Un auténtico pulp

Una historia de narcos con elementos del policial negro, los libros de bolsillo y la novela rosa.

Mariano Granizo


La editorial Revólver maneja una estética pulp desde la misma tapa de sus libros. En Pistoleros, de Paula Castiglioni, el dibujo de una femme fatale recostada sobre rosas y con un fondo de llamas en colores estridentes da una idea de lo que uno se va a encontrar dentro: una de gangsters de los 50 actualizada que pasa del haird boiled más duro a las escenas clásicas de Corín Tellado, con una lengua y territorios que nos resultan familiares, cercanos y extremadamente reales. Pistoleros es eso: una novela en lengua argentina que no abusa de la jerga y los modismos de clase, optando por un narrador omnisciente que todo lo ve y que salta de un lugar a otro para darnos, en cuentagotas, la información que necesitamos, porque la dosis correcta, en esta historia, es lo más importante. Castiglioni, guionista entre otras cosas de programas policiales entiende y maneja a la perfección los modos de mantener cautivo e interesado al lector, sin que sienta que se trata de una historia más de delincuencia, que en definitiva es lo que es y punto. Pero claro, este tipo de historias nunca son sólo eso.

La novela es un testimonio narrado de manera fría y veloz, como si el horror fuera tan remanido que ni al narrador golpeara. Se trata de la narración de lo ya conocido, de lo visto una y mil veces, aunque sin asirlo por completo, del único modo honesto en que puede hacerse cuando se habla de algo de lo que no se forma parte, cuando se narra lo marginal desde la marginalidad respecto a lo marginal mismo, ese escribir sobre lo que le ocurre a otro y que a mí (narrador o lector) sólo me toca como víctima de sus alcances. La historia que cuenta Castiglioni es simple pero, con habilidad, encuentra la forma de poder narrarla desde una perspectiva diferente asumiendo una mixtura no tan utilizada en la novela negra o criminal, que no es otra cosa que asumir aquello que se narra como un horror real: Anita Biansky llega a los diez años a un prostíbulo de Buenos Aires vendida por su propia madre; Anita pasa de leer sobre los monstruos en los cuentos infantiles de Andersen, Perrault y los Grimm a enfrentarse y sentir en su propio cuerpo los reales, los que también caminan a nuestro alrededor. El registro del horror pasa a la novela negra, como es lógico si uno piensa en su joven protagonista. A los quince, la policía revienta el prostíbulo y Anita sale del horror, aunque tratándose de una historia de trata y narcos en la villa es difícil creer que lo haya logrado. A los veinte sigue formando parte de ese horror, aunque como mujer de un capo, es decir, una obrera de ese sistema de horror en que se mueve como pez en el agua, perro en la villa, soldadito en los pasillos.
 Si la ficción, con los cuentos clásicos infantiles y ese horror intrínseco que traen consigo, marca la pauta inicial en la que Anita se moverá (y por lo tanto la historia misma), las películas que verá en la casa refugio para víctimas de trata le aportarán una aspiración que va más allá de vivir a salvo: ahí, en los VHS que alguien donó, encontró el paraíso perdido, su tierra prometida, conoció a las “divas de antes, divas de verdad” y las convierte en su objetivo de deseo, aunque todo deba adaptarse a la realidad y la época en que se vive. Anita ahora, en el tiempo presente de la historia, con sus veinte años es la mujercita del líder de una organización criminal. Su novio, así como le ocurre a Michael Corleone en El Padrino, deberá cumplir con el mandato de la sangre, con lo que se espera de él en un negocio familiar: hacerse cargo de su destino (tal cual le ocurre al resto de los personajes delineados por Castiglioni).
Frialdad, distancia y velocidad para narrar los recuerdos (tanto los desagradables, esos que dan la pauta de que ahora se está bien, como los buenos, aquellos que ayudan a superar el horror actual), los hechos presentes, la violencia, el amor, el sexo, los negocios, todo a una velocidad imparable que sabemos nos llevará hacia algún lado. A pura velocidad, pero con los detalles que permiten que lo narrado vaya quedándose en nuestro recuerdo y cambios de foco para pasar de la protagonista, heroína típica del cine de los 50, al chofer y custodio, o a la Barbie, capo narco, en apenas tres líneas; de ahí al Bambi, mano derecha de este, a la amante del Bambi, y a otro, y a otro. Así es como Castiglioni consigue narrar cada aspecto de la dinámica de esas vidas inmersas en la violencia. Porque en ese estado paralelo que funciona en los sectores más desfavorecidos, aquellos donde el mercado legal ya no ve consumidores, pululan decenas de personajes en quienes Castiglioni podría hacer foco. Esta novela tiene excesos, pero no van por ese lado.


Castiglioni no fetichiza lo marginal porque no puede, se mantiene alejada gracias a la ayuda de las reglas del policial negro, la novela rosa o las novelas de bolsillo de Bruguera; no cae en sociología barata porque pone en juego forma y género para que hagan lo suyo, quedando así cualquier opinión que pueda considerarse como moralizante sólo como un elemento más de la narración perteneciente a cualquiera de los tres géneros antes nombrados. Bien dice sobre Anita: “ya sabe lo que pasa cuando se sale del guión”. No se enamora de las escenas que construye, sabe que forman parte de una estructura mayor, no se va por las ramas, podría, pero no lo hace, podría ser una tira digna del prime time de cualquier canal de aire, pero se mantiene en su centro. Un submundo típico de las novelas de Ted Lewis, aunque actualizado, acercado a nosotros en tiempo, espacio y forma. En la literatura de género los elementos que la constituyen no suelen variar demasiado, existe un catálogo del cual se echa mano para desarrollar una historia (amante, dinero, drogas, violencia, venganza, traición, paranoia, etc.) y es en las variables de ubicación espacio temporal que se consigue lo que distingue a una historia de otra. Sólo la historia de los personajes hace tal distinción, y esa misma historia que los constituye hace a los personajes llevar más lejos el trabajo que hacen (en el sistema del policial todos los trabajos son asumidos como tales, “Yo no vivo inmerso en esa mierda, amigo. El laburo es laburo. Nada más”, tanto los que sirven de pantalla como aquellos que se relacionan directamente con la violencia), que lo sostengan más allá de una simple acción por dinero a una actividad que los condiciona y determina a traicionar o no, a callar o no, a matar o no.

En Pistoleros, el oficio de la droga puede ser momentáneo o definitivo, todo depende de qué tan adentro del sistema de trabajo se encuentren o de la suerte de cada trabajador. Todo será mientras el cuerpo aguante para pelear, tener sexo o bancar la parada desde el lugar que toque y según lo que cada personaje tenga para ofrecer. Luego, como en cualquier trabajo, la jubilación, pasar a cuarteles de invierno o la muerte. Como obreros del horror que son, cada uno de los personajes construye una parte de la trama de terror en la que viven, sin uno de ellos la trama se hace imposible, se cae (tanto en la ficción como en la realidad), pero por cada uno que cae hay cientos esperando la oportunidad de ocupar su lugar: transas, soldados, espías, conductores, guardias, policías, médicos, amantes, contactos varios en todos los oficios y profesiones, etc. Así funciona el policial, y es por eso que se pueden seguir escribiendo con el simple cambio de personajes a los que se les aplica variables de época y espacio. El policial se reactualiza porque se contextualiza en cada nueva historia que se escribe. Pero no alcanza con contextualizar lo narrado, y Castiglioni lo sabe. La fábula en el policial, los acontecimientos que se narran, son simples y no difieren de otras tantas historias. De hecho, con algunos cambios o ajustes podríamos tener, en vez de Pistoleros, una de Ted Lewis, por ejemplo, No solo morir. Es el trabajo con la forma lo que hace mucho más interesante la novela de Castiglioni; una narración pendular entre el hardboiled propio de las novelas de bolsillo de Bruguera (muchos disparos, ametralladoras, sexo como moneda de cambio, pedofilia) y el melodrama de la novela rosa o la colección Corín Tellado. Los diversos elementos constitutivos del texto son tratados mediante la añoranza y la melancolía (los personajes recuperan los momentos gratos del pasado a través del tango y la ópera alemana), el melodrama o el punk más virulento. Castiglioni hace que la novela se maneje entre esos dos registros tan opuestos (el de los disparos y el de las caricias, el de las violaciones y el de las miradas, el del sadismo absoluto y el amor casi adolescente) llevando el péndulo de la narración casi hasta el límite, lo excesivo como marca distintiva de los consumos culturales de la época (una época excesivamente autorreferencial, militante, complaciente, intelectualizada, etc.), sólo que lleva la narración a excesos absolutos en una misma novela, excesos que distintos lectores buscarían en distintos textos: “Su mirada lánguida, su voz suave, como si tuviera miedo de hablar. Y ese cuerpo frágil, que temblaba con las caricias intensas que protegían su virtud”; “agarra a la nena de las trenzas y la apunta. La chiquita está tan asustada que ni llora. Sus padres palidecen. ‘A ver si ahora nos entendemos’, le dice”. Castiglioni sabe que, de haber escrito una ficción moderada, de haberse cuidado de los excesos, sólo quedaría la fábula, una ficción que bien podría estar en el prime time de los canales de aire. Trabajar con los excesos le permite tener un héroe de película, víctimas y victimarios, personajes sin grises, inclinados hacia lo que se conoce como el bien o hacia lo que se conoce como el mal, pero este maniqueísmo es posible gracias al buen manejo de las dosis justas de hardboiled y de novela rosa, de melodrama y policial, de los discursos narrativos incorporados a los consumos culturales diarios: el lector los busca, los espera, los desea, y en Castiglioni los encuentra, dosificados hábilmente para que no resulten una ficción de Suar. Castiglioni conoce el mecanismo de la circulación de la información por su oficio, y de lo que interesa saber y qué no, qué golpea y qué pasa sin pena ni gloria. Pistoleros es la novela de una protagonista educada por el universo Mirtha Legrand que va del tango al bolero para evitar el punk de la calle.