artista; y sin embargo, lo uno es imposible sin lo otro”. Estas palabras de Von Marees abarcan de forma concreta la realidad que le tocó vivir a la poeta peruana Blanca Varela. Tanto en su obra como en la peripecia vital de su humanidad, luchó denodadamente contra la íntima pulsión contradictoria de separarse de sí para imbuirse, convertirse o tal vez transmutarse en los otros: en ese mundo al que nunca, a su pesar, supo amar. Formar parte de aquello que amas, o una instancia de lo que detestas, siempre es un esfuerzo añadido desde el prisma de la identidad, una especie de renuncia a parte del yo existencial que se empeña, y cómo, en nombrarse, mostrarse, definirse diferente. Por ello, talentos como el de Blanca Varela se revelan como cuasiexcepciones en el general posibilismo de la existencia y muestran, al tiempo, algunos de los rasgos humanitarios que deberían ser, y no son, fuente de la fraternidad universal.

Cuando Blanca Varela falleció [el 12 de marzo de 2009 en Lima, Perú], dejó un poco más huérfano el mundo actual, negado a la poesía, en el que se erigió muchos años como un luminoso faro de integridad y talento. Desde su primer libro, Ese puerto existe (1959), la escritora ha construido una obra poética asociada con los más altos valores de la lírica del siglo XX, inmersa siempre —en su obra y en su vida— en una realidad que la angustiaba y que intentó reflejar —y de confortar— en poemas en que una débil instancia de la esperanza se abría paso entre el tráfago innoble de lo que se disuelve: “Entre el cielo y la tierra / hay todo un mundo de húmeda ternura / que colma los zapatos y los lirios” (Varela, 1959).

Cuando en 2008, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, tuve el privilegio de recitar poemas de Blanca Varela (con motivo de la jornada en su honor por el Premio Reina Sofía de Poesía que se le otorgó el año anterior), los asistentes comprobamos que la fuerza de su palabra poética trascendía la voz que quería pronunciarla, sobrepasaba la espléndida interpretación paralela con que la violoncelista Eva Sánchez nos hipnotizaba. Su clara metáfora, su delicadamente salvaje llamado al lector, su dimensión épica y también su ancla doméstica se elevaban por encima del pobre lenguaje que la(nos) aprisionaba; asimismo, le(nos) daba ocasión de una mirada humana, de un sonido íntimo y ensordecedor, de un abrazo fraterno, y de una inmortalidad real. Blanca Varela, vallejiana, devota de Paz y de Huidobro, madre, mujer con la conciencia viva de serlo, y profundamente enraizada en la realidad latinoamericana, trató de mostrar a un mundo hecho casi a medida de su propia negación el revés de la trama de su vacío.

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