Casi nadie (La bella Marioka)

Este relato integra el flamante volumen Pombero, con el que Marina Closs suma un conjunto de textos tan singulares como desafiantes frente al “tiránico español monótono”.

MARINA CLOSS

–¿Quién te dará de comer cuando yo me muera? –preguntó la abuela. 
Marioka miró una pared, miró su propia uña que se había mordido, miró por la ventana y, por fin, a lo lejos. Vio que para ella, en el mundo, no había nada ni nadie. 
–¿Quién te dará una casa, Marioka? –preguntaba la abuela, como en un trance de amor. Se había tomado las manos por encima del pecho y pronunciaba las palabras desflecándolas, hinchándolas y luego volviéndolas hacia fuera y escupiéndolas. 
–¡Oh, jmielú, jmielú! ¿Quién te levantará a la mañana, ya que tengo que ir yo misma con mis dedos, a abrirte los ojos? Y todas las horas pienso en ti, mi Marioka, porque te cuido y porque nunca vi una muchacha tan hermosa. 
Marioka salió a mirar la rueda del molino de agua en el patio. Las ruedas le importaban más que el resto inexpresivo de las cosas. La rueda de la máquina de coser de su abuela le parecía un pozo en el que la mirada caía y, al girar, se ensanchaba. Ella misma tomaba la rueda cuando la abuela no la vigilaba y la hacía rodar entre sus dedos. Incluso se levantaba por la noche a hacer girar la rueda y, si su abuela salía a la sala para ver qué estaba haciendo, Marioka fingía que estaba sonámbula. 
–Sum, brum, brum –decía, sola y como sin alma. 
Luego volvía a la cama, para que la abuela no se preocupase. 
Marioka jugaba sola a mirar la rueda, porque los niños del campo tenían prohibido acercarse a jugar con ella. Los padres los habían alertado: 
–No se acerquen a esa casa, porque allí vive Marioka y es tan hermosa que, por estar cerca de ella, todos ustedes comenzarán a pelearse. 
–No queremos jugar con Marioka –respondieron las niñas– es tan hermosa que nos distrae. 
–A nosotros, nos inhibe –dijeron los varones. Se taparon las bocas y se rieron entre sus dedos. 
Los padres de todas las casas se quedaron tranquilos. Sus niños estaban a salvo. Solo la abuela venía a sentarse a jugar con Marioka frente al cerco. 
–Pero Marioka –murmuró de pronto la abuela–, ¿quién va a invitarte a jugar cuando yo me muera? 
Volvió a entrar a la casa, angustiada y dispersa. Al poco tiempo, salió por la puerta, atándose un gran chal en la cabeza y rezándole en voz alta al Gran Bog que está en los Cielos: 
–¡Bog, Bog! –iba gritándole a las nubes por el patio. Se quedó parada un minuto frente a su nieta–. Ya basta de aguardar, Marioka. Ser una niña nunca te sirvió de nada. Ya que eres hermosa, vamos a buscar un hombre con el que puedas casarte. 
La abuela tuvo que sacudir a Marioka que estaba mirando la rueda del molino, atenta y vacíamente: 
–Vamos a ponerte este pañuelo –le dijo, atándoselo a la cabeza–. El Gran Bog vendrá con nosotras, mientras busquemos. 
Así salieron las dos, abuela y nieta, cortejadas por un séquito de gansos. Iban a intentar que Marioka se casase. Ella no había opuesto resistencia. No tenía problema de pertenecer a alguien. Había dicho a la abuela: 
–Está bien, Baba. Voy a acostumbrarme. 
Bajó la cara y miró su sombra: 
–Quizá por ese medio seré más feliz…
Aunque había escuchado decir que existían muchachas que vivían solas en las plantaciones. Escondidas de todos, en medio de lejanas regiones de maíces. 
–¡Marioka! –gritó la abuela–. ¡Esas son prostitutas! 
–No sabía, abuela –se disculpó la nieta. 
Y, durante esta conversación, llegaron a la casa del primer hombre. Él era un aprendiz de fabricar zapatos. Quería trabajar por su cuenta, poner su propio letrero de papel, sobre su propia puerta de propietario. La abuela sentó a Marioka en un costado del salón, y para que no llamara demasiado la atención, le hizo bajar la cabeza y fue solo ella a hacerse probar una sandalia. 
–Muchachito –empezó arrulladora la abuela–. ¿A usted no le gustaría casarse ya con alguien? 
–Sí, abuela –dijo él, alegre. 
Y la abuela hizo de pronto un gesto brusco, de modo que el aprendiz de zapatero tuvo que bajar su cabeza hasta casi morderle la rodilla. La abuela luego levantó una mano en el aire y agarró al muchacho por la nuca, como a un cachorro de perro. Lo sostuvo desde el pecho, clavándole en el esternón el dedo gordo del pie: 
–Eso es, hijito. Vas a casarte con mi Marioka –dijo acariciándole la cabeza. 
El muchacho, que estaba apretado entre la mano y el pie de la abuela, dijo: 
–Perdón, abuela, suélteme. No, no puedo. 
Y se volvió humilde hacia Marioka: 
–No eres para mí, Marioka. Tu belleza es tan confusa que todo el mundo debe volver a mirarte varias veces. 
Y ¿sabes qué? Yo soy muy celoso. 
–¡Ah! –susurraron las dos, por primera vez, rechazadas. 
–Nos vamos –dijo la abuela–. Disculpe, muchachito. Nosotras pensamos que como Marioka es realmente hermosa y usted estaba en edad… 
–¿Puedo mirarla una vez? –preguntó el aprendiz, porque quería aprovechar. 
Había levantado ya la mano hacia el pañuelo que Marioka de todas maneras había atado bien, porque siempre le había pasado que, a pesar de que su belleza causara rechazo e indignación, pronto todo el mundo quería mirarla. Abrirle el pañuelo y contemplarla, para indignarse más profunda, amargada y confianzudamente. Entonces Marioka había aprendido a atar muy bien un nudo en los extremos. Y era casi imposible sacarle de la cabeza un pañuelo. Se lo ataba tan fuerte que luego el nudo se le quedaba marcado en la piel de la garganta. 
–No, señor –dijo la abuela y levantó a su nieta de la silla, con una mano–. Esta misma tarde, mi Marioka se casa. 
Salieron otra vez, abuela y nieta, rogándole al Gran Bog que les concediera algún nuevo candidato. Aún no habían agotado sus recursos, de modo que caminaron hasta el siguiente joven, que en ese momento estaba realizando labores de veterinario. Trabajaba con su padre, entre las vacas, y sabía hacer nacer terneros y poner varios tipos de inyecciones. La abuela se adelantó a preguntarle si conocía algo de gansos: 
–Conozco –dijo él. 
Pero la abuela no estaba preparada para seguir disimulando. Sabía de antemano que no llegaría a vivir todo ese mes. No había tiempo que perder. Entonces preguntó directo si el veterinario no quería casarse con Marioka. 
La abuela señaló hacia su nieta, que se había escondido detrás de las vacas. Un rayo de sol se hizo una punta. Una vaca se hizo a un lado y revoleó una cola. Marioka, que estaba detrás, fue iluminada por el sol. El veterinario la miró a los ojos y, apretada en el pañuelo, la belleza de Marioka sangró como un ojo. 
–Ella es. La del pañuelo mordido a la cabeza –dijo la abuela, admirada de la belleza de su propia nieta. 
El veterinario llamó a toda la familia para mostrarles la novia que le estaban ofreciendo. Pero la abuela le advirtió: 
–Solo si usted dice que sí, le mandaré a mi nieta que se saque el pañuelo. 
La familia se había quedado en el umbral, mirando al muchacho y esperando. De pronto él se pasó una mano por la frente y suspiró: 
–Perdón, abuela, perdone –y mirando hacia la nieta, dijo–. No eres para mí, Marioka. Eres tan hermosa que, junto a ti, me olvidaría de comer y luego me moriría, porque incluso me olvidaría de que tengo hambre. 
El sol se dispersó en más rayos y Marioka volvió a quedar oculta entre las vacas. La abuela hizo una señal de que se marchaban y se llevó consigo a su desdeñada nieta. 
Mientras hablaba sola, en el camino a casa, a la abuela se le había ocurrido una idea brillante: 
–¿Sabes qué, Marioka? Con los hombres jóvenes, no hay mucha esperanza. Eres tan hermosa que todos se asustan de tener que servirte y quererte como se debe. Pero los hombres mayores son propensos a los amores profundos. 
Marioka supo que la abuela planeaba una visita al Gran Viudo. Él había perdido a su esposa hacía muchos años. Había criado a sus hijos casi como si los hubiese amamantado, y ahora se ahogaba de amor, porque los hijos habían migrado y él se había quedado mirando los espacios, solo. De modo que la abuela torció el rumbo y dejó en el aire sus talones. Arrastró a Marioka hacia aquella gran honrada casa. El Viudo salió a saludarlas, amable y cuidadoso. Las recibió en su sala, en la que él mismo mantenía la virtud y el orden. 
Lo primero que sintió Marioka, frente al Viudo, fue que se enamoraba. Bajó la cabeza, no por vergüenza, sino por amor. Y además: para imaginarse de una vez que ya era querida y se mudaba, para ocuparse de vivir mejor, pero en compañía de otros. Estaba al fin conquistada, lo cual quería decir: aplastada de amor y fascinación por un hombre. Sentía que la cabeza se le adormecía y el corazón, en lugar de palpitar, le burbujeaba. 
La abuela, por su parte, ya no creía tener tiempo para disimular, de modo que entró diciendo: 
–¡Señor Viudo, estoy desesperada! ¡Mi linda Marioka no tiene con quién casarse! 
El Viudo ya sabía de quién se estaba hablando. 
–Conozco a Marioka, querida abuela. Perdone. Me gusta mucho, pero no hay manera de que la tome. Para que un hombre no sufra por Marioka, no alcanza con que sea viejo y rico. Tiene que ser, al menos, ciego. De otro modo, va a sufrir de celos. Basta con quedarse un ratito mirándola… 
Ese día, la abuela se dio por vencida y dijo a su nieta que se marchaban. La abuela, impaciente y solemne. 
Marioka, con el corazón devastado por haber amado sin posibilidad ni consecuencias. 
–Nadie quiere una muchacha bella. Atrae muchas molestias… –se resignó la abuela. 
Una vez que estuvieron en casa, la anciana tuvo la idea de mandar a Marioka a recoger langostas al jardín y atarlas con hilos rojos. Sabía que aquello era, en la lejana Europa, un hechizo de amarre. Después, obligó a la nieta a dibujar el rostro del último pretendiente que habían visitado y taparle los ojos con guijarros. Esto era para que se quedase ciego, si es que de esa manera lograban convencer a alguien. 
Pero los hechizos que Marioka llevó a cabo durante esos días no dieron ningún resultado. Y si bien uno que otro pretendiente encegueció con el tiempo, durante ese mes, los planes de la abuela no parecían acabar en nada. 
Durante algunos días, todo el mundo vio y devolvió a Marioka. Su belleza recibía un horrible destrato. 
Como todas las muchachas hermosas, siempre estaba un poco asustada. Buscaba maneras de cubrirse la cara. Temía importunar. Solía sentarse a esperar, mirando la rueda del molino en el patio. Allí, frente a esa rueda, se reía sola. Podía sentir que el corazón se le volvía móvil y liviano.  La rueda de la máquina de coser también seguía conquistándola de vez en cuando. Había elegido una posición en la que le gustaba echarse a mirar. Marioka se tiraba debajo de la silla de la abuela y miraba los pies de la anciana y la rueda de la máquina, entre sus dos talones. 
–Marioka, ya voy a morirme –decía la abuela, sintiéndose mal y bostezando–. Me gustaría dejarte lista, casada y querida por alguien. Pero veo que no es posible y de verdad empiezo a preocuparme… 
Un día, Marioka se quedó esperando debajo de la silla a que la abuela se sentara. Se acostó boca arriba, pero esperó tanto tiempo que se durmió. Cuando se despertó, gritó al sin ruido que surgía de la casa: 
–¡Abuela! ¿Dónde estás? 
–Hermosa Marioka –respondió la anciana desde la cama–. Ya casi no puedo andar. Pero todavía tengo una última esperanza: una vez escuché una historia acerca de un rey ciego de Polonia, que está al otro lado del mar. 
Voy a mandarle una carta, pero hay que tener paciencia, porque la carta tiene que atravesar el océano… 
–¡Un rey ciego! –se sorprendía de soñar Marioka, debajo de la silla en donde la abuela ya no volvería a sentarse. Sus ojos resplandecían como lámparas. 
–No creo que ese rey quiera casarse –siguió delirando la abuela–. Pero sé que mantiene en su casa a muchas muchachas hermosas. Las cuida y las colecciona. Tiene a Marusia, la Alta y a Marfa, la Gorda. A la huesuda Katya, a Agniezka y a Malgosia… 
Marioka se había acercado a la cama y miraba a la abuela, con gran esperanza: 
–¿Sabes qué, Marioka? Dicen que ese rey las alimenta con miel y carne de conejo. Y que, cuando nadie las viene a visitar, las deja comer de las fuentes, directamente con las manos. Pero la misma Baba dudaba de si había elegido un buen candidato: 
–Sin embargo, ningún otro te habría querido –se consolaba sola, mirando el cielorraso. 
La abuela esperó varios días a que el Rey de Polonia apareciera en la casa o mandara a buscar a Marioka por medio de alguien. Pero estaba tan cansada que dijo a su nieta: 
–Ya llegó mi hora y no quiero demorarme mucho tiempo más –se restregó los ojos y trató de ser más lúcida, aún desde la cama–. Voy a casarte, Marioka. 
–¿Con quién, abuela? 
–Voy a dejarte casada, Marioka. Y luego tú preguntarás por ahí con quién, por qué y en dónde. Yo ya tengo que morirme. Voy hacia el Gran Bog que está en lo Alto.
Marioka ayudó a la abuela a levantarse. Mientras la anciana mujer estuvo en cama, Marioka había pasado mucho tiempo con la cabeza recostada en el pedal de la máquina, bajando y subiendo la espalda, para hacer girar sobre su pecho la bellísima rueda. Ahora tenía los ojos humildes y como agotados. La fascinación los había vuelto secos, casi blancos. Y estaban tan arenosos que se quedaba dormida sin poder cerrarlos por completo. 
–Lo último que voy a hacer, mi nieta –dijo sentada en la cama la abuela– es celebrar tu matrimonio. Luego tú te esforzarás en saber con quién. 
Llamó a todo el mundo a que viniera a visitarlas y no le importó que no hubiese novio. Avisó que había mandado una carta a un rey lejano. Que él vendría por Marioka, aunque todavía ninguna de las dos supiera exactamente cuándo. 
Al principio, llegaron las vecinas ancianas y sentaron a Marioka en una almohada de casamiento. Felicitaron a la nieta y empezaron a enseñarle algunas cosas, para que olvidara sus costumbres de mujer soltera. La besaron y abrazaron. Luego, felicitaron a la abuela por la felicidad futura que no iba a llegar a tener. A Marioka le hicieron una trenza y le pusieron una olla sobre la cabeza, dentro de la cual la dejaron un rato sentada y pensando. Las ancianas pasaban suaves, de a una, y golpeaban la olla con un cucharón de madera. Adentro, Marioka esperaba con la cabeza olvidada y resonando. 
A última hora, las vecinas trajeron unas tijeras y le cortaron a Marioka su trenza de muchacha. Le quitaron la olla de la cabeza y le mandaron que se acostase: 
–Imagina que alguien te conduce a la cama –dijeron, mientras se llevaban a la abuela–. Imagina que te abre las sábanas. Imagina que te ayuda a levantar los pies… 
–Adiós, Marioka –dijo la abuela–. Ten cuidado. La gente ama las cosas hermosas solo cuando las posee. Tú eres tan bella que cualquiera vendría a robarte. Pero por las buenas, nadie te ama porque se da cuenta de que tu belleza es tan extraña que solo se aprovecha si se comparte. Y antes que compartir, todos prefieren tener algo para sí solos. 
Antes de morir, la abuela pronunció una palabra que ya no tenía sonido, sino solo aire. De modo que se le formó, con la última saliva que le quedaba, una gran burbuja al ras de los labios. La burbuja se mantuvo un momento, mientras la pobre abuela expiró. Marioka se sintió perturbada, porque era como si, después de la muerte, la abuela continuase preocupándose y sintiendo. Marioka alzó la mano y explotó la burbuja con la punta de un dedo. Así, la abuela estuvo muerta y Marioka se quedó, por primera vez, sola en su casa. Aunque al principio se sintió valiente. 
–¿Quién te dará de comer? –se decía a sí misma la bella Marioka. Y se cocinaba. Y luego–. ¿Quién te pondrá la cuchara en la boca? –y lo hacía ella sola. 
–¿Quién te lavará el cuerpo? –se decía limpiándose y frotándose–. ¿Quién te abrirá los ojos? –Y se los abría todos los días con sus propios dedos. 
–¿Quién te dará una casa? –decía, cerrando la puerta. Y en la oscuridad, se quedaba asombrada y pensando–. ¿Quién te vendrá a bendecir? 
–¿Quién te cubrirá la cara? –preguntaba, mirándose al espejo. 
Buscó, entre las cosas que había dejado detrás de su muerte la abuela, unas vendas que solía ponerse en los tobillos, para que no se le inflamasen. 
–¿Quién te pondrá una venda? –se dijo Marioka, vendándose. 
Y prolijamente se cubrió toda la cara. La venda llegaba de un lado al otro de la cabeza. Marioka abría dos agujeros para los ojos y así salía a alimentar a las gallinas, a ordeñar las vacas o a barrer el patio. Con la venda en la cabeza, era insólita. Pero no corría peligro por hermosa. Salía de la casa con una canasta y, en medio del camino, casi no podía ver. En vez de «la bella Marioka», la llamaron «la Momia». Y los niños ya ni siquiera se enteraban de que Marioka había sido hermosa. Tenían terror cuando veían aparecer entre las vacas a la alta muchacha con la cabeza cubierta. 
Todos los días, Marioka seguía rogando al Gran Bog que la salvara, dándose de comer a sí misma y protegiéndose en solitario. Ahora dormía vendada, porque prefería sentirse guarecida, incluso antes del amanecer. Pero quería, algún día, volver a ser contemplada con amor por alguien, aunque no fuera por un hombre. En el gallinero, se había desvendado la frente y parte de las cejas. Notó que todos los gallos se habían acercado y las gallinas habían venido a besarle las puntas de los dedos. 
Cuando no podía dormir, Marioka se quedaba pensando e iba a poner su cabeza en el pedal de la máquina. Desde ahí, solo miraba. Con la rueda sobre el pecho, sonreía de concentración. 
–Ya no corren los tiempos en que había que esperar algo –venían a decirle las vecinas–. ¿Por qué no te vas al Cielo, a buscar a Bog, Marioka? 
Sin embargo, ella seguía preguntándose, ¿quién te dará de comer?, ¿quién te vendrá a bendecir? y otras cosas. Se metía la negra cuchara con odio en la boca. No le gustaba la comida que se daba de comer. Tampoco le gustaba trabajar todo el día para no mantener nada más que la belleza y la alegría de su propio cuerpo. Estaba cansada de lavarse y no ser lavada ni lavar a nadie. Detestaba vivir en aquella íntima amargura, provocando solo su propio bienestar. 
Marioka se hundía y pensaba. Hacía girar las ruedas y así se concentraba. No tenía oficio para el descuido. Limpiaba la casa como si la abuela la estuviese persiguiendo con la mirada. 
Un día, los vecinos vieron salir desde el monte una carreta para una sola persona, estrecha y mal cubierta. No era hermosa. Estaba hecha de madera mal pulida y pobre y venía tirada por dos ñandús jóvenes. Marioka estaba en el patio, con una docena de gansos, fabricando para sí misma un portón. Estaba aburrida y curvada. Partía una madera con un hacha y trataba de sacarse el sudor que le hacía picar la piel bajo el vendaje. 
Al ver la carreta, los vecinos empezaron a gritarse unos a otros: 
–¿No va a la casa de Marioka? 
Y la miraban con la típica desesperación ilusionada de los que nunca ven pasar a nadie. Cuando la carreta llegó frente a su casa, el cochero, que era un hombre humilde, contratado en algún rincón misterioso, preguntó: 
–¿Usted no es la bella Marioka? 
–Sí –dijo ella. 
–Manda a buscarla el Rey de Polonia. 
–¿Quién? 
–El que iba a coleccionarla, el rey… 
–¿Ah? ¿El ciego? –preguntó Marioka. 
–Tanto no sé –dijo el cochero. 
Ella estaba feliz, pero insegura: 
–¡Le están haciendo una broma! –salió a gritarle un vecino. 
–¡O algo peor, Marioka! –salió otro–. Tenga mucho cuidado. Sea mentira o verdad, si usted se va…, ¡nosotros nunca más sabremos nada! 
–No es importante que se enteren –respondió tranquila Marioka. 
Se sentía fascinada de tan solo pensar que alguien se había tomado el trabajo de inventar para ella aquel engaño. Le parecía inolvidable y hermoso. 
–¿Necesitará llevar sus gallinas? –preguntó el cochero. 
–Puedo vivir sin ellas –contestó Marioka. 
–¿Necesitará que le ayude a cargar alguna cosa? 
Marioka exclamó: 
–¡Las dos ruedas! 
De modo que fueron ella y el cochero a desarmar la máquina de coser. Después desarmaron el molino y llevaron girando hasta el carro la rueda más grande. 
–Esto no va a entrar arriba –dijo el cochero. 
–Vamos a llevarla atada a una soga, y que vaya girando detrás. ¿Puedo subir ya? 
Marioka estaba tan tranquila que no sintió ansiedad cuando se sentó. Iba a desvendarse la cabeza, para presentarse ante el cochero tal como era ahora. 
–¡De ninguna manera! Tendría que estar ciego para no querer quedarme con usted, Marioka. 
Ella volvió a dejar sus manos sobre el vestido y torció con desesperanza su rostro, como si una flor marchita le pendiera pesadamente desde el cuello. 
Por las calles algunos vecinos salían gritando: 
–¡Hermosa Marioka! ¡Usted está vieja y cansada! ¡Cuando llegue a Polonia, la devolverán! 
Otros vecinos tenían sus dudas, pero estaban contentos de que una belleza como la de Marioka al fin pudiera marcharse. El pueblo la saludaba. Los que no habían osado casarse con ella, la miraban, casi amándola y casi arrepintiéndose. Aunque no fuera real, se decían algunos, la carreta con la cabeza vendada de Marioka encima y la rueda de molino rodando detrás era demasiado hermosa y valía la pena salir a mirarla. Marioka se había cansado, no casado, y se acurrucó en el sillón. No sabía qué la esperaba, pero prefería no perder el tiempo haciendo cálculos. 
–Así que la vieja Marioka se marcha –decían los que la miraban, parados en los patios. 
Y cuando Marioka desapareció en su carreta, fue como si todo el pueblo, sin ella, respirara aliviado.