El gnosticismo extraviado

A propósito del reciente libro de Agustín Conde de Boeck

Facundo Milman


En 1566 se publica por primera vez Las charlas de sobremesa de Martin Lutero. En ellas, Lutero sostiene a su dios, a Cristo, como un ser dual; Cristo, decía, era divino y satánico. Esta apreciación es propia no solo de la gnosis, sino también del gnosticismo que fue parte de la Iglesia y de las sectas paganas. El gnosticismo plantea la dualidad sagrada: la divinidad bondadosa del dios creador, del Dios del Antiguo Testamento, y la maldad del demiurgo, un dios extremadamente celoso. La pregunta que nos hacemos es, ¿cómo pensar un gnosticismo ficcionalizado? ¿Cómo es posible escribir sobre la Gnosis, el conocimiento para almas selectas, en una novela contemporánea? ¿Cómo atraviesa el conocimiento secreto de las viejas doctrinas del alma de Medio Oriente en una novela narrada en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires? Cabe hacerse la pregunta porque el reciente libro de Agustín Conde de Boeck, Nigredo, publicado por Editorial Nudista, tiene elementos de dicha doctrina. Entonces proponemos recorrer el libro de Boeck a través de algunos pasajes y claves para pensar la vieja religión en su humus tradicional.

Por empezar, Nigredo no parte de un lugar beneficioso, no participa del chantaje del presente –para apelar al título más reciente de Maximiliano Crespi también editado por Nudista–, sino de la mierda. Si, como dice Crespi en Un poco demasiado, la primera persona del singular es la que hace hablar a los idiotas, Nigredo se posiciona en las antípodas. Porque, por un lado, su lugar de enunciación está constituido sobre una clase caída en desgracia que no encuentra el ascenso social y, por otro lado, porque no ubica al lector en un callejón sin salida; el narrador de Nigredo no superpone el lugar del enunciado por el lugar de la enunciación. De hecho, si pensamos en Epifanio Bozzolo, el protagonista, hace una serie de declaraciones del lugar en donde se encuentra. Epifanio habla del demiurgo, un dios incompleto que nació del Dios del Antiguo Testamento, que inserta el Mal dentro de la humanidad; Dios crea la plenitud y el dios incompleto crea lo abyecto. Ocurre que el gnosticismo, como sistema filosófico-religioso, es dual: crea al Bien y al Mal, postula a un Dios todopoderoso y un dios inferior, carga al ser humano de maldad a través del cuerpo y su alma la llena de bondad. Porque todo reposa en un aspecto, la materia entendida como la negatividad inacabada de la existencia y la metafísica como la salvación. La escritura de Agustín Conde de Boeck tiene mucho de esto ya que el protagonista se declara un metafísico. Bozzolo está en la mierda, se encuentra hundido en el peor de los males, pero tiene el poder de la metafísica y ocupa un lugar privilegiado porque ese elemento es lo único que lo puede salvar. La salvación no es una palabra adrede, es el término que viene a designar la elección del Dios todopoderoso de reparar el mundo; salvarse aquí quiere decir que reordenar el mundo.

Sin embargo, dijimos que Bozzolo nace en la mierda, es a partir de la mierda, y parece recordarnos a un viejo dictum: inter faeces et urinam nascimur (“nacemos entre heces y orina”). El protagonista, al nacer del lugar despojado de derechos y privilegios, está obligado a caer como un místico nihilista. Porque en el momento que se hace conocedor de la doctrina secreta que le enseña Buitrago, su maestro y tutor, se ve obligado a errar a través de los confines del mundo como un nihilista sin sentido y entregarse al absurdo. El problema es que el aprendiz eterno de Epifanio no solo desciende al abismo en el que nace la libertad de lo vivo, sino que también niega los valores y las leyes de la vida para pisotearlos y profanarlos. La abolición de todas estas leyes y valores es la visión de la propia redención, en otras palabras, la redención se obtiene bajo la fórmula de la maldad por la maldad (maldad con la que nació y fue arrojado hacia ella por maldad que hace para producir un sentido). Aun así, la maldad no encuentra otra expresión que la de los rituales y pone en evidencia dos elementos: lo destructivo y, por ende, la negatividad de la vida. Pero dicha tarea acaba cuando a Epifanio Bozzolo le es entregada una misión, la de extraer el elixir de la vida. En ese sentido, Epifanio tiene el objetivo de salvar a su hermana. Él caminó por lo residual, transitó un recorrido lleno de dolor, pero puede modificarlo ya que es conocedor de un obscuro secreto; él que fue despreciado por su padre, que fue despreciado por su maestro y que dios lo rechazó, tiene la tarea de rescatar a su hermana.

No obstante, ya que mencionamos al maestro y al padre, cabe hablar sobre su pelea en la que se matan. Porque si antes hablábamos de maldad, acá podríamos volver a la palabra satanismo. Maestro y padre, padre y maestro, se enfrentan a muerte; ellos se baten a duelo y el resultado es la muerte. La perplejidad de Bozzolo y su respuesta, que empieza a formular a sus vecinas, expone una realidad: el acoso, el merodeo y, sobre todo, la marginalidad de la vida –que se vive como la muerte que vibra. En efecto, la respuesta que da es tanática. Porque mientras las vecinas succionan las angustias ajenas para tener algo de que vivir, Epifanio Bozzolo retorna la llegada de Jesucristo. Jesús, dice, va a venir vestido como “mago andrajoso” o “anciano asilvestrado”. Interesante observación porque, por un lado, al Mesías siempre se lo representa como el Salvador –el ungido– y aquí podría ser la solución de su vida junto a la de su hermana y, por otro lado, es una apreciación similar a la del Mesías kafkiano (que emerge de la tradición judía). ¿No es, acaso, el Mesías quien arregla todo? Porque ¿quién recompone la vida? ¿Quién deja en paz a todo el mundo para transitar hacia un nuevo eón? En Kafka y en Nigredo, el Mesías no solo va a llegar tarde y va a arreglar lo último, sino que también va a vestir como un zaparrastroso. Porque este tiempo mesiánico no está impregnado de plenitud, sino de pesares. No es el Mesías ben David, el Mesías que desciende de la casa de David y está escrito que va a arreglar el Todo, sino el Mesías ben Iosef es quien acarrea desgracias y malestares, los mismos malestares de la cultura que ya advertía Sigmund Freud. El Mesías ben Iosef es un salvador que no salva nada, un moribundo que se hunde entre los poderes terrenales; él lucha y pierde, pero no padece. Por lo tanto, el Mesías ben Iosef es el Mesías del que habla el protagonista de Nigredo: quien se hunde en la tierra, quien se siente extraviado, quien va a llegar tarde, quien no va a salvar a nadie, quien concentra los rasgos catastróficos de la historia.
No obstante, ya que mencionamos al maestro y al padre, cabe hablar sobre su pelea en la que se matan. Porque si antes hablábamos de maldad, acá podríamos volver a la palabra satanismo. Maestro y padre, padre y maestro, se enfrentan a muerte; ellos se baten a duelo y el resultado es la muerte. La perplejidad de Bozzolo y su respuesta, que empieza a formular a sus vecinas, expone una realidad: el acoso, el merodeo y, sobre todo, la marginalidad de la vida –que se vive como la muerte que vibra. En efecto, la respuesta que da es tanática. Porque mientras las vecinas succionan las angustias ajenas para tener algo de que vivir, Epifanio Bozzolo retorna la llegada de Jesucristo. Jesús, dice, va a venir vestido como “mago andrajoso” o “anciano asilvestrado”. Interesante observación porque, por un lado, al Mesías siempre se lo representa como el Salvador –el ungido– y aquí podría ser la solución de su vida junto a la de su hermana y, por otro lado, es una apreciación similar a la del Mesías kafkiano -que emerge de la tradición judía. ¿No es, acaso, el Mesías quien arregla todo? Porque ¿quién recompone la vida? ¿Quién deja en paz a todo el mundo para transitar hacia un nuevo eón? En Kafka y en Nigredo, el Mesías no solo va a llegar tarde y va a arreglar lo último, sino que también va a vestir como un zaparrastroso. Porque este tiempo mesiánico no está impregnado de plenitud, sino de pesares. No es el Mesías ben David, el Mesías que desciende de la casa de David y está escrito que va a arreglar el Todo, sino el Mesías ben Iosef es quien acarrea desgracias y malestares, los mismos malestares de la cultura que ya advertía Sigmund Freud. El Mesías ben Iosef es un salvador que no salva nada, un moribundo que se hunde entre los poderes terrenales; él lucha y pierde, pero no padece. Por lo tanto, el Mesías ben Iosef es el Mesías del que habla el protagonista de Nigredo: quien se hunde en la tierra, quien se siente extraviado, quien va a llegar tarde, quien no va a salvar a nadie, quien concentra los rasgos catastróficos de la historia.

De una vez y por todas, pudimos identificar algunos rasgos gnósticos y mesiánicos de la novela de Agustín Conde de Boeck, que halla un lugar de inscripción en la literatura argentina. Si Conde de Boeck pudo y puede escribir una ficción que dramatiza el lugar marginal donde se inmiscuye la gnosis junto a la magia, entonces significa que todavía podemos hacer algo en torno a la nueva ficción argentina. Porque, como sabían los viejos místicos, si el sentimiento de que el mundo esconde un misterio desaparece alguna vez de la humanidad, todo habrá acabado. Pero no creo que lleguemos a tanto. En particular, el caso de la ficción argentina probablemente sea similar ya que hay nuevos escritores, y este es el caso de Agustín Conde de Boeck con su novela, que producen nuevos libros. Pero, como dicen los psicoanalistas, la esperanza es lo primero que se pierde. Si empezamos esta lectura con Crespi, la cerramos también con él: el problema no está en el sujeto, está siempre en el lenguaje; ese es el malestar de la cultura, aquella en la que masacramos y por la cual vivimos de los muertos, la metamorfosis del goce de la escritura por el goce del Yo.