Memorias de la última surrealista
Leonora Carrington en la profundidad de sus recuerdos
Valentín Díaz

La locura –sentenció Michel Foucault con su ingenio de la fórmula– es ausencia de obra. Lo que importa de ese límite (si hay locura no hay obra, si hay obra no hay locura) es menos lo que excluye que el borde que traza y los deslizamientos que admite. Es decir, el señalamiento del territorio que, al oponerlas, las pone en contacto. En esa conexión no hay más que experiencias concretas: vidas tensionadas entre una fuerza (destruirlo todo) y la otra (volverse un constructor). Entregarse a la ebriedad o detenerse a contemplarla y hacer algo durable con eso. Pero lo que nombra esa proposición —volverse loco, abandonar los proyectos— no es una condición definitiva sino estados, incluso posiciones o gestos de una vida.

Los grandes locos del arte y el pensamiento recorren precisamente ese borde y sus obras son el frágil testimonio de ese tránsito y de las vacilaciones a un lado y otro. De la forma moderna, quizás son las vanguardias el momento en el que la pasión de la locura encontró su sitio. Por eso en la historia de las vanguardias se confunde muchas veces la ausencia de obra (en su lugar proliferan manifiestos, proclamas, posicionamientos) con su no menos cuerda pasión por los bordes de la razón. Pero lo cierto es que sobre todo en la más dogmática de las vanguardias, el Surrealismo, el jefe Breton supo sancionar siempre, llegado el caso, al loco por haberse pasado de rosca.
Artaud es sin dudas el caso testigo. Hizo en su vida la experiencia de casi todos esos límites y por eso fue despedido. Su respuesta “En plena noche o el bluff surrealista” desnuda casi todas las aporías de la vanguardia. En Artaud, a diferencia de los juegos surrealistas, la experiencia se sobrepone al ejercicio. Por eso la teoría no pudo evitar hacer de esa experiencia Artaud un auténtico modelo vivo de la reforma filosófica de los 60: “experiencias que, como la de Nietzsche al levantar el telón, no han aceptado la evidencia, o sea, el engaño de la razón. Toda nuestra época está trabajada por Artaud, por Bataille. La teoría misma ya no puede hacerse sin partir de ellos. Todo lo que se piensa acerca de la sexualidad, el saber, la familia, el habla o la escritura, la representación, la locura, ha sido tratado por ellos. Gestos que han desenterrado y comenzado a cortar el nudo sometido del sujeto”, exagera Philippe Sollers en el célebre coloquio de Cerisy-la-Salle de 1972.
Sin embargo, en la historia del Surrealismo hay otra figura en la que esa experiencia del borde no es menos intensa: la escritora y pintora Leonora Carrington, la última surrealista, nacida en Lancashire en 1917 y muerta en México en 2011, luego de haber pasado allí gran parte de su vida. En ella, la locura es un tiempo. A diferencia de Artaud, supo sobrevivirla y fijarla como un modo de atravesar un momento de peligro: Carrington, como Artaud, como Warburg ante la primera, procesó la experiencia de la Segunda Guerra en clave delirante y a través del encierro (en su caso, a diferencia de Warburg, forzoso) en instituciones de salud mental tan extremas en sus métodos como refinadas en su clientela.

En 1937, Carrington había conocido a Max Ernst y se había incorporado a las filas surrealistas. En 1940, como Benjamin, se dispuso a escapar de la Francia ocupada con rumbo a España; pero a diferencia de aquél, supo esperar y logró llegar primero a Barcelona, luego a Madrid, donde no pudo sino ver a la gente del recién inaugurado franquismo como sonámbulos hipnotizados: “me quedé en la puerta del hotel, horrorizada de ver pasar a la gente por el Prado: parecían de madera. Subí corriendo a la terraza del hotel y lloré, contemplando la ciudad encadenada a mis pies, una ciudad que era mi deber liberar”. Pocos días más tarde es encerrada por loca: la tarea que se había asignado era demasiado grande: “tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo”. Lo que queda de esa internación es Abajo, un diario, que es en realidad unas memorias, escrito tres años después y luego reescrito y corregido hasta su versión definitiva de los años 80. Su primera versión se perdió. La segunda apareció en V.V.V., la revista neoyorquina de los surrealistas en la diáspora. Esa versión fue luego corregida y aumentada y es la aquí traducida y publicada por Alpha Decay bajo el título de Memorias de abajo, con prólogo de Elena Poniatowska y traducción de Francisco Torres Oliver.
Ni bien comenzado el relato del encierro, advierte Carrington: “temo caer en la ficción”. Nunca el concepto de ficción, sin embargo, se muestra menos necesario. La verdad de Abajo —la verdad de un testimonio— es la verdad que se mide no con los hechos que, entre tantas otras causas, llevaron a la necesidad de decir eso, sino con la experiencia de la que es portador. La locura, las imágenes, las fantasías y las invenciones no ponen en riesgo a ese testimonio: definen un universo de lo posible. Los testimonios (o cualquier cosa dicha en primera persona) que merecen ser leídos son aquellos que portan y soportan (de ahí su dimensión ética y estética al mismo tiempo) la experiencia que no deja de hacerse en ellos cada vez que son leídos. Sólo el olvido, en cambio, es el destino de aquellos que se justifican en una verdad ocurrida antes, sea ésta excepcional o tediosa, e intentan recuperarla a fuerza de verismo, énfasis o mistificación.
¿De qué experiencia es portador Abajo? De la necesidad de testimoniar (las fechas que organizan el diario son las de la escritura, no las de los hechos) y de a través del testimonio “salir de la angustia”. De la verdad que surge de la experiencia de una mujer como sujeto en guerra: es precisamente la violación otra de las maneras en las que el estado de excepción dispone del cuerpo de las mujeres en tiempos de guerra. Ahí, como en los bombardeos de objetivos civiles, los bandos pierden relevancia. De la necesidad de encontrar una salida: Carrington la encuentra, precisamente, down below: en el cuerpo deseante, en el descenso a los infiernos, en el viaje a América. Por eso el libro es también un relato sobre el lugar de México hacia 1940, tras la derrota española, como uno de los centros de una época descentrada al que tantos fueron a parar, además de Carrington: Trotsky, Breton, Artaud, Malcolm Lowry. La certeza con la que Carrington llega a México, luego de haberlo visto todo (todas las correspondencias, todas las verdades, todas las imágenes de las que es capaz la grandilocuencia de la locura desatada) es el origen, la obra: “tenía que pintar, me puse a pintar”.