¿Qué historia?

Víctor Serge, novelista revolucionario

Maximiliano Crespi


“Un ruso que escribe en francés”. Así define Susan Sontag al autor de El caso Tuláyev, tratando de dar explicación al destino de marginalidad que le dispensó la historia. Ese hombre se hacía llamar Víctor Serge y era un ruso que en realidad no era ruso (porque había nacido en Bruselas en 1890 y había muerto en Ciudad de México en 1947, tras una vida de incansables diásporas y clandestinidad) y tampoco se llamaba Víctor Serge (sino Víctor Lvóvich Kibálchich). Él mimo se describía como “un exiliado político de nacimiento”, aunque ya sus padres —declarados opositores a la tiranía zarista— habían huido de Rusia a comienzos de 1880, inaugurando antes de su concepción la serie de exilios que marcarían toda su vida.

A los cuarenta años, cuando se decidió a escribir su primera novela, Serge era ya un escritor experimentado. Había pasado años escribiendo panfletos, ensayos y artículos periodísticos en las inestables trincheras de la izquierda de la izquierda internacional. En Bélgica, en Francia, en España, en Rusia, en Alemania y en Austria había escribió contra fascismo en todas sus formas —sin que le temblara el pulso al escribir los nombres de Hitler, Mussolini, Stalin, y otros personajes siniestros de la historia. Su militancia conspirativa le había prodigado sucesivos exilios, pero también años de cautiverio como los que tuvo que afrontar en Francia, donde en 1917 su militancia anarquista le costó un año y medio de prisión bajo la caracterización de “sujeto peligroso, indeseable, derrotista y simpatizante bolchevique”. Afiliado al Partido Comunista Soviético, al año siguiente de la Revolución, volvió a la Rusia de la que habían huido sus padres. En Moscú se enamoró y se casó con Liuba Russakova Kibalchich (quien años después se convertiría en la taquígrafa de Lenin). Y, tras cuatro años de genuina militancia, en 1922 consiguió que el Komintern lo eligiera como enviado oficial para el extranjero cumpliendo funciones de organizador y propagandista. Pero eso duró poco. En 1927 Serge fue expulsado del Partido por sus “condenables opiniones públicas contra los destinos de la URSS”. Y cuando se afilió oficialmente a la Oposición de Izquierda (la coalición de Trotsky), la persecución en su contra se recrudeció —al punto de tener que pasar más de diez años de cautiverio por su compromiso disidente.
No sorprende pues que Hombres en prisión sea el título de su primera novela. Serge no sólo había sido un testigo ocular de la primera década del proceso revolucionario comenzado en 1917; en la cárcel había oído un sinnúmero de historias de militantes que habían quedado en medio de una grieta que los excedía. Él mismo había traducido al francés El Estado y la revolución y, años después, La revolución traicionada. Todo eso le dio de hecho una perspectiva crítica no parcializada que, como cuenta en sus Memorias de un revolucionario, le permitió leer y sostener intensas y filosas discusiones con autores de la talla de Antonio Gramsci y Georg Lukács; pero a la vez le hizo caer también en el vacío de esa grieta irreconciliable —ya que sus posicionamientos nunca llegaban a conformar del todo a ninguno de los bandos implicados.

El caso Tuláyev pone en escena un conjunto de historias desangeladas, de destinos truncos, en un mundo denso, extenuado y conflictivo. Por sus páginas pasan seres apáticos y desencantados, veteranos gastados por la vida, arribistas y también genuinos militantes que, uno tras otro, son detenidos, interrogados y condenados a muerte. Serge retrata sus vidas enteras, cada una de las cuales podría —en una perspectiva literaria burguesa— ser el centro de una novela, en el marco de lo que se percibe como un naufragio colectivo.
En El caso Tuláyev, ningún personaje es de hecho su personaje principal, tal como se concibe en la elaboración genérica. Ni siquiera el epónimo Tuláyev, el funcionario de alto cargo gubernamental cuyo asesinato desencadena las detenciones y las ejecuciones, aparece con más presencia que la del asesinado que con su muerte perite enlazar las simultáneas tramas. Que aluda o no a Serguéi Kirov (el dirigente de la organización del Partido en Leningrado, cuyo asesinato en su oficina el 1 de diciembre de 1934 fue la excusa que sirvió a Stalin para justificar años de persecuciones y fusilamientos internos) no cierra la lectura. La novela apunta a poner en escena el proceso de gradual descomposición de los lazos de reconocimiento y solidaridad social que hicieron posible la autodestrucción de un proyecto político supuestamente basado en el reconocimiento y la solidaridad entre los hombres. En ese punto, la novela no busca describir la realidad de un conjunto de hechos históricos, sino la verdad de un tipo de experiencia social. “Esta novela —escribe Serge en la advertencia liminar de El caso Tuláyev— pertenece al dominio de la narrativa. La verdad que crea el novelista no puede confundirse, de ningún modo, con la verdad del historiador o del cronista”. Su actualidad consiste en que ilumina indirectamente otras experiencias históricas en las que lo aberrante terminó siendo —o está rumbo a ser— naturalizado.
Como bien hace notar Sontag, El caso Tuláyev no tuvo la celebridad de El cero y el infinito, el bestseller de Arthur Koestler, donde se nos advierte que “La vida de N. S. Rubashov es una síntesis de las vidas de un conjunto de hombres víctimas de los llamados procesos de Moscú”. La razón es clara: los intereses que apuntalaron la publicidad y la divulgación de El cero y el infinito no son ni por asomo los que tenía Serge al escribir El caso Tuláyev —baste recordar que la obra de Koestler fue llevada a escena en Broadway con patrocinio estatal. Pero la novela de Serge no sólo es menos convencional que la de Koestler en términos literarios; también es más sofisticada en términos políticos —en tanto análisis de la naturalización social y cotidiana de las experiencias totalitarias. El caso Tuláyev es bajtiniana por su deliberada polifonía, tanto como lo es por las múltiples trayectorias que dibujan sus tramas; pero además es políticamente más ambiciosa y más compleja en la percepción del entramado entre lo público y lo privado en que se realizan las vidas. Su ambición intelectual es, como afirma Sontag, mucho más amplia; pero también es mucho menos oportunista. La diferencia es ética y compromete una moral de las formas. Como dice Serge: “cada quien tiene su manera de ahogarse”.