Pascal Quignard, al margen de la sociedad

Reciente ganador del Premio Formentor, retrato del extraordinario Pascal Quignard, un escritor errante y sin género.

RÉMY OUDGHIRI


«Soy un intelectual al que le gusta leer en su rincón.
Así era antes, así soy ahora, así seré siempre.
En ello reside toda mi dicha.»

Detengámonos un momento y observemos nuestro comportamiento. La sociedad parece oscilar entre dos postulados contradictorios. En un extremo están los que anhelan honores y títulos, y la paga, el prestigio y el estatus que los acompañan. En el otro, los que persiguen figurar lo menos posible, los que huyen de los roles. Y, entre los dos, todo el abanico de los matices humanos.
Pascal Quignard se pasó una parte de su vida actuando como un personaje social importante, hasta que comprendió que los papeles que interpretaba solo servían para encerrarlo en una prisión.
Los papeles que interpretamos nos encierran en ellos. Adoptar un modo de vida, dotarse de una personalidad, especializarse en una profesión nos permite pensar que somos «alguien». Craso error. La identidad social nos acostumbra a una comodidad que es nuestra pérdida. Un buen día, Pascal Quignard se negó a ponerse el traje de las personas decentes. Había llegado la hora de la gran evasión.
Corría el año 1994 cuando anunció su dimisión. De un golpe, Quignard renunció a todas las actividades que hacían de él un ser «social»: su sillón en el comité de lectura de Gallimard, el puesto de secretario general de esta misma editorial, el cargo de director del Concierto de las Naciones, la presidencia del Festival de la Ópera y el Teatro Barroco de Versailles… Había decidido que quería vivir en adelante en el rincón oculto del mundo. No solo se liberaba, también renunciaba para siempre a formar parte de los batallones de la sociedad. Hizo extensivo su rechazo a cualquier forma de incorporación, nombramiento, figuración, honores o estatus.


Su actitud no pilló por sorpresa a casi nadie, sus lectores la conocían por hallarse en casi todos sus libros. Era el reflejo fiel de una obra que no se dejaba etiquetar fácilmente y que ya entonces se desplegaba en un campo agreste, de contornos dispares y ritmos encontrados: agitado, sereno, impaciente, sosegado, fogoso, ligero, áspero… La conjunción de los contrarios: eso proclamaban sus libros errabundos, reacios a dejarse reducir a un género literario. Pascal Quignard fue siempre un cultivador de lo «sin género», en oposición a las categorías literarias establecidas. ¿Por qué hay que conformarse con escribir novelas? ¿Y qué necesidad hay de definir el género de los libros? Definir las novelas, como le dijo a Chantal Lapeyre-Desmaison, es liquidar lo que nos las podría hacer amables, renunciar a lo que en ellas es «hospitalario con lo no definido». Cuando empezaba a componer el ciclo Último reino, anunció que esperaba que nadie fuera capaz de distinguir en su prosa la ficción de las ideas.
Resulta que en la vida hay cosas más importantes que ponerse bajo los focos, por discretos que sean. Quien se aparta del camino trillado sabe que hay modos de vida de valor incalculable. Son los placeres y las virtudes que deparan las sombras.
Pascal Quignard prefiere vivir en la más radical de todas: «La comunicación separada y sagrada, la vida secreta, la vida intensa al margen de la sociedad, la familia, el lenguaje común». Cuando el autor de La barca silenciosa evoca esa otra vida, al margen de la vida social, parece que está describiendo un lugar paradisíaco. Esta es, a mi entender, la idea capital que anima su obra entera: que huir de las mundanidades es abrirse a la posibilidad de una vida mucho más rica y libre que aquella otra que nuestra sociedad nos presenta ad nauseam como la más deseable.
Hoy aún más que ayer, en numerosos ámbitos, mostrarse se ha convertido en una obligación. Aparecer, parecer: sinónimos de ser. La más ridícula personalidad es objeto de «seguimiento», cualquier cosa se vuelve «viral», nadie se libra del tuiteo. ¿Con qué finalidad? Para ser retuiteado a su vez por el mayor número posible de personas. No dejan de perfeccionarse los recursos tecnológicos que miden el fenómeno de la visibilidad aumentada y su eficacia. Se ha levantado una nueva jerarquía de lo visible, con sus códigos y señas, sus millonarios y marginales. Ante semejante carnaval electrónico, Pascal Quignard no se cansa de ensalzar las virtudes de todo lo opuesto: querer desaparecer, eclipsarse, borrarse, ausentarse, aspirar a la invisibilidad. Vuelve la fe dominante de sus contemporáneos como un guante y les dice: ser es desaparecer. Ser es huir. De este escritor, por lo demás, se podría decir lo que él dice de Albucio: «Era renuente a mostrarse». Sin embargo, en nuestra sociedad se ha impuesto una idea que, de entrada, resulta atractiva. A todas horas se nos dice que hay que ser «uno mismo». No hay que copiar o imitar a nadie. ¡Sean auténticos! Este mensaje se repite constantemente por radio, en las redes, los medios y las charlas de coaching. Una engañifa, dice Pascal Quignard, que advierte que debemos resistir a estos cantos de sirena y a su invitación a convertirnos en nuestro yo auténtico si queremos sentirnos bien.
Es su rechazo de estos artificios, quizás, el aspecto más revolucionario de su obra. Una obra que, en vez de decirnos que tenemos que «encontrarnos», como hacen los modernos gurús, sugiere que haríamos bien en perdernos. En contra de una sociedad que nos conmina a decidir muy temprano nuestro camino y que —habiéndolo hecho, a veces tras esfuerzos y sacrificios nada desdeñables— después nos dice que debemos «realizarnos», Pascal Quignard piensa que el secreto de una vida auténtica consiste en no aceptar nunca ser reducido a alguna «identidad». En las últimas páginas de El último reino, parece susurrar una lista de consejos. Nunca aspirar a ser «uno mismo», so pena de caer en la trampa de una sociedad que lo único que persigue es clasificarnos y ordenarnos, tras la reconfortante ilusión de un estado civil. Hay que negarse en redondo, no hace falta que formemos parte de nada. Hay que dejar de creer que existe una «vía» que nos está exclusivamente destinada. No hay que perder el tiempo tratando de ser «alguien». Quignard nada a contracorriente de las verdades de nuestro tiempo. Cuando todos compiten por obedecer el mandamiento individualista (convertirse en individuos dotados de una personalidad singular que sea posible capitalizar en el mercado de la reputación), el autor de Vida secreta propone un modelo diferente. Si fuera posible, formula el deseo de que basemos nuestra vida en la de los agentes secretos, es decir, que olvidemos nuestra identidad de origen, la que nos dio la sociedad, y sigamos el rumbo del momento bajo identidades diferentes, procurando, eso sí, no cometer el error de quedarnos atados a ninguna de ellas. O, mejor aún, renunciar a cualquier tipo de identidad. «Hacerse el interesante es tener ganas de ser reconocido. No te hagas el interesante. No te identifiques con nada», recomienda el autor de La barca silenciosa. De ese modo, al rehuir nuestra hipotética y falaz identidad social, podremos al fin disfrutar de lo que en realidad es más deleitoso en este mundo, y que siempre es desatendido, oculto, anónimo, invisible. La «no sociedad es la meta», concluye.

Pascal Quignard se dedica a llevar a la práctica este arte de la fuga. Por ejemplo, en su día a día: «Soy un hombre que dedica siete u ocho horas cada día, de madrugada y por la mañana, a esquivar cualquier forma de tráfico». Lo primero que viene a la mente es que semejante soledad es poco llevadera, que vivir así ha de ser difícil, amargo, triste, doloroso. Inhumano. En realidad, es todo lo contrario. La soledad es una de las vías que conduce a una vida feliz. Pascal Quignard lo expresa de muchas maneras. Separarse de la sociedad que nos vio nacer es motivo de alegría, como también lo es convertirse en un asocial y vagar por el mundo sin rumbo fijo. En cuanto nos zafamos del control de los discursos sociales, «la reflexión se vuelve singular, personal, sospechosa, auténtica, perseguida, difícil, desconcertante y sin la más mínima utilidad colectiva». Basta con explorar los arcanos de la «vida secreta» para no volver a caer nunca más en los engaños de lo «verbal-social». Cuando el lenguaje es devuelto a su libertad originaria, no hay vuelta atrás, porque entonces accedemos a la auténtica felicidad, la que procura el verdadero lenguaje.
¡Afortunados los que huyen! El autor de Vida secreta no disimula el placer que siente al pasar revista a los «seres más felices de todos, los solitarios»: eremitas, nómadas, «periféricos», chamanes, «centrífugos», etcétera. Pascal Quignard se siente próximo a los que han roto los vínculos con la sociedad, a los «rebeldes, frutos sin raíz ni tierra, sin reglas, sin filiación, sin reconocimiento, y con una posteridad perfectamente aleatoria». Son seres que optaron por seguir vías desconcertantes, al menos a ojos de la sociedad, pero que quizás son las más excitantes. Pascal Quignard recoge en sus libros fragmentos de esas vidas y nos los ofrece como prueba de que es posible alcanzar la felicidad en la tierra.
Vivir en soledad, a salvo de la influencia de la sociedad, es un proyecto ambicioso, y no es fácil dar con un lugar propicio para llevarlo a cabo. Huir también es buscar un espacio donde guarecerse fuera del alcance de todos. Es la misma preocupación que tuvo Petrarca, y que el poeta resolvió con su retiro en Vaucluse, como también explica la guarida de Rousseau en los bosques de Montmorency. Buscar un escondite, un lugar apartado donde solo se oiga el lejano murmullo del agua. Ese lugar existe, es la casa donde Pascal Quignard escribe El último reino: «Un mundo donde la única música sea el ruido del agua y de las barcas cautelosas de pescadores que echan anclas muy lentamente antes de lanzar sus redes en la bruma que se desliza sobre las aguas grises.»
Ese lugar es el «rincón» del mundo ansiado con tanto fervor por Pascal Quignard. Un lugar lleno de rincones donde leer, donde se puede permanecer mucho tiempo sin hablar y en la sombra. Es un lugar sin cobertura, «desconectado», donde al correo electrónico se prefieren las cartas, más seguras, menos expuestas a la vigilancia electrónica. Sobre todo, un lugar donde bastan pocos días para acabar no sabiendo dónde se está. Un lugar fuera del espacio y el tiempo. Vivir en él es otra manera de perderse, no solo por no saber dónde estamos, sino porque en él tampoco sabemos quiénes somos. Huir del mundo hace que perdamos contacto con la persona que fuimos.
Pero esta manera de borrarse también lo es de tomar o retomar contacto con un mundo más inmediato, más puro y originario. El mejor momento es de noche, pocas horas antes de que amanezca. La oscuridad obliga a la paciencia. La misma que cultiva Pascal Quignard delante del río Yonne, sobre las cuatro de la madrugada. Hasta que llega un momento en que se tiene la impresión de estar en un «antes»: un «ante-tiempo» o «ante-mundo». El mundo de antes de nacer. Eso es lo que esperamos en la oscuridad, la llegada de ese momento casi mágico, del don que nos hace el tiempo. Permanecer despierto al amanecer es experimentar el surtidor incesante del tiempo y, con él, presenciar el nacimiento del mundo.


Pascal Quignard se entrega en su aislamiento a una de sus actividades favoritas: la lectura. Lejos de todo, tiene tiempo para abismarse en los libros. Leer es otra manera de apartarse del mundo. Para dedicarse a leer, hay que alejarse de la familia, los amigos, del grupo social al que se pertenece, incluso de la época en la que vivimos. Los libros están reñidos con los «hábitos colectivos», escribe Quignard. Son vehículos con los que viajar fuera del tiempo, con los que evadirse. El autor de Vida secreta insiste en ello en todos sus escritos. Leer es una forma de espera que no aspira a concluir, una errancia. La lectura es una deriva. Leer es, cada vez, «volver a armar el rompecabezas». Sumirse en la lectura es desnudarse, reinventarse y surgir de nuevo, como si acabáramos de nacer. Al menos, nos ofrece esa posibilidad. Puede parecer extraña la idea de que la lectura frecuente, ávida e insaciable sea una manera de desnudarse. ¿Cómo pensar que esos millares de signos tipográficos puedan producir más que abundancia? ¿Y cómo podrían producir, en su demasía, otra cosa que una indigestión?
Lo que sucede es que la lectura es un aprendizaje incesante. Al leer se aprende más de lo que sabemos, y en ese aprendizaje reside el gozo del lector. El lector no es un sabio o un erudito; ser sabio también es desempeñar un papel. El lector no acumula, no capitaliza, no busca optimizar su saber; su deleite es vagar en medio de la dispersión infinita de los libros. Mientras que la mayoría concibe los estudios como una preparación a la vida adulta, para Pascal Quignard son la condición indispensable de una verdadera vida. Él es alguien que no ha dejado nunca de estudiar. Hasta cierto punto, nunca ha dejado los bancos de la escuela y la universidad, es un eterno estudiante, que prefiere aprender a saber. Porque lo cierto es que no se llega nunca a saber nada realmente. Solo podemos deambular, libres y alegres, por el desbordante universo del saber.
En La barca silenciosa, Pascal Quignard evoca a Roland Barthes, que, al final de su vida, sostenía que «la vida independiente se iba a convertir en un verdadero desafío en las sociedades democráticas». Y lo cita: «Lo único que un poder no tolera nunca es la impugnación por la retirada. Esto solo se puede vivir a través de conductas clandestinas. A través de engaños. Se puede enfrentar a un poder atacándolo. La retirada es mucho menos asimilable por parte de una sociedad».
En otras palabras, los fugitivos dan miedo. Son seres «clandestinos» que es imposible integrar. Sus defectos son incontables: no se someten a ningún control, no se dejan meter en fichas, no dicen lo que sienten, no los conocen las policías secretas, no se dejan ver, etcétera. De solitarios huidizos, ¿no estaremos convirtiéndolos en solitarios indeseables? Y, sin embargo, lo que realmente buscan los solitarios es algo tan simple como poder respirar. Pero resulta que la orden de la sociedad a sus miembros es: «¡Que no se oiga respirar!». Cuando Pascal Quignard aboga por retirarse del mundo, está defendiendo sobre todo la vuelta a un aire más sano. ¿Cómo reprochárselo? Quizá uno de los muchos mensajes de una obra como la suya sea la intuición de que la salud individual y la colectiva han dejado de avanzar de la mano, son dos higienes de vida que se oponen. La primera se ocupa de lo interior, lo secreto, lo oculto, lo profundo; la segunda es extrovertida, en busca permanente de publicidad y de espacios donde lucirse en la sociedad del espectáculo. En estas condiciones, la huida se convierte en una lucha. Por eso no causa sorpresa que el narrador de Todas las mañanas del mundo adopte de pronto un tono militante, como en este fragmento: «Osos, alondras, mujeres, homosexuales, enfermos, mendigos, vagabundos, músicos, pintores, escritores, santos: procuren no llamar la atención de los poderes públicos. No esperen derechos de los tribunales ni sentido del Estado.» Es una llamada a la insumisión, a salir huyendo a los bosques. El narrador de Las sombras errantes nombra los muchos rostros de esta rebelión: «La soledad, la suerte, la indocilidad, el peligro de muerte, la desintoxicación, la lucidez, el silencio, lo extraviado, la desnudez, la anacoresis, el exceso, el don, la inmediación, la angustia, la excitación…». ¡Menudo programa! Pero, entonces, ¿cómo es posible que haya tan pocos fugitivos en nuestras filas? ¿Por qué casi nadie se atreve a pasar al acto? ¿Cómo explicar nuestra pasividad ante una tendencia tan dañina para nuestro equilibrio personal? ¿Por qué hay tan pocos insumisos? Es el último enigma que resuena entre la plétora de preciosas observaciones de El último reino, la pregunta que Pascal Quignard dirige a su lector, su imposible lector. A nuestra época.

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