El día que comienza

Una lectura de El despertar de Kate Chopin

Mariano Granizo

La literatura sureña estadounidense se sostiene en el tiempo, como si el paso de los años no hiciera más que afianzar su calidad. Literatura surgida de los sectores más conservadores de los Estados Unidos (piénsese en Faulkner, a modo de ejemplo), es en las mujeres sureñas en quienes parece tomar un vuelo especial, como ocurre con Kate Chopin y su novela El despertar. Publicada en 1899, es su segunda y última novela, la que la condenaría al ostracismo. Contemporánea de Henry James, Herman Melville, Mark Twain y Louisa May Alcott, es lo que dice sobre la inocencia de las mujeres y sus deseos lo que la coloca lejos de la marquesina, en el lugar de lo indigno, de lo que debe esconderse. Si bien sus cuentos siempre fueron leídos y tuvieron reconocimiento, es con El despertar (segunda y última novela luego de La culpa, de 1890) que conoce el escándalo y el rechazo por lo que cuenta, y se asegura un futuro, permaneciendo para ser leída como precursora. Ignorada por casi cincuenta años, su obra no deja de tener una repercusión no declarada en autores en quienes se pueden percibir ecos de su obra: Tennessee Williams (Edna Pontellier podría ser una de sus Ocho mujeres poseídas), Jane Bowles, Carson McCullers, Katherine Anne Porter, Eudora Welty o Flannery O’Connor. La condena al ostracismo de Chopin es una muestra del talento de ella liberado sin previsión, sin medir consecuencias; un talento que excede al ejercicio de este que hace Louisa May Alcott, condicionada por la necesidad de ganar dinero como primer objetivo, algo que suele modificar las posturas de las personas en la vida real. (Alcott escribe sobre aquello que será troncal en la obra de Chopin, pero opta, estratégicamente, por hacerlo con seudónimo, desde las sombras del autor que no puede ser señalado, porque la estrategia es sostener la palabra más allá de a quién se le adjudique.)
La literatura sureña estadounidense se sostiene en el tiempo, como si el paso de los años no hiciera más que afianzar su calidad. Literatura surgida de los sectores más conservadores de los Estados Unidos (piénsese en Faulkner, a modo de ejemplo), es en las mujeres sureñas en quienes parece tomar un vuelo especial, como ocurre con Kate Chopin y su novela El despertar. Publicada en 1899, es su segunda y última novela, la que la condenaría al ostracismo. Contemporánea de Henry James, Herman Melville, Mark Twain y Louisa May Alcott, es lo que dice sobre la inocencia de las mujeres y sus deseos lo que la coloca lejos de la marquesina, en el lugar de lo indigno, de lo que debe esconderse. Si bien sus cuentos siempre fueron leídos y tuvieron reconocimiento, es con El despertar (segunda y última novela luego de La culpa, de 1890) que conoce el escándalo y el rechazo por lo que cuenta, y se asegura un futuro, permaneciendo para ser leída como precursora. Ignorada por casi cincuenta años, su obra no deja de tener una repercusión no declarada en autores en quienes se pueden percibir ecos de su obra: Tennessee Williams (Edna Pontellier podría ser una de sus Ocho mujeres poseídas), Jane Bowles, Carson McCullers, Katherine Anne Porter, Eudora Welty o Flannery O’Connor. La condena al ostracismo de Chopin es una muestra del talento de ella liberado sin previsión, sin medir consecuencias; un talento que excede al ejercicio de este que hace Louisa May Alcott, condicionada por la necesidad de ganar dinero como primer objetivo, algo que suele modificar las posturas de las personas en la vida real. (Alcott escribe sobre aquello que será troncal en la obra de Chopin, pero opta, estratégicamente, por hacerlo con seudónimo, desde las sombras del autor que no puede ser señalado, porque la estrategia es sostener la palabra más allá de a quién se le adjudique.)

En cualquier buena antología del cuento estadounidense se puede encontrar el relato corto “Historia de una hora”, pero es con El despertar que consigue un lugar irrefutable, aunque silenciado por décadas, en la literatura estadounidense. Esta novela es una muestra del clásico realismo del siglo XIX, estilo narrativo que hoy toma nuevas fuerzas por regenerar un nuevo distanciamiento ante lo narrado entre la proliferación de la primera persona autorreferencial que, llegado a un punto, agobia y se convierte en un hilo más de una red social. Chopin cuestiona el orden del mundo en el que vive una mujer de la cultura cajún (a grandes rasgos, los católicos franceses de Louisiana), extensivo a cualquier mujer del siglo XIX (y en una extensión que podríamos continuar tristemente), con solo exponer el actuar de los personajes.
Luego de la muerte de su esposo, Kate Chopin queda con grandes deudas, lo que la lleva a regresar a casa de su madre, en San Louis. En 1885 fallece esta y Kate cae en una gran depresión. Un médico amigo de la familia le recomienda que escriba a modo de terapia para superar su condición y, por qué no, ingresar algún dinero extra a la economía familiar. Fue así, según la leyenda, que Kate Chopin comenzó a narrar historias breves en el estilo naturalista americano de la época (es posible que su naturalismo proviniera de la atenta lectura que realizaba de Maupassant). Apenas unos años de trabajo tendrán que pasar para que estos relatos comiencen a ser publicados y causen gran impresión en los lectores. Lo notable es que, si bien esta terapia de escritura podría haberse convertido en un simple gesto autobiográfico liberador, lo autobiográfico se mantiene tan solo como material del que valerse, no como un fin en sí mismo; el relato “Historia de una hora” reelabora, mediante procedimientos literarios decimonónicos, una historia personal, un sentir, una circunstancia, que se despega de ella y se hace posibilidad concreta en mujeres de una misma clase social. Si Zola eligió hablar de los sectores más pobres o desfavorecidos de Francia (La taberna, Germinal o Nana), todo en una contemporaneidad casi absoluta con ella, Kate Chopin opta por las mujeres de la sociedad educada a la que pertenece y conoce, donde su autobiografía no es otra cosa que un derrotero habitual de un género en una clase determinada. La vida revisitada como trabajo de campo.

Propio del realismo decimonónico (el naturalismo como forma de concreción del realismo) es el trabajo con las descripciones, y Chopin no se deja llevar por la simple descripción que funcione como nexo, sino que trabaja con sapiencia y talento (sí, nombremos al talento como parte fundamental del trabajo del narrador para que un texto se destaque del resto), descripciones de escenas, espacios y rostros, de iluminación y decorado, que dan sentido a la acción misma. Si Lukács distinguía la descripción al servicio de la narración y sus sentidos (el drama de una escena que afecta la trama) de la mera muestra de talento (virtuosismo en la descripción que es solo digresión, un cuadro que podría no estar sin por esto afectar la trama), aquí, pese a un naturalismo reconocible con facilidad, el estilo de Chopin en las descripciones está más cercano al uso narrativo de Tolstoi (escena que modifica la trama) que al de Zola (cuadro virtuoso): que Edna narre, en una rueda de historias en la mesa, lo que le ha ocurrido a unos amantes en una piragua subraya el estado mental de la protagonista, virtuosismo narrativo y no gratuito, nunca una muestra de ego innecesaria, por parte de Chopin.  
En El despertar la prioridad es contar una historia sin ceder al compendio de frases disponibles para su extracción de un anaquel motivacional; es en la fluidez narrativa en un todo cohesionado donde radica cierta superioridad literaria del siglo XIX. A más de cien años de su publicación, la novela goza de una actualidad narrativa inusitada, actualidad estilística, casi un gesto de vanguardia constante en el restablecimiento de un estilo. Chopin nos permite rever la potencia narrativa del siglo XIX en su máxima expresión de vigor.
El argumento de la novela es de lo más común para el siglo XIX: hastío, adulterio y muerte (ya sea concreta o social) como ocurre en La letra escarlata (Hawthorne), Madame Bovary (Flaubert), Ana Karenina (Tolstoi) o Casa de muñecas (Ibsen); Edna Pontellier, mujer rica, descubre, en amistades de verano nuevas sensaciones, lo que la lleva a liberarse de su modo de vida reprimido y basado en las apariencias para terminar transgrediendo la norma mediante el adulterio, pero siendo esto solo una muestra del redescubrimiento del mundo por parte de Edna.

La conversación es importante como rito propio de la literatura del siglo XIX. Permite que la historia avance y es donde la intriga (mayor o menor) se desarrolla, o bien se analizan y sopesan los resultados de esta. La conversación, siempre con ciertas normas a ser respetadas para que, en cierto modo, se trate de una conversación válida, es un gesto de parar para continuar (remedo del teatro clásico donde todo ocurría fuera de escena y la palabra era la que lo hacía llegar a esa acción medida y controlada sobre las tablas). La acción está dimensionada por las palabras, siendo un resultado inevitable de estas (un beso o una carencia como corolario que confirma a la palabra). El texto, la narración de Chopin, va preparando al lector para todo lo que vendrá como consecuencia inevitable de lo dicho en las conversaciones (conversaciones que compendian las acciones previas para lanzar un nuevo rumbo en la narración).
La acción de la novela comienza en un tiempo de reposo, con la acción en reposo. Chopin nos muestra primero el aburrimiento que le aporta al mundo el señor Pontellier, marido de Edna. La irrupción de su esposa en escena, junto a Robert Lebrun, hijo de quien regentea la casa de verano en que vacacionan, parece provenir, incluso, de una historia ajena, una de la que su marido no será parte más que como personaje secundario. A fines del siglo XIX, Chopin preanuncia el uso de elementos propios del cine que poblarán las novelas del siglo XX en un gesto de vanguardia que reformula al arte narrativo: personajes viniendo hacia el foco de la narración y haciendo así su ingreso enmarcado en la historia, el uso de música diegética para acentuar un sentimiento (Mademoiselle Reisz tocando el piano mientras Edna lee una carta en la penumbra de la habitación) o escenas colocadas estratégicamente por Chopin, sin necesidad de decir nada más, anticipando de manera escrita aquello que luego se conocerá como “efecto Kuleshov”.

En esa villa de verano, Grand Isle, en que las mujeres esperan que termine la temporada mientras los maridos siguen con sus negocios en Nueva Orleans para regresar los fines de semana, un grupo de personas (en su mayoría mujeres) deja pasar el tiempo y busca maneras de acelerar dicho paso. Los hombres van y vienen al trabajo, a sus negocios o a sus diversiones de hombres mientras ellas esperan, acompañadas por el joven de la casa, Robert, que las revolotea a todas inofensivamente. Pero Chopin nos hace saber, sin siquiera decirlo abiertamente, que algo ocurrirá entre Robert y Edna, la protagonista, mujer casada y sajona puritana, que no está acostumbrada a los inocentes juegos de flirteo y roce de las damas criollas.
En esa villa de verano, Grand Isle, en que las mujeres esperan que termine la temporada mientras los maridos siguen con sus negocios en Nueva Orleans para regresar los fines de semana, un grupo de personas (en su mayoría mujeres) deja pasar el tiempo y busca maneras de acelerar dicho paso. Los hombres van y vienen al trabajo, a sus negocios o a sus diversiones de hombres mientras ellas esperan, acompañadas por el joven de la casa, Robert, que las revolotea a todas inofensivamente. Pero Chopin nos hace saber, sin siquiera decirlo abiertamente, que algo ocurrirá entre Robert y Edna, la protagonista, mujer casada y sajona puritana, que no está acostumbrada a los inocentes juegos de flirteo y roce de las damas criollas.

Si bien la novela abandona como escenario Grand Isle para retornar recién hacia el cierre, es allí donde Chopin ubica una de las escenas más importantes de la novela. Una noche, Edna aprende a nadar, y es la sensación de poder manejar su cuerpo por sí misma en el agua lo que parece concretar un desvelo de su mirada que Chopin construyó progresivamente; finalmente, Edna podía ver el mundo de otra manera, y lo hacía mientras se desplazaba de una manera que nunca hasta entonces había conocido: “Un sentimiento de exultación la invadió, como si se le hubiera otorgado un poder de gran importancia para controlar el funcionamiento de su cuerpo y su alma. Se volvió atrevida y temeraria, y sobreestimó su fuerza. Quería nadar lejos, donde ninguna mujer había nadado antes.”
 La novela de Chopin, si bien puede incluirse entre las clásicas novelas de adulterio del siglo XIX, se desplaza inmediatamente al trabajo con los conceptos de tradición y prejuicio y como coaccionan estos sobre el correcto funcionamiento de una sociedad como la de Nueva Orleans. El deseo, que atraviesa toda la novela haciendo que Edna Pontellier sea un personaje constantemente al borde del abismo, está centrado en ella por la acción misma de desear: desear el deseo más que al objeto sobre el cual recae y que es indistinto que esté o no; tan solo una excusa para que el deseo se haga sentir y modifica la visión del mundo por parte de la protagonista. (Si hablamos de resonancias narrativas en libros posteriores, no declaradas por tratarse de una autora vedada, Chopin, a ser nombrada por haber transgredido la norma temática de lo que puede narrarse sobre una mujer, digo, sobre esas resonancias, que hay una inevitable por estar en línea directa de correspondencia de clase y marco regulatorio social con El despertar: la Scarlett O´Hara a la que Margaret Mitchell da forma en su única novela, Lo que el viento se llevó (1936), se mueve entre la pulsión de ese deseo, solo que moderado y domado por el conservadurismo propio de su autora. Todo lo contrario es lo que Kate Chopin plasma en Edna: dueña de su destino, no le pertenece a nadie, lo cual, obviamente, implica hacerse cargo de las consecuencias en una sociedad donde la tradición y las apariencias son, por sobre todas las cosas, el sostén y el seguro del correcto funcionamiento de la maquinaria productiva de bienes y dinero; si una esposa es una empleada más de una empresa constituida con y para su cónyuge, la transgresión es, por sobre todas las cosas, un disparo en la frente a los valores económicos de una sociedad capitalista en las formas pero feudal en los modos.
Si la narrativa del siglo XIX pertenece a los rusos y la del siglo XX a los estadounidenses, es Kate Chopin una de las escritoras que, por estilo, temática y ocultamiento forzado, establece un puente entre ambos siglos. “El agua era profunda, pero ella levantó su cuerpo blanco y extendió la mano con un largo movimiento. El tacto del mar es sensual, envuelve el cuerpo en un suave y estrecho abrazo”; entre dos siglos, una mujer que nadó desnuda para recuperar el tiempo perdido y que se hundió en el silencio de casi cinco décadas. Desnuda, como todo recién nacido.