La fuerza de lo real

La editorial Sajalin publica No hay bestia tan feroz, la obra maestra de Edward Bunker

Mariano Granizo


¿Qué es la experiencia? ¿Qué valor real tiene para un escritor? ¿Cuándo esa experiencia se convierte en material narrativo? En Un arte espectral: reflexiones sobre la escritura, Norman Mailer sostiene que la experiencia es valiosa para un escritor, claro, pero no para ser trasladada como tal a la ficción, trasladada sin más como si de un acto de traducción se tratara; es un trabajo de observación, de la experiencia propia o ajena, un trabajo de campo que puede resultar útil o no en algún momento. No tiene sentido escribir sobre la muerte de la madre de uno porque a nadie le importa ni uno ni la susodicha madre, pero esa experiencia de pérdida puede ser utilizada en la construcción de un personaje que sufra una pérdida irremediable y que añore lo perdido. Pensar que Los desnudos y los muertos es una novela que narra la experiencia de Mailer en la segunda guerra mundial sería absurdo: es una mentira bien elaborada mediante un estilo trabajado, donde la experiencia propia en el frente aporta datos que, al igual que hace Crane en La roja insignia del valor, o Fogwill en Los pichiciegos, pueden ser rescatados mediante el trabajo de campo y la imaginación. Por lo tanto, la experiencia puede ser propia o ajena, real o fruto de un trabajo de elaboración imaginativa por la maceración cultural de sentidos a lo largo de los años, o siglos, de una comunidad dada. Ahora bien, hay un punto donde la experiencia es irreemplazable, y es en la narrativa que tiene como objeto el mundo de la marginalidad.

Edward Bunker fue un escritor estadounidense de novela criminal o novela negra (esos lugares imprecisos de la clasificación que parecen ser el éxtasis de quienes buscan clasificar para sofrenar un poder disolvente), pero antes de ser escritor (y durante, si tenemos en cuenta un periodo de unos veinte años en los que consiguió compaginar ambas actividades tan parecidas entre sí, entrando y saliendo de prisión) fue un delincuente producto del sistema de oportunidades estadounidense, que con muchos falla.
Lo que importa es la novela, cada una de ellas y el sistema que accionan entre sí y cómo interactúan con el sistema literario de una época. El autor, bueno, generalmente no interesa, salvo en estos textos donde aquello que los construyó como lo que son resulta indisociable de su actividad literaria. Pienso en Enrique Medina con Las tumbas, en Leonardo Favio y su Crónica de un niño solo, en Jean Genet o en César González. Pero, ¿vale de algo esa experiencia marginal o delictiva si no hay estilo, una construcción potente de un relato que, si bien se sustenta en lo real, pueda hacer prescindir de ello porque realiza un juego de superación estética de la experiencia, del dolor, o de lo chocante que trae consigo una realidad que, y digámoslo ahora, es ajeno a todo aquél que consume productos culturales? Si podemos hablar de Edward Bunker es porque sus novelas pueden prescindir, en su existencia, de la existencia de aquél como autor. Sus novelas son martillazos en los dedos que nos mantienen alerta ante algo que no es como lo muestran las películas.
A Edward Bunker lo conocemos todos, aunque nunca lo hayamos leído: es el Mr. Blue de Reservoir Dogs, y No hay bestia tan feroz la novela que había fascinado a Tarantino. ¿Por qué sigo hablando de él? Porque hablar de él es hablar de sus novelas, procurar entenderlas o captar cómo funciona la literatura, qué es, para qué sirve su circulación. “El buen arte procede de delincuentes, contrabandistas y ladrones de caballos” decía Faulkner en la entrevista de The Paris Review recientemente publicada por Acantilado. Lo decía por la independencia económica, pero se deja entrever el trato con los materiales, la utilización de la literatura como arte de un modo no normativo en la sentencia de Faulkner. Bunker fue todo eso mientras escribía, y mientras no.

A los 42 años sale definitivamente de prisión y, como ya había escrito varios textos que le permitían aspirar a la escritura como un trabajo pago, pudo mantenerse al margen de la imposición social de reincidir, acorralado por la negativa de empleo. Bunker contrabandea todo aquello que la clase media desconoce: la experiencia de la cárcel, la violencia, el delito, el saberse sin oportunidad en un mundo que ya ha prescindido de ellos antes incluso de que delinquieran. Hay toda una clase social que precisa saber dónde no caer, por qué debe cuidarse y ser correcta, de quiénes deben huir. La marginalidad es la droga que excita a esa clase mucho más que el porno: necesitan ver y sentir lo que esos viven a diario. Acá tienen, dice Bunker, atragántense y mueran de un infarto. Este delincuente no podía ser otra cosa que escritor luego de leer todo lo que leyó en su celda, porque la literatura, la narrativa mucho más puntualmente, es un acto de delincuencia absoluta cuando se lleva a los límites, cuando no se construye para evitar el rechazo editorial y busca corromper al otro, tentarlo, hacerle saber que él también es una basura, que no se sienta tan especial, que hay otras vidas que también son vidas. Escribir es ir contra todo aquello que implica cuidados, contra la norma, implica no ser publicitario de una idea o sacerdote de la corrección. Bunker había pasado tanto tiempo tras las rejas que nadie lo consideraba sujeto factible de reinserción, entonces no podía hacer nada que fuera productivo; era cuestión de esperar cuándo iba a reincidir, y lo hizo una y otra vez, pero escribiendo, que es el único acto delictivo permitido, la única acción terrorista que tiene paga.
Los ladrones de caballos roban no solo un valor nominal sino belleza. Les acarician el lomo y el cuello, miran sus patas para saber en qué condiciones están y cuidan ese objeto robado para que la venta se haga efectiva. Entre lo que Bunker ha robado a la marginalidad está la narración misma de ella, su propia percepción narrativa, su léxico, sus relaciones, sus frases cortas para efectivizar la acción y sus diálogos porque, cuando no hay nada para hacer solo resta hablar, que es gratis y permite la evasión y la construcción de una salida.

Edward Bunker (1992).

¿La experiencia solo se puede narrar en primera persona? Definitivamente no, esa es la salida fácil para ensimismar al personaje y que no entre en choque con su contexto, que solo lo interprete según sus propios registros y, en cierto modo —en uno muy burdo—, evangelice. Pero para Bunker, en No hay bestia tan feroz, es la única manera porque el personaje así lo exige: sale de la cárcel y está aislado de todo porque se ha convertido en una bestia feroz, en un cabrón, como él mismo se caracteriza, imposible de convivir con eso otro; tras las rejas no existen vasos comunicantes con esos seres que lo rodean y actúa automatizado. Eso que es Max Dembo no puede relacionarse con los ciudadanos honestos, está roto, y solo encuentra en la ferocidad de la vida criminal el contacto con aquellos que le abren los circuitos de la palabra a él, un ex convicto. El camino del regreso ya estaba trazado hacía tiempo.
No hay bestia tan feroz, escrita en la cárcel, fue publicada en 1973, dos años antes que consiguiera la libertad definitiva. Ese recorrido de la formación del escritor había comenzado en el reformatorio, a los doce, cuando leyó a Jack London y a Hemingway. Luego que sus proezas delictivas lo llevaran a prisiones de máxima seguridad, continuaría su educación con autores como Nelson Algren, Scott Fitzgerald, Dos Passos, Thomas Wolfe, Jim Thompson , Steinbeck, Dostoievski, Tolstoi, Hesse, Camus, Sartre, Conrad y todo lo que hubiera en la biblioteca de la cárcel. Una mujer, que era una de esas personas que toman a un desprotegido bajo su ala para sentir que hacen algo por el mundo y luego sí poder continuar en la reproducción incesante del mundo normal, ante una carta suya en la que le pedía una máquina de escribir le hizo llegar una usada. Y fue entonces que Bunker se puso a escribir. Estaba realizando el arco completo de la educación del escritor: leer y releer todo lo que llegara a sus manos, escribir todo el tiempo aunque supiera que nada de lo escrito pudiera salir del edificio de la prisión y tener como único fin aprender el oficio. La última vez que cruzó la puerta de salida de la cárcel, Edward Bunker ya era un escritor profesional, y solo le había costado veinte años de su vida.

Edward Bunker