El tiempo de las brujas

Imperdibles para conseguir en la Feria del Libro: El martillo de las brujas, de los monjes Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, y La bruja, de Jules Michelet.

MARINA WARSCHAVER

Nadie duda de la influencia que Hieronymus Cock, desde su imprenta Aux quatre vents, tuvo en la historia del arte italiano durante el siglo xvi. A ese taller de Amberes, un día de 1565, Pieter Brueghel el Viejo llevó un dibujo donde aparecía, por primera vez, una mujer sobre un palo de escoba: en el grabado mencionado, que acompañan estas notas, se puede ver a esa figura a la derecha, casi a mitad de esa imagen pesadillesca y propia del Bosco, sobre una escoba, junto a un caldero, saliendo por una chimenea. Es posible que esos elementos (escoba, caldero o incluso los gatos negros) sean algunos de los atributos más usuales con los que se caracterizó a la bruja, este personaje femenino que en la Alta Edad Media tuvo una persecución feroz. Hace ya varios años, la historiadora Renilde Vervoort, en el Museo del antiguo Hospital de San Juan de Brujas (Bélgica), montó una exposición dedicada al tema donde señalaba la contribución de los maestros holandeses y flamencos al imaginario popular sobre las brujas. “En el siglo xvii, numerosos pintores aprovecharon al máximo las innovadoras imágenes de Brueghel y las pinturas y dibujos sobre la misma temática crecieron explosivamente. La imaginería de Brueghel fue tan influyente que todavía hoy se hacen eco de ella las recreaciones de la brujería en el arte contemporáneo”. No me parece menor la idea que tenía Lutero (las fechas coinciden con el dibujo de Brueghel), para quien las brujas “son las prostitutas del diablo, que roban la leche, provocan las tormentas, cabalgan en cabras o escobas, convierten a la gente en cojos o lisiados, atormentan a los niños en las cunas, alteran los objetos de diferentes formas, de modo que un ser humano parece un buey o una vaca, y empujan a la gente al amor y a la inmoralidad.” Me quedo con la contradicción del final y esa contradicción incluso puede advertirse en el origen incierto de la palabra: el término italiano strega viene del vocablo latino strix (“pájaro nocturno”) mientras que los franceses para referirse a las brujas utilizan las palabras sorcier/sorcière y están relacionadas con sortes, es decir, con la tradición de pronunciar auspicios, dominio de magos y hechiceras. Los vocablos ingleses wizard/witch, en cambio, derivan del sajón wicca/wicce, que corresponden a sabio/sabia, y un significado parecido tienen en alemán hexer/hexe. El modelo de bruja y su fisonomía se fueron definiendo, según estereotipos todavía difundidos, a partir del siglo xiv, coincidiendo con el inicio de la gran persecución de la Inquisición. Los estudiosos entienden que en la Alta Edad Media la mujer era madre, esposa o monja, y estaba privada de la posibilidad de expresar sus aspiraciones culturales, religiosas o personales, y cuando, a partir del siglo xi, empezó a aparecer en grupos heterodoxos y heréticos, su posición se deterioró en mayor medida que la del hombre disidente.

Las cosas, desde luego, no cambiaron con los años. Por eso resulta tan sorprendente leer (e indignarse) hoy con un libro como el Malleus maleficarum [El martillo de las brujas], una especie de “manual” sobre la brujería para uso de juristas e inquisidores, escrito por dos monjes dominicos alemanes, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, en 1486. 
Franco Cardini, en su estudio Magia, brujería y superstición en el Occidente medieval, advierte que la profesión de bruja estaba relacionada a menudo con condiciones profesionales especialmente femeninas –como la obstetricia–, o bien constituía una segunda actividad en circunstancias de dificultad y marginación (la anciana que para salir adelante se veía obligada a hacer de médica, de mendiga, de espía o de prostituta). La supersticiosa mentalidad de la Europa medieval no era capaz de encontrar una explicación “racional” al hecho de que un número determinado de niños muriera por causas naturales (circunstancia que, dadas las condiciones higiénicas y sanitarias y la consiguiente tasa de mortalidad infantil, no era rara), que algunos animales fueran víctimas de úlceras, que el pequeño cultivo familiar, modesto pero fundamental para la economía campesina, sufriera “sólo” las inclemencias de las estaciones más extremas. Con respecto a esto, Marvin Harris, en su Antropología cultural, plantea lo siguiente: “Cuando una cultura tradicional se ve trastornada por el contacto con nuevas enfermedades, por una creciente competitividad por el dominio de la tierra y la contratación de personas para el trabajo asalariado, cabe esperar un periodo de conflictos y frustraciones. También estará caracterizado por una actividad frenética por parte de los que son capaces de identificar y de poner de manifiesto los malvados efectos de la brujas, como en el caso de la fragmentación de la sociedad feudal en Europa y de la gran obsesión por la brujería entre los siglos xv y xvii.”
Ya en el siglo xi el monje Bernardo de Morlay ubicaba a la mujer en el trono de Satanás. Cuatro siglos después, tanto el diablo como la mujer seguían siendo parte de un único principio de devastación moral: su unión parecía condicionada por un dibujo perverso, cuya ejecutora material era la bruja, que insinuándose en la vida cotidiana era, por tanto, más difícil de identificar. Uno de los primeros ejemplos de este modelo interpretativo, que caracterizó la acción represiva de claro talante misógino, se remonta al siglo xv y proviene del Formicarius de Johannes Nider. Escrito entre 1435 y 1437, durante el Concilio de Basilea y publicado por primera vez en 1475, fue el segundo libro impreso sobre la brujería, y allí se concreta la toma de posición contra la bruja/mujer. La posición antifemenina de Nider en algún sentido se radicaliza en el Malleus maleficarum. La inquietud teológica por el tema de la mujer encontró en la bruja un medio para expresarse, para confirmar sus propios presupuestos y dar un rostro, un nombre y una forma física al mal y a sus manifestaciones No menos importante fue la especie de histeria “sexofóbica” que vivió la Europa cristiana en la Edad Media, en la que coincidían las interpretaciones de un clero profundamente condicionado, quizás asustado por el “oculto” poder femenino. 

Unas pocas palabras del Malleus maleficarum son más que suficientes para ilustrar la visión que caracterizó a la mayor parte de los que participaron en la lucha contra las brujas: En la primera mujer se evidencia que por naturaleza su fe es menor. La respuesta a la serpiente que le preguntaba por qué no comían de todos los árboles del Paraíso ya revelaba la duda y la ausencia de fe en las palabras de Dios. Todo esto está demostrado por la etimología del nombre. En efecto, fémina viene de fe y menos, porque tiene menos fe y la conserva menos […]. Por lo tanto, una mujer malvada por naturaleza, que está más dispuesta a dudar de la fe, está igualmente dispuesta a renegarla, y es esta la característica fundamental de las brujas. No olvidemos que la gran «epidemia» de brujería y las persecuciones masivas que se desencadenaron fueron un fenómeno que tuvo lugar en un  periodo de crisis intensa, entre los siglos xiv y xvii. A partir del siglo xv, el miedo a las mujeres de Satanás experimentó un ascenso imparable, como demuestra la represión legislativa. A partir de la segunda mitad del  siglo XVI, católicos y protestantes coincidieron en un punto: la persecución total de la brujería. Fue un acuerdo que causó miles de víctimas, aunque es difícil realizar un cálculo ni siquiera aproximado. Si estudiamos en su contexto el aumento de la persecución contra la brujería en 1560-1570, podemos darnos cuenta de que la responsabilidad no es exclusivamente de los protestantes o de los católicos, sino de ambos. O mejor dicho, de la lucha entre ellos […]. El enfrentamiento directo entre católicos y protestantes, que representaban dos formas de sociedades incompatibles, devolvió a los hombres al antiguo dualismo entre Dios y Satanás, y las escasas reservas de odio, que parecían prácticamente secas, se realimentaron nuevamente. 
Vale indignarse con el Malleus y en contraposición recuperar también un libro escrito cuatrocientos años después: La bruja de Jules Michelet, de 1862. Veamos la influencia que tuvo este libro. En la época en la que Rimbaud estudiaba filosofía ocultista también estaba interesado en libros de alquimia y de magia y llegó a decir que la magia había sido uno de los medios que utilizó para alcanzar “el desarreglo de los sentidos”, punto central de su búsqueda estética. Era lector de Michelet y a través de sus libros había conocido el papel de las brujas y hechiceros en la liberación del espíritu y de la mente humana. En este libro, justamente, Michelet consideraba a estos personajes denostados por la historia como responsables de las primeras investigaciones en el campo de la ciencia y de las matemáticas y además denunciaba que la Iglesia les había perseguido por considerar que difundían conocimientos peligrosos (la misma idea de que los libros llenan de ideas raras las cabezas de los jóvenes). Según Michelet, la Iglesia era culpable de que se hubiera retrasado tanto la reconciliación entre Cristo y Satán: este representaba la curiosidad intelectual y era el inventor de la química, la física y las matemáticas. “No hay progreso humano que no lo acuse como autor, o fundador o inspirador”, escribe Michelet. “La medicina, sobretodo, era el verdadero satanismo, la rebelión más soberbia contra Dios, o sea contra la enfermedad, que era un azote, un castigo de Dios. ¿Qué pecado más grave y moral que esto de detener a un alma en el camino derecho para ir al cielo, hundiéndola otra vez con la salud en los tortuosos caminos de la vida?” Otra vez la manzana del árbol en el paraíso: el diablo ofrece esa tentación (la de saber más) y es la mujer la primera que convence a Adán para probar esa fruta prohibida: la fruta del conocimiento del bien y del mal. La mujer, entonces, empezó a ser perseguida cuando ofició como hechicera, es decir cuando le dio vuelo a la ciencia. Michelet, en definitiva, propone ubicar a la mujer en un papel central de la historia. Rimbaud lo sabía y a pesar de tantos años de sometimiento e invisibilización, nosotrxs también sabemos que este es el tiempo de las mujeres, el tiempo de las brujas.

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