Melancolía del puerto
Para leer a Elizabeth Taylor
LUJÁN STASEVICIUS

Describir la trama de Una vista del puerto con el objetivo de invitar a su lectura —tarea de por sí bastante absurda— no es fácil; de hecho, la mayoría de las contratapas o descripciones online no superan el párrafo. Probemos: un par de meses en una ciudad costera, fuera de temporada, en la que no pasa casi nada y en la que el único romance escandaloso —al cual desesperadamente se aferran los editores desde los paratextos del libro— no es ni siquiera tórrido o lo suficientemente dramático como para ocupar el centro de la narración. El tono y el estilo, podríamos agregar, para empeorar un poco más las cosas, acompaña esta letanía y los personajes, si bien excelentemente desarrollados, se desperezan en esa misma velocidad. Sin embargo, a no desesperar. Como ya nos tiene acostumbrados, Elizabeth Taylor escoge un escenario en apariencia soporífero porque le sirve de espacio fértil para contar lo que realmente le interesa. Así, Una vista del puerto es a la vez un cuadro enmohecido en la pared de un bar, y que se menciona una sola vez en toda la novela, una obsesión de reproducción visual que consigue su cometido sobre el final, y la dirección contraria de todas las miradas de los personajes que integran este universo. La novela, publicada originalmente en 1947, y de gran éxito comercial y crítico de la época, llega a nosotros editada por Gatopardo, en la traducción de Carmen Franci Prensa.

Fiel a su momento de publicación, la trama transcurre durante el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Si bien la mención a ésta nunca es literal, se hace presente a través de tímidas y sutiles referencias oblicuas. En lugar de excombatientes, o heridos en primer plano, leemos la paranoia de las vecinas frente a los nuevos habitantes del pueblo, el tabú que significa decir muerto “palabra brutal prohibida”, o la franca desproporción de género en la población, con una amplia mayoría de viudas o solteras —y una divorciada— y la ausencia casi total de hombres, salvo los muy jóvenes, el clásico y tradicional doctor, y Bertram, el marinero retirado aspirante a pintor que llega al inicio. En esta ciudad costera, fuera de temporada, y en estas condiciones, las mujeres dominan en influencian la red de prestigio, condena y supervivencia de todos a través de las imágenes que dan y proyectan. Qué otra cosa es el chisme sino un espionaje en tiempos de paz.
La temática de la vista del puerto se reproduce incansable y endogámicamente a lo largo de la novela. Todos miran a todos, mientras Bertram, el extranjero, intenta casi infructuosamente pintar el afuera, aunque también mirando en sus ratos libres las variables de conquista. Las actividades sociales se reducen a mirar a otros —desde el bar, desde una ventana— o a ir al cine, que tiene una presencia imponente en los diálogos y las fantasías de los más jóvenes. Incluso la única industria turística moderadamente lucrativa del lugar es un museo de figuras de cera, donde los turistas, a contramano de los objetivos de su dueña, satisfacen su necesidad de kitsch o se alejan francamente confundidos después de la visita. Dentro de este microcosmos, la única que no sabe ver, es, irónicamente, Beth, quien escribe para que los demás lean, pero que se mantiene simbólicamente ciega a lo que pasa a su alrededor. Por otra parte, y a diferencia de nuestra era, si bien ser visto es inevitable, no es para nada el objetivo de ninguno de los personajes, y más de uno debe afrontar las consecuencias sociales de malos entendidos visuales. La vista del puerto es comunitaria y siempre hacia adentro. Esta red de visualizaciones tiene su contraparte en la economía del chisme, como hemos antes comentado, aunque es el lector quien es testigo de la totalidad de las observaciones. Como en toda buena sociedad británica, lo que se dice es menos de la mitad de lo que se piensa.
El chisme también alcanza al comentario por fuera de la novela. La mayor parte de las perezosas reseñas de la trama se centralizarán en el affaire entre Tony y Robert el esposo y la mejor amiga de Beth, pero quien ha leído cuidadosamente la novela acordará que, lejos de ser la historia central, es, además la menos interesante. Aun cuando la trama se demora en las pequeñas miserias de las diferentes familias que sobreviven fuera de temporada, cada una de ellas está retratada de una manera minuciosa, poniendo el foco en las pequeñas miserias y las imposibilidades de escapar a este contexto, ya sea física o discursivamente. El lector es testigo de esto, cuando asiste a las manipulaciones de la señora Bracey, o cuando ve cómo todo el mundo —incluso su padre, el médico— diagnostica a Prudence con un retardo madurativo que claramente no es tal, y que adquiere su legitimidad en la repetición a través del tiempo.

Es esta una novela, además, en la que la clase trabajadora es definitivamente protagonista, como no lo era en Prohibido morir aquí, y como quizás tímidamente se asomaba en Un alma cándida, donde el desclasamiento era más un destino a evitar que una realidad. Del mismo modo, la comida y las pertenencias aparecen aquí en sordina y no definen las posibilidades de desarrollo o movilidad social dentro del microcosmos.
Por otra parte, sí es típico de la literatura de Elizabeth Taylor el incorporar artistas mediocres y frustrados —quien escribía en Un alma cándida era Patrick, mientras quien pintaba era Liz— o aspiracionales. En Una vista del puerto, Beth es, según la novela, una escritora es medianamente exitosa pero siempre consciente de sus limitaciones: “Esto no es escribir —pensó, deprimida—. Sólo es juguetear con las palabras. No soy una gran novelista; todo lo que escribo ha sido escrito antes por cualquiera y, además, mejor. Dentro de diez años, nadie se acordará de este libro.”
Esto, por supuesto, no la previene de seguir intentando, y de hecho la novela acompaña el desarrollo de su último libro. Solamente ubica su trabajo más cercano a un ejercicio narcisista que a una búsqueda estética. Una honestidad más necesaria que vista en estos tiempos. De igual manera, Bertram, el marinero retirado que entra al pueblo al comienzo de la trama, está empecinado —obsesionado sería una palabra muy grande— en pintar el puerto y regalarle el cuadro al dueño del bar. Como Beth, sus límites no le son ajenos: “No tenía grandes dotes artísticas, a pesar de que había encontrado una técnica muy buena para pintar las olas, con la blanca cresta inclinada, de modo muy realista”. Es sugestivo, sin embargo, que, a pesar de su mediocridad asumida, los dos artistas siguen persiguiendo su objetivo, y la novela termina con ambos habiendo producido un nuevo objeto artístico. Pareciera, entonces, que el arte en la ciudad —y podríamos extendernos, en el universo Taylor— no requiere genialidad u originalidad, sino persistencia. Dice Beth, luego de dar el punto final a su novela: “Ya está —pensó—. Éste es el mejor momento y la única recompensa. Los extremos del círculo se han unido y éste se ha cerrado con un nudo. Y mientras se ata ese nudo se produce un instante de placidez perfecta. Sólo dura un segundo, antes de que las dudas y las ansiedades empiecen de nuevo y los demás intervengan.”
Diferentes estudios sobre la obra de Taylor coinciden en dividir su producción en tres períodos. Tanto Prohibido morir aquí, como Un alma cándida pertenecen al tercero, caracterizados por una carrera y un estilo, a su vez, más solidificado. Si bien Una vista del puerto (procedente del primer tercio) no comparte con sus predecesoras el humor característico que luego será marca registrada de la autora, sí son ampliamente disfrutables sus redes de pudor y rumores infundados, además de la predominancia de la clase trabajadora que luego se diluirá en obras posteriores. No eran propicios los tiempos, quizás, para un discurso hilarante —aunque, seamos justos, ninguna de sus novelas lo será— pero tampoco se deja llevar Taylor por la solemnidad del duelo post guerra. La melancolía se debe más a los vaivenes de una ciudad turística menor fuera de temporada, y siempre a la sombra de Londres, que a una fábula sobre las consecuencias bélicas para Inglaterra. Eso es, en definitiva, lo que la vuelve universal. Eso es, también, lo que la mantiene legible.