Clase, raza, género

El clásico libro de bell hooks es clave a la hora de comprender la carga clasista y racista que sobrevive aun dentro del movimiento feminista.

Luján Stasevicius
Gloria Jean Watkins, conocida como bell hooks.


Then they talk about this thing in the head; what’s this they called it?
(member of the audience): intellect
— That’s it, honey. What’s that got to do with Women’s rights?

Sojourner Truth. “Ain’t I a woman?”, 1851

Enero del 2017. La foto de Kevin Banatte, tomada en una de las primeras manifestaciones en contra del gobierno de Donald Trump, se hizo viral. No era para menos. Gatillada en el momento exacto, expresaba visualmente la paradoja americana del voto femenino; mujeres blancas uniformadas en su activismo fashion, subidas a un paredón, sacándose selfies o controlando que las fotos estén en el mejor ángulo posible, mientras una mujer negra, en un rictus que podría fácilmente sintetizarse como “Harta”, sostiene un cartel que funciona como la descripción más acertada del momento, fotográfico y político. Los números contaron la misma historia. Mientras las mujeres blancas de clase media alta soñaban con una presidencia de Hillary, el 47% de su grupo demográfico votó por Trump, número que treparía al 55 en la elección siguiente. El aumento se explica de dos maneras; por un lado, la elección del 2020 tuvo un porcentaje de concurrencia más alto que la de 2016 —recordemos que el voto es opcional en Estados Unidos— por otro, las mujeres negras e hispanas fueron nuevamente las llamadas a salvar la elección de los votos de las congéneres blancas que no quieren saber nada con ser “woke”, y que son una gran mayoría, mal que les pese a las portadoras de los simpáticos gorritos rosa tejidos o comprados en Etsy con tanto amor.

¿Descorazonador? Bastante. ¿Sorpresivo? No tanto. Lo que el feminismo cool no logró —ni logra—  captar, en el paroxismo histérico que les generó, entre otras, aquella infame declaración de Trump off the record diciendo que cuando uno es famoso puede agarrar a las mujeres de sus genitales es que no es que las votantes gronchas no hayan entendido la frase. Muy por el contrario, entendieron la frase y todo lo demás. En ese limbo de interpretación, marcado por el abismo de clase que todo el mundo ve pero nadie nombra, se inscribe el primer libro de bell hooks, Ain´t I a woman?, recientemente reeditado y traducido al español por la editorial Consonni.
Entrar a la galaxia hooks sin una brújula no es lo peor que nos pueda pasar. Productora incansable de polémicas, se puede decir que hay una hooks para cada momento y cada enojo. La bibliografía de y por Gloria Watkins —tal su nombre de nacimiento— supera ampliamente la veintena y se ocupan de temas que abarcan desde raza, clase, masculinidades y pedagogía hasta libros para niños. Todos sus textos comparten el tono urgente de quien ha aprendido a justificarse antes de ser oído. Por eso, en muchas instancias es repetitiva, como quien martilla una verdad para hacerla más verosímil frente a las cejas arqueadas de la indiferencia privilegiada. En su obra, bell hooks se dedica no sólo a escribir lo que no existe, sino también a nombrar lo que falta.
Como hemos anticipado, la edición que nos ocupa hoy es la de Consonni de ¿Acaso no soy yo una mujer?, publicada originalmente en 1980.Aunque en la traducción del título el delicado y elegante “acaso” —adverbio, por otra parte, decididamente borgeano— dé por tierra con la provocación que significa en inglés mantener el vernáculo de las palabras de una esclava, el resto del libro es fiel al tono polémico —peleador— de aquella bell hooks que se “paraba de manos” frente a un feminismo que la excluía o la malinterpretaba. Gloria Watkins terminó el manuscrito cuando tenía 19 años y lo publicó a sus 29, después de doctorarse en UC Santa Cruz con una tesis sobre Toni Morrison. El pseudónimo bell hooks es en realidad el nombre de su abuela, y la ausencia de mayúsculas una intimación a leer lo que se escribe sin demorarse en quién lo haga.


Aunque ameno y original, sería injusto e ignorante pretender que el libro de hooks se produjo en un vacío. Sí es cierto que contribuyó a abrir espacios de discusión sobre el futuro del feminismo en los ochenta, pero la publicación de ¿Acaso..? se unió en su momento a un renovado interés cultural y social por la experiencia y el pensamiento negro. Baste nombrar, al respecto las obras de la ya mencionada Toni Morrison con Beloved (1987), Alice Walker con El color púrpura (1982), Michelle Wallace con Black Macho and the myth of the Superwoman (1979), Angela Davis, con Women, Race and Class (1981), entre muchas otras (y otros, como Stuart Hall o Cornel West), al calor también de conquistas como Title IX en 1972, y Roe vs Wade el año siguiente. En el caso de hooks, la publicación del libro la hizo una celebridad casi instantánea, con alcances fuera del siempre frágil y sensible mundo académico.
¿Cuál sería el sentido entonces —o mejor, dicho, la urgencia— de traducir y publicar un libro que ya tiene 41 años? En materia de ensayos, los clásicos se definen no sólo por su calidad argumentativa —eso se da por descontado— sino por su rabiosa actualidad. Un análisis histórico/cultural que sigue vigente puede hablar de la sagacidad de su autora, pero también, y en mayor medida, grita la desidia de la sociedad en la que se inserta.

El libro de hooks establece en sus primeros dos capítulos una historiografía de la esclavitud que, según la autora, mantiene su poder a través del no-lugar que se le da a la mujer negra en su (la) actualidad. Concebida como un ser híbrido y paradójico —se le daban o los mismos trabajos físicos y torturas que a los hombres en las plantaciones, o una cercanía al epítome de la feminidad que eran las casas de los amos—, la esclava negra fue definida, nombrada y limitada por un discurso que la categorizó como un animal con vagina, por debajo de los esclavos y al servicio de los deseos de los amos. Esta historiografía del racismo “con perspectiva de género” aborda los temas que el progresismo feminista quisiera olvidar o minimizar  —qué hacían las mujeres blancas mientras se explotaba a las negras; cómo el matrimonio interracial no problemático si la que se casaba era una mujer blanca; cómo se le dio el derecho a voto a los hombres negros, luego a las mujeres blancas y mucho después a las negras; qué mitos y estereotipos constitutivos sobre la mujer negra la llevaban a ser inequívocamente una ninfa o una matriarca castradora y todopoderosa— pero que a hooks le son funcionales para probar que las mujeres negras fueron históricamente invisibilizadas por medio de la celebración de su resiliencia, y jamás el feminismo blanco se adentró a cuestionar el por qué de la necesidad de esa resiliencia, o con respecto a qué se generaba. La celebración de la resistencia, en este sentido, enmascara la hipocresía de quienes mediante el elogio consideran terminado el cuestionamiento del status quo americano.

Si queremos hacer feminismo en serio, dice hooks, debemos exponernos a examinar la relación de las mujeres con la sociedad, la raza y la cultura como es en este momento, y no como nos gustaría que fuese. De otro modo, las mujeres privilegiadas podrán seguir disfrutando del karaoke de la opresión, felicitándose por su alcance revolucionario dentro de los límites del capitalismo. No de otra forma, dice hooks, puede leerse la pretensión de iguales derechos laborales y salarios, mientras se sigue ignorando que las mujeres negras trabajan desde el principio de los tiempos sin reconocimiento financiero alguno. La resolución del conflicto entre las mujeres blancas y negras no llegará hasta que se reconozca que el movimiento feminista ha sido, desde siempre, clasista y racista, es decir, una estafa que encubre que su verdadero objetivo es mantener los principios patriarcales que dicen combatir.
Sin embargo, para hooks esta denuncia no agota al feminismo en su poder revolucionario. El feminismo, si quiere serlo, deber ser interseccional, es decir, ocuparse de las mujeres en tanto género, pero también y especialmente en relación a su raza y clase. En una sociedad como la americana, fundada financieramente en el trabajo esclavo, ignorar el eje racial es pretender que la experiencia es por definición la experiencia y la historia blanca. Huelga aclarar —one can only hope—  por qué tomar a lo blanco como medida de todas las cosas es sumamente problemático, incompleto y violento. Si la raza es un constructo social, entonces su ocurrencia en distintas sociedades se dará en la intersección específica de los ejes de clase, género y un gran pero específico etcétera. Es tan indivisible como real. Por ejemplo, decir que en un espacio no tiene lugar el racismo es vaciarlo de significado y al mismo tiempo invisibilizar, de nuevo, los mecanismos que perpetúan ese sistema. Es lo que sucede cuando en Estados Unidos se le pretende escapar a la denominación racista a través del idiota “yo no veo el color de las personas”. Si el racismo da culpa, entonces se asume que es un defecto individual, y, como es claro, nadie querrá vibrar tan bajo. Sin embargo, pretender que alguien no puede ser racista es olvidar, una vez más, que el racismo no es un grano en la frente sino un régimen que sistemáticamente reduce las posibilidades de ciertas personas en favor de las de otras, a través de ideologías instauradas desde lo discursivo tanto como desde las políticas públicas enquistadas durante años. La ideología más efectiva es la que, de tan obvia, no se ve. Por eso resultan necesarios ensayos como los de hooks. Por eso resulta necesario que, ante la colorimetría de clase, se mantengan las palabras de las esclavas, sin la asepsia de la gramática convenida como correcta. Por eso, tanto en Estados Unidos como en Argentina, ante las que hacen historia para ellas pretendiéndose el grado cero de la experiencia femenina, es necesario espetar un “¿Qué te pasa, gila?”