Ignoradas y silenciadas
En dos libros recientes, Sandra Ferrer y Tiziana Plebani se ocupan del lugar de la mujer en la sociedad medieval y reconocen la importancia de una figura: Cristina de Pizán.
MARINA WARSCHAVER

“La mujer es un hombre incompleto”, decía Aristóteles y esa frase, que remitía indudablemente al relato bíblico pero también a toda una forma de pensar históricamente a la mujer, flagelo que ha llegado hasta nuestros días, abre como epígrafe el libro Las mujeres silenciadas de la Edad Media. Silenciadas, oprimidas, menospreciadas, ignoradas. Por eso resulta fundamental leer este libro de Sandra Ferrer en tándem con el que hace un tiempo publicó la investigadora italiana Tiziana Plebani: El canon ignorado. Si bien la historia que traza Ferrer resulta más abarcadora, porque atraviesa el lugar de la mujer en la Edad Media, acechada primero por la religión cristina y luego, desde luego, por la sociedad entera, ambos se encargan del mismo tema: el lugar de la mujer. En el de Ferrer, de manera más general pero con una explicación imprescindible de los contextos históricos, culturales y religiosos y en el de Plebani de una manera erudita, minuciosa y profunda sobre el lugar de la escritura en la mujer. Además, entre ambos libros, además del momento histórico en común también se conectan por algunos nombres propios. Es el caso de Cristina de Pizán.

Fue la más grande escritora europea del Humanismo. Había aprendido del marido, canciller del rey de Francia, a dominar a escritura cancilleresca, y compartían la redacción de actos y documentos, y tras la muerte del cónyuge supo aprovechar esa enseñanza, manteniéndose gracias a su trabajo de copista de libros de lujo para la corte. Su extraordinaria capacidad pasar de la escritura burocrática a la creación literaria, desde una escritura de oficio y de sustento económico hacia otra que encarnaba un medio expresivo. Además había heredado de su padre, Tomás de Pizán, una parte o, de acuerdo con sus propias palabras, “migajas” de su gran cultura, acumulando por tanto vastos conocimientos que le permitieron dedicarse a muchos tipos de literatura. De hecho, son varios los géneros que atravesó en su imponente y diversificada producción: desde numerosos textos poéticos de carácter lírico hasta la defensa de las acusaciones a las mujeres en el pequeño poema moral y alegórico Espistre au dieu d’amours (“Difamar a las mujeres es un vicio villano, las defiendo del hombre tanto como lo amo”), donde recuerda a los hombres que todos han nacido de mujeres. Una gran parte de su producción es, por cierto, una refinada deconstrucción de los basamentos misóginos de la tradición cultural y religiosa. Ella misma decía: “Si las mujeres hubiesen escrito los libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra forma, porque ellas saben que se las acusa en falso”.

La obra poética de Cristina de Pizán, que —recordemos— supervisaba por ella misma desde su escritura hasta su edición final, pasando por las bellas ilustraciones que las iluminaban, llegó hasta personajes ilustres como el condestable de Francia Charles d’Abret o la propia reina Isabel, a la que regaló un manuscrito dedicado.
Cristina de Pizán se había convertido en la primera escritora profesional de la historia. Sus palabras, que le habían dado consuelo en sus desdichas, habían pasado a ser también una manera de ganarse la vida. Hasta Inglaterra llegó pronto la fama de aquella viuda poetisa, cuyos versos serían en breve traducidos al inglés. Aquí una anécdota curiosa que cuenta Sandra Ferrer: Fue el conde de Salisbury quien mandó a Cristina el ofrecimiento de enviar junto a él a Juan Castel, su hijo mayor, para darle una buena educación. Y de paso, la invitaba a viajar también al otro lado del canal. Una vez más, las vicisitudes de la vida volverían a ponerla a prueba. Ricardo II de Inglaterra era destronado antes de terminar el siglo y el conde de Salisbury, hecho prisionero. El país vecino se encontraba en una situación de caos, nadie sabía cuál había sido el destino del monarca de la casa Plantagenet, ni del conde que se había hecho cargo de su amado hijo. Tras largos días de angustia, Cristina supo que su hijo Juan estaba bajo la protección del nuevo rey, Enrique iv, otro admirador de su obra poética. Cristina, a quien el monarca usurpador había invitado también a su corte, le envió uno de sus manuscritos y consiguió, al fin, recuperar a su hijo después de tres largos años de ausencia.

A decir de Plebani, con la obra de Cristina de Pizán podemos identificar el inicio de una gran corriente de escritura femenina que tomaba posición en el enfrentamiento secular entre los dos géneros y refutaba los prejuicios con determinación y calidad literaria. En este punto es clave su obra La ciudad de las damas en la que nos encontramos en presencia de la primera construcción estructurada y elaborada de un punto de vista femenino en términos de los fundamentos éticos de la vida. En el diálogo que la autora mantiene en primera persona con tres damas que representan la Razón, la Rectitud y la Justicia, se dibuja una sociedad mejor construida sobre los saberes de las mujeres, motivo que la impulsaba a sostener la necesidad de su instrucción, y basada en una genealogía femenina de santas, heroínas, poetas, científicas y reinas. Las tres damas acicateaban a Cristina: “¿por qué, muchacha estudiosa, nunca has respondido y has hecho callar el instrumento de tu intelecto, has dejado que se secara la tinta, la pluma y el trabajo de tu mano diestra, con el cual tanto has sabido deleitarte?”. Era una incitación a proseguir, dirigida a todas las mujeres, y las damas insistían: “toma tu pluma y escribe”. Cristina de Pizan, entonces, retomando la obra de Giovanni Boccaccio sobre las mujeres ilustres, corregía la ambigüedad de esta y extendía su alcance: es una reescritura de la historia y de las fuentes literarias que se destacará como modelo y fuente de legitimación para las autoras posteriores.