Los otros mundos de Esther Seligson

La escritora mexicana es una de esas “autoras de culto” y su rareza está expuesta en su prolífica obra y más que nada en sus cuentos.

GENEY BELTRÁN FÉLIX

Se ha vuelto ya un lugar común asignarle la etiqueta de “autor de culto” o “raro”, o incluso de “escritor para escritores”, a no pocos prosistas y poetas mexicanos del siglo XX que publicaron obras bien recibidas por las voces críticas pero que pasadas las décadas prácticamente no circulan en librerías, o que son rescatadas cada cuándo sin que esas reediciones terminen por colocar en un sitio más visible la defendida valía del nombre en cuestión. El panorama parece entonces el de un México literario habitado por numerosos autores marginados o periféricos, a los que amigos, alumnos y un puñado de lectores reivindican, en un festival de monólogos de poca resonancia, como altísimas figuras de las letras. Y sí, en ese panorama, incurriendo en el lugar común, se encuentra la extraordinaria Esther Seligson. Nacida en la Ciudad de México el 25 de octubre de 1941 de emigrantes judíos ashkenazíes —padre polaco y madre rusa—, la escritora falleció de un infarto al miocardio el lunes 8 de febrero de 2010, al mediodía. Incursionó en la novela, el ensayo, la crítica teatral, la poesía, el cuento, el aforismo, el microrrelato, el artículo político, la traducción… Salvo la dramaturgia, Seligson se adentró en todos los ámbitos de la expresión literaria —y aun aquí tendríamos que ir con cautela: varios textos de su narrativa han sido llevados a escena en su condición de monólogos dramáticos.

Seligson publicó su segundo libro de relatos en la prestigiada Serie del Volador de la editorial Joaquín Mortiz (Luz de dos, 1978) y en sus últimos años de vida el Fondo de Cultura Económica le editó, en la canónica colección Letras Mexicanas, tres antologías: una de ensayos (A campo traviesa, 2005), otra de narrativa (Toda la luz, 2006) y una más de poesía (Negro es su rostro. Simiente, 2010). Fuera de estos títulos, los demás que componen su obra se dieron a conocer en sellos universitarios o independientes, algunos de vida efímera y casi todos de escasa difusión: Bogavante (Tras la ventana un árbol, 1969), Novaro (Otros son los sueños, 1973), la Universidad Nacional Autónoma de México (De sueños, presagios y otras voces, 1978; Isomorfismos, 1991), Artífice (Sed de mar, 1987), la Universidad Autónoma Metropolitana (Indicios y quimeras, 1988), Páramo (Cicatrices, 2009) y, sobre todo, sus queridas Ediciones Sin Nombre, sello que bautizó y al que apoyó con entusiasmo desde que ahí publicara Hebras en 1996. Otras casas en las que concurrió fueron La Máquina de Escribir (Tránsito del cuerpo, 1977), Hoja Casa Editorial (la segunda edición de La morada en el tiempo, 1992), la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (Para vivir el teatro, 2008) y Jus (Escritos a mano, 2011).

Retomo estos avatares de una tan disímbola trayectoria editorial para esbozar la naturaleza distintiva de esta compilación [Cuentos reunidos], la más amplia publicada a la fecha exclusivamente de la ficción breve de Esther Seligson. Aquí se hallan, íntegros, los libros Luz de dos, Sed de mar e Isomorfismos. Se han dejado fuera los textos brevísimos de la autora, es decir, sus aportaciones en el aforismo, el apunte, el pastiche, la minificción, el microrrelato, etcétera. Por esta razón, de Hebras y Cicatrices, “libros de varia invención” ambos, comparece únicamente una selección de sus cuentos y relatos. Al preparar la selección de Toda la luz —tomo en que aparecía solo un texto hasta entonces inédito, “Eurídice vuelve”—, Seligson reacomodó con ímpetu iconoclasta varias secciones de sus libros. En esta ocasión se ha recuperado el orden original de sus publicaciones para ofrecer un recorrido cronológico que permita apreciar de modo más diáfano la evolución de su escritura. Sin embargo, no en todo se ha desacatado la relectura que hizo de su obra Seligson para esa antología, pues ahí mismo introdujo modificaciones a los títulos y epígrafes de no pocos de sus textos. Por ejemplo, “Una infancia”, de Tras la ventana un árbol, aparece incluido como “Evocaciones”. Para estos Cuentos reunidos se han respetado los cambios en ese ámbito. Por otro lado, consigno aquí que la autora me dejó un ejemplar de la única edición de Tras la ventana un árbol, en el que escribió con lápiz otras variaciones a títulos de los cuentos. Siguiendo estas señales, “El encuentro” aparece como “El candelabro” y “Contorno” es ahora “Tras la ventana un árbol”. Por último, esta compilación incluye “El profesor Nicodemo Laussel”, cuento escrito por Seligson pocos días antes de su muerte y hasta la fecha inédito. También sirve conocer el itinerario editorial de Seligson por las orillas del mundo mexicano de la edición para explicar una arista que atañe al temperamento literario de su obra: es congruente con el temple de su escritura que sus libros hasta ahora hayan circulado tan poco. No me refiero a que la propia Seligson, dominada por una mezcla de aristocrático orgullo y extrema timidez, no hizo nunca el menor esfuerzo por frecuentar los sellos trasnacionales ni por cabildearse premios aquí y allá; más aún, el carácter franco y retador de su persona poco hacía para dotarla de habilidad en el género literario que más ayuda la carrera de los escritores en México: las relaciones públicas. Me refiero, más bien, a las características de su narrativa. De entrada, su obra hace casi nulos intentos por dialogar con lo real inmediato, lo real político de todos los días, que le habría permitido establecer alguna afinidad con la conversación que a la mayoría de lectores en México, supondríamos, cree importarle más. Su mirada no estaba, o solo muy lateralmente, en lo social o lo histórico.

Estudiosa dedicada de saberes atípicos —la astrología, el tarot, la acupuntura, la gemoterapia, la Cábala y casi cualquier forma de discurso mítico y religioso—, Seligson fue también atípica en su ejercicio de la escritura. Fuera de sus textos ensayísticos y de crítica teatral, y centrándonos en la ficción, Seligson asume riesgos técnicos que podrían asignarle el talante de experimental. Renuente a la convicción aristotélica que pide organicidad a la creación artística, en buena parte de sus textos la autora actúa con insumisión ante aquello considerado usual o imprescindible en cierta franja más hospitalariamente recibida por el mercado, como el desarrollo de una historia, la construcción dramática y la psicología del personaje.

A menudo no hay drama en su ficción: los hechos usualmente ya han ocurrido, y lo que se registra es la forma en la que la consciencia y la sensibilidad los reviven, explican o reconstruyen. Esto se advierte ya en su debut literario de 1969, con Tras la ventana un árbol. Por ejemplo, en el relato “El candelabro”, Adriana, una joven, entra al departamento en que se ha estado viendo con su amante. Él no está. Poco a poco irá quedando claro que esa visita es una silenciosa despedida: conforme transcurre la espera, y se despliega la prosa —de una punzante, envolvente belleza—, Adriana vuelve a vivir en su memoria algunos de los momentos de esa relación que termina. Cuarenta años después, en uno de los últimos relatos que escribió —“La mendiga de São Domingos”—, Seligson da la voz a una pordiosera lisboeta que, percatándose de cómo se aproxima la muerte, va hilvanando percepciones y recuerdos en un libre y riquísimo flujo verbal. Lo que tildaríamos de “paja narrativa” no existe, pues en sus páginas predomina una voz que despliega colores, formas y olores, que difunde el ir y venir en la psique de la melancolía y la nostalgia, el amor y su ausencia, el dolor, la soledad. No importa aquí necesariamente lo que pasa, sino lo que permanece en forma de espesa resonancia en el lenguaje. Lo “desnarrativo” se deriva de la manifestación de otro tipo de sensibilidad, de un modo no-racional de apropiarse de lo que se halla por encima, o en los intersticios furtivos de lo “real”, una figuración en que importa menos el sonido que su eco, menos el movimiento de un cuerpo que la sombra que deja al deslizarse. La historia de una pareja de amantes es rescatada no desde los meros acontecimientos sino desde la pluralidad de los sentidos en las diez prosas de Isomorfismos. La galería de personajes de un pueblo asturiano se va disolviendo en una riqueza olfativa, visual, táctil en “Por el monte hacia la mar”, de Luz de dos. Ese temple desobediente a las convenciones vuelve afín su prosa de ficción a las de Virginia Woolf, Clarice Lispector, Elena Garro o Miguel Torga, autores a quienes leyó y comentó con sensibles dones exegéticos. Seligson se resistía a concebir la escritura como una tarea disciplinada que conduciría cada tanto a redondear un proyecto y que podría ser programada a priori de acuerdo con líneas, estructuras fijas o fórmulas. No infrecuentemente se deslindaba de calificar genéricamente lo que escribía, y prefería recurrir a la escueta definición de “relatos” o, más incluso, “textos”, sugiriendo ahí (desde la precisión de la etimología) que sus creaciones eran “tejidos” en los que hacía convivir los hilos y atributos de un cuento, una anécdota, un poema en prosa o un ensayo personal.

Con lo anterior quiero decir que Seligson es una escritora no de proyectos sino de procesos. Tenía la costumbre de llevar consigo libretas en las que, a la manera de una bitácora, lo mismo deslizaba el recuento de algún hecho del día, o de un sueño, que aforismos, microrrelatos, citas de sus lecturas o simples metáforas. Varios de sus títulos, como Indicios y quimeras, Hebras o Escritos a mano, serían vistos como “libros de varia invención”: la recopilación, hecha con ánimo recapitulatorio, de textos que, al haber sido escritos a lo largo de un distendido periodo, compartían una paleta de búsquedas y estados de ánimos, las señales distintivas de una estación de vida. Pero no se trata de un fárrago diarístico vertido en un molde que oportunistamente finge experimentación e hibridez. Seligson utilizaba aquello que surgía de sus cuadernos y podía elegir destinarlo hacia distintos moldes. Algunos textos, brevedades de origen, preservaban su forma y se veían agrupados en series. En otros casos, el flujo de escritura nacía mucho más generoso y, aunque en un principio no tuviese ella —según confesó más de una vez— claro el punto final, el ímpetu de la prosa la llevaba a desarrollar textos sustancialmente extensos, a los que luego hacía pocos cambios. Uno de sus libros más personales, Todo aquí es polvo (2010), tuvo un desarrollo paradigmático: sabedora de su probable muerte cercana, hacia 2009 la autora releyó y literalmente destazó páginas y páginas de sus diarios y su correspondencia a lo largo de las décadas y con esos fragmentos fue armando el magma verbal del que originalmente ella pensaba sería una novela pero que terminó exigiendo ser un libro de memorias.

En no pocas de estas circunstancias, sus textos narrativos despliegan una estructura libre, oblicua o irregular, que parecería el resultado de una transmutación en palabras de lo que surge a través de asociaciones libres en la deriva del pensamiento, propio de quien ejercía la escritura con la compulsión de un proceso vivo, una deriva permanente que podría ir, partiendo de un impulso de introspección o autoexamen, hacia las escalas de la memoria, la imaginación —en el doble sentido de fantasía y producción de imágenes— y la reflexión. En muchos de sus textos, la autora buscaba en efecto la reactualización verbal de procesos interiores, es decir, que la estructura fuera adquiriendo la forma que toma la percepción humana en instantes determinados de la existencia, esos en los que se constata un irrefutable poder transformador actuando sobre la psique de los personajes. Su capacidad de desdoblamiento iba más allá de la consigna autobiográfica, pues la llevó a recuperar figuras de la mitología griega, como en Sed de mar y varios ejemplos de Indicios y quimeras y Cicatrices, o de la antigua historia judía, como en la novela La morada en el tiempo (aparecida originalmente en 1981), para refigurar el mito desde el prisma de la intimidad, explorando las franjas de la pasión, los celos, la soledad, el desamor, es decir, haciendo ver en las figuras arquetípicas de Penélope o Jacob las emociones en su inmediato suceder, y esto a través de una prosa de elevaciones líricas, audaz en su construcción metafórica, de una deslumbrante complejidad sintáctica y, por cierto, con una filosa penetración analítica. Esta búsqueda de los pliegues no inmediatamente visibles de la existencia se relaciona con la “rítmica evasión hacia otros mundos”, como se lee en un relato de su primer libro. La exploración que hace de los ámbitos de la ensoñación, la fantasía y el mito significa una ampliación de las capacidades sensibles, de modo tal que su prosa a lo que aspira es a no concentrarse solo en el presente, para así hacer ver la existencia humana en su multiplicidad de tiempos: el pasado, el presente y el futuro, pues por ello reúne la memoria, la experiencia y la especulación. A raíz de esto, tampoco es fácil extraer de Seligson posturas ideológicas explícitas, ella que conoció y discutió en profundidad el pensamiento de Lévinas, Jankélévitch y Cioran: más que conclusiones o visiones de la vida, su lectura actualiza la experiencia, el suceder de la vida en su incertidumbre, su ambigüedad desconcertante. No es de extrañar así que la narrativa de Seligson sea asumida como una escritura densa y sofisticada, difícil o exquisita, la propia de una “autora de culto”, pues pide concentración y detenimiento a los lectores. Esos adjetivos, esas advertencias —como han señalado sus estudiosos José María Espinasa y Alejandro Toledo— dicen menos de la heterodoxia de Seligson que de la estandarizada, poco exigente medianía que hay en mucha literatura circundante. Seligson es una experiencia de lectura llevada al límite, una creación radical inasimilable por una época apresurada y ligera. Nada menos complaciente que la narrativa de Seligson; nada más abierto al viaje hacia otras más amplias y poderosas realidades.

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