El saludo final
Albert Camus y Jean-Paul Sartre, una amistad indeleble
Maximiliano Crespi

Albert Camus y Jean-Paul Sartre se conocieron personalmente en el Théâtre de la Ville (en el estreno de la puesta que Charles Dullin hizo de Les Mouches), pero ya se habían leído y escrito mutuamente: Camus había publicado una elogiosa nota crítica sobre Le Mur y Sartre había “explicado” la singular importancia de L’Étranger con relación a su época. Sería falso atribuir la amistad que luego llegó a unirlos a “lo imprevisible del destino”; lo justo sería decir que se habían elegido el uno al otro, incluso mucho antes de que a Simone de Beauvoir se le cruzara la feliz idea de presentarlos formalmente. Como cuenta el profesor Roland Aronson en su Sartre y Camus, durante los oscuros años de la Guerra, Combat los había reunido en una coyuntura política. Allí, a petición de Camus, Sartre escribió sobre la liberación de París y luego sobre América latina. En una relación que podía ir de las más hermanadas celebraciones a las peleas más furibundas y luego a las más sentidas reconciliaciones, el libro de Aronson recorre el ajetreado camino de esta relación interrumpida el 4 de enero de 1960 con la muerte de Camus en un accidente de auto. Al momento de esa muerte inesperada estaban peleados. En 1952, una injusta y virulenta reseña de Francis Jeanson publicada en Les Temps Modernes había determinado un distanciamiento que, basado en un visible desacuerdo político, planteaba una etapa dentro de una relación cuyo intercambio enriquecía a uno y a otro.

Tras el fallecimiento de Camus, el France Observateur publicó una sentida página de Sartre despidiendo al autor de La peste. Es un texto conciso y conmovedor en el que el autor de La Nausée evoca aquel “desencuentro”, con cierta nostalgia, restándole importancia —como si quisiera expresar un arrepentimiento: el de haber dejado que Jeanson, hostil a Camus, se hiciera cargo de esa crítica y así haber tenido cierta responsabilidad en la reyerta que a la postre derivó en la ruptura. Admirando su rectitud, aunque lamentando a la vez sus últimos años de silencio (sin duda hacía referencia al “tema Argelia”, del que Camus no podía o no quería hablar), Sartre situaba al que había sido su amigo en la línea de los grandes moralistas de la literatura francesa (La Rochefoucauld, La Fontaine, Pascal, La Bruyère, Voltaire, Joubert, etc). “He conservado simpatía por él a pesar de que su perspectiva política se me ha ido volviendo distante, incluida su actitud durante la guerra de Argelia”, declaró Sartre en 1974, reconociendo que nunca había dejado de interesarse por el amigo y que había conservado indemne su estima por el escritor.
En esa página, el sobreviviente afirma también que aquello que los separaba era también lo que los unía. La distancia de dos amigos crea siempre una silenciosa pero insaciable demanda: qué pensará él ante tal o cual hecho o palabra dicha u oída, cómo hubiera dicho o contradicho él esto o aquello, cómo me hubiera dado a leer su abstención, su indiferencia, su desaprobación de esto que he realizado contando con su mirada en la distancia. Lo cito: “su silencio, que, según los acontecimientos y mi estado de ánimo, a veces consideraba demasiado cauteloso y a veces doloroso, era una cualidad de todos los días, como la calidez o la luz, pero humana. Vivía con o contra su pensamiento, pero siempre a través de él”. El amigo sigue iluminando el camino en la distancia; es el destino realizado de todas las cartas escritas, aun cuando permanezcan cerradas. Dice entonces Sartre: “La chute, su libro más bello y más incomprendido, es para mí una revelación”, como al comienzo de la amistad lo fue sin duda L’Étranger.
El mutismo ensordecedor del que se habla al comienzo de la última obra terminada y publicada por Camus hace hablar a Sartre. Lo obliga a reconocer su amor por el aire de gravedad sombría que daba al argelino un semblante único y que en cierto modo lo convertía en legítimo heredero de esa estirpe de moralistas en la que el propio Sartre anhelaba inscribirse. “Su porfiado humanismo, estrecho y puro, austero y sensual, libró una precaria lucha contra los masivos y distorsionados acontecimientos de la época”, escribe Sartre. Pero fue su respuesta firme y en negativo la característica central de una palabra que reafirmó, en el seno de su época, contra los pragmatismos maquiavélicos, contra el chantaje cínico de los realismos, la existencia y la necesidad del planteo moral en disidencia.

Decir “No” es empezar a pensar. No aceptar los términos del planteo forzado por el poder naturalizado en sentido común es afirmarse en un deseo de libertad. Sartre no se equivocaba: Camus había hecho íntegramente suya esa afirmación inquebrantable. Tan pronto como lo leía, reencontraba la materialidad de su presencia como un puño cerrado que se afirmaba como un acto político. Por eso su silencio, el de los últimos tiempos, había tomado para él una forma de lo positivo: era el aura radioactiva de una mirada moral contrariada que, en sí misma, exigía tanto la rebelión como la condena. Esa determinación le había permitido sin duda afirmar “Mon œuvre est devant moi” y aceptar cabalmente las consecuencias de la afirmación.
Sartre no habría podido ponerse en su lugar. El escándalo particular de la muerte implicaba para él la abolición del orden de los hombres por obra de lo inhumano. Por eso es verdadero el desconcierto irreversible en que la muerte del amigo lo deja suspendido. “Camus tenía que vivir”, escribe Sartre. Tenía que vivir porque era el que lo interrogaba y el que lo obligaba a comprometerse en su interrogación; él mismo —contingencia y necesidad— “era una pregunta que buscaba su respuesta”.
Sartre funda su demanda en una razón histórica. “Pocas veces los personajes de una obra y las condiciones del momento histórico han exigido con tanta claridad que un escritor viva”, afirma. Eso da a la muerte del Camus escritor su carácter escandaloso. Pero lo que trae la pérdida del amigo trae otra verdad existencial: tan pronto como se manifiesta, lo inhumano se convierte en parte de lo humano. Y lo que allí emerge es el sentido y sinsentido que el escritor Camus hizo emerger en lo absurdo. El texto de Sartre (amigo y escritor del Camus amigo y escritor) es una confesión y un reconocimiento: muestra que, en el absurdo insoportable de la muerte de un amigo, nace para el que lo sobrevive una tarea irrenunciable: la de aprender a ver en una obra mutilada una obra total, la de buscar en una figura ausente una presencia real, una voz viva con la que continuar una conversación que alimente el deseo, despeje y eventualmente descubra, en cada uno, un camino de liberación.