Cartas sobre la mesa del destino
Un encuentro con Alejandro Jodorowsky en París nos lleva a una reinvindicación del tarot para la creación artística como lo hace Jessa Crispin en su libro El tarot creativo.
MARINA WARSCHAVER

Estaba en la esquina de la avenida Daumesnil de París y decidí entrar al café Le Temeraire: las sillas rojas y la oscuridad de su salón me atraían y más me atraía una presencia. Me acuerdo de esa noche fría, y también me acuerdo de haberlo visto sentado, a lo lejos, en una mesa junto a la ventana. Nunca había visto personalmente a Alejandro Jodorowsky pero había visto sus películas y El topo me había inquietado bastante. Sabía que en ese lugar el maestro del pánico leía el Tarot. Me acerqué a intentar hablar con él pero enseguida me detuvo y con una seña dijo que prefería no hablar, que debía escuchar el destino de las cartas. Después supe que, según él, la psicomagia no era un invento creado por su cabeza sino que había surgido a partir de sus películas, de sus libros pero también se había manifestado por los libros que había leído: por El contracielo de René Daumal, por Dogma y ritual de la alta magia de Éliphas Levi; por el ballet expresionista La mesa verde, de Kurt Loos. Eso estaba atravesado por el Manifiesto de los surrealistas, “Dejar lo seguro por lo incierto”, el Manifiesto futurista “La poesía es un acto”; las teorías de Antonin Artaud acerca de sacar el teatro del teatro, algunas películas de Buñuel, la exploración de los sueños lúcidos, el encuentro con una curandera y, por último, el psicoanálisis que hizo con Erich Fromm.
El cerebro, en definitiva, es el objeto más complejo del universo.
En ese proceso, el psicomago entendió que, aunque nos parezca que hemos logrado vivir con equilibrio y seguridad, el territorio que hemos conquistado y que sentimos inalterable pertenece a un mundo en continuo cambio y expansión. Algo incierto nos rodea. No vivimos encerrados en una casa, en una calle, en una ciudad, en un país: evolucionamos sobre un planeta que participa en una danza cósmica. La tierra se mueve alrededor del sol, la galaxia se expande hasta los confines de un universo aún más complejo y vasto que a su vez gira alrededor de otro, formando un pluriverso. En esta inconmensurable danza cósmica, todo va naciendo, muriendo, transformándose. ¿Entonces cómo podríamos definirnos? A medida que el individuo desarrolla su conciencia, los vínculos entre sus neuronas cerebrales se multiplican. Si aceptando la unidad de la materia comprendemos que todo está relacionado, y que el universo es una totalidad donde nada actúa por separado, podemos concebir que esa misteriosa energía que une las neuronas también es capaz de unir cerebros. El cerebro, en definitiva, es el objeto más complejo del universo. A estas uniones colectivas Jodorowsky las llama egregores (del griego egrégoroi, que significa “vigilante”, un concepto espiritual que hace referencia a la posibilidad de la manifestación de un efecto causado por el pensamiento colectivo). El mago y poeta ocultista francés Eliphas Lévi definía a estos egregores como “espíritus de energía y acción, príncipes de las almas”. Así tendríamos un egregor familiar, un egregor nacional (simbolizado por animales) y un egregor planetario producido por la humanidad entera.

Los seis tratados que componen Historia y magia natural o ciencia de la filosofía oculta dan cuenta un poco de esto: revela los más profundos misterios del universo visible: tanto de los animales como de la tierra y todo lo que hay en ella. El individuo es efímero, la raza humana puede ser inmortal. Para pasar del uno mismo al nosotros mismos y participar en el proyecto cósmico, un universo en evolución donde cada átomo será espíritu, lo lograremos desprendiéndonos de las amarras mentales para que nada subjetivo nos separe de la energía creadora. Dejando de “pertenecer”, de “identificarnos”, de “definirnos”, llegaremos a la unión. Somos un cáliz que contiene ideas, pero no somos esas ideas, como tampoco somos nuestros sentimientos ni nuestros deseos. La idea entonces sería que esos pensamientos–sentimientos–deseos, inculcados por nuestra familia, nuestra sociedad y nuestra cultura, se tomen como la materia prima y someterlos a un proceso de constante mutación, proceso en el que debemos morir y volver a nacer, transfigurados, ya no siendo un cuerpo que encierra a un espíritu, sino un espíritu que navega de cuerpo en cuerpo hasta los confines de la creación. Así, Jodorowsky propone no definirnos como jóvenes o viejos, mujeres u hombres. Que no haya ningún diploma, ningún uniforme, ningún nombre ni ninguna nacionalidad que limite nuestro acontecer impersonal; debajo de una máscara individual gozaremos de la paz del anonimato, no tendremos barreras entre lo humano y lo divino, conoceremos todo el Universo, viviremos tantos años como vive el Universo, nos convertiremos en la Conciencia del Universo, para crear de manera eterna. La realización del individuo es imposible si no tiene una meta que englobe a toda la raza humana.

En El tarot creativo, Jessa Crispin va más allá en la búsqueda por profundizar en el autoconocimiento y defiende que la baraja de tarot sirve también como herramienta de exploración aplicada al proceso creativo. “Cada carta ofrece una interpretación minuciosa y orientación específicamente relacionadas con la creatividad”, sostiene. El tarot según Crispin también puede ser una fuente de inspiración que logra hacerte “superar bloqueos, te ayuda a gestionar el tiempo, concentrarte en los asuntos más urgentes e incluso avisarte cuando ya has terminado”. Como escribe Crispin —que acompaña las interpretaciones de cada carta con recomendaciones de lecturas, canciones, películas y obras de arte—, “todo depende de cómo lo uses”. El libro se propone como una fuente de inspiración y por eso incluye anécdotas de creadores a lo largo de la historia para mostrar cómo otros pudieron superar obstáculos, así como recomendaciones de obras de arte que estudiar, libros que leer, música que escuchar, películas que ver, etcétera. Los griegos dice Crispin creían que la genialidad no formaba parte de nosotros, sino que era una visita divina. “Como artistas y escritores, nuestra función era convertirnos en el mejor recipiente para ese genio. En parte, eso implica estar aprendiendo, mejorando, expandiéndose y experimentando constantemente.”

Sabemos que no hay que confundir las cosas con las palabras que las nombran. El psicólogo y lingüista estadounidense de origen polaco Alfred Korzybsky, creador de la semántica no-aristotélica, señaló que “la palabra perro no muerde” y “El mapa no es el territorio”. Las palabras, entonces, no siendo la realidad sino un espejo limitado de ella, no deben ser confundidas con la Verdad, que es inefable y, por su infinita complejidad, para algunos impensable. Los nombres, las definiciones y los mapas son sólo guías, aproximaciones. Esta impotencia que tiene el lenguaje articulado de ser una reproducción exacta de la vida, de manera consciente o inconsciente, nos afecta, sembrando dudas y angustias. Quien más quien menos se da cuenta de que la verdad es relativa y de que lo real se oculta bajo incontables etiquetas. En cierta modo, a todos nos muerde la palabra perro y todos habitamos en mapas, nunca en territorios verdaderos. La televisión y los otros medios de comunicación, en manos de intereses económicos y políticos, adulteran los acontecimientos. Una cosa es buscar la imposible verdad, otra es buscar la autenticidad. La única manera de encontrarla es despertando en nosotros la belleza esencial. Los alquimistas medievales llamaron a la belleza «El resplandor de la Verdad». La mayor parte de las enfermedades que nos aquejan proceden de una falta de Conciencia. No hay ninguna diferencia entre la Conciencia y la Belleza. Para sobrevivir en un mundo que voluntariamente mantiene a sus ciudadanos en un nivel infantil, es necesario introducir la belleza en nuestro lenguaje, la cual repercutirá en nuestros sentimientos, deseos y acciones cotidianas. El mejor medio para hacer esto es practicar la poesía. No se trata de publicarla en libros y aspirar a aplausos y premios, sino de escribirla en secreto. Cuenta el psicomago que en China, desde mucho antes de que surgiera el budismo, los ciudadanos acostumbraban escribir un poema antes de morir. En el siglo V, un condenado a muerte escribió: “Cuando el filo desnudo se acerque a mi cabeza será como decapitar viento de primavera”. Aquella noche en París, después de ver mis cartas, lo que Jodorowsky me propuso hacer, durante un año, fue escribir cada noche un poema. No de cualquier modo. Debía ser una especie de ceremonia. Primero tendría que encender una varilla de incienso (siempre del mismo aroma), escuchar una música inspiradora (siempre la misma), usar siempre el mismo cuaderno y el mismo lápiz, perfumarme la planta de los pies y la palma de las manos con la misma esencia y, desnuda, encerrarme en una habitación sin compañía de nadie más, apagar la luz, iluminar la hoja con una vela de cera e imaginar el último segundo de mi vida. Y en ese contexto escribir el sentimiento más sublime que se me ocurra. De esta manera aprendiendo cada noche a morir con delicadeza, renaceré al día siguiente para introducir la belleza en mi vida.