Los amos del universo
Durante dos años, Joris Luyendijk entrevistó a ejecutivos, banqueros, secretarias y agentes de bolsa para escribir Entre tiburones, un retrato descarnado del mundo de las finanzas.
JORIS LUYENDIJK

«Hacer un negocio importante es como emprender un viaje: uno desarrolla una suerte de camaradería con los clientes y los colegas de otros bancos que están interesados en que el proyecto florezca… Empiezas con tu equipo delante del cliente: todos bien vestidos presentan la iniciativa de manera muy profesional. Luego vienen las negociaciones, el estrés, los viajes, las reuniones hasta altas horas de la noche, el momento en que decides volver a fumar… Meses más tarde todos se pasan veinticuatro horas reunidos en una habitación: oliendo a sudor y con la camisa abierta te enfrentas a los abogados en las inevitables negociaciones de última hora, que no parecen acabar nunca… Y por fin llega el momento de la firma. Es un proceso brutal y sucio, algo muy masculino, si lo quieres poner así. Y luego quedan las historietas de guerra: ¿recuerdas cuando el cliente dijo esto y tú dijiste esto otro?»
Quien así hablaba era un antiguo director ejecutivo que me estaba explicando cómo era el proceso de sacar una nueva empresa a bolsa. Hasta que tuvo una depresión y lo dejó, él había sido uno de esos típicos «amos del universo» bancarios. Para mi sorpresa, este tipo de banquero parecía sentirse muy feliz con el apodo, aunque Tom Wolfe había acuñado la expresión en los años ochenta (en su novela La hoguera de las vanidades) para satirizar la arrogancia de los jóvenes ambiciosos que ganaban millones de dólares en Wall Street. Muchos amos del universo no parecían saber de dónde viene el término ni parecía importarles la literatura o la ironía.

Ahora bien, cada vez que explicaban cómo era su trabajo no podía evitar una sensación de afinidad, casi de parentesco. Al menos inicialmente. «Hacer un negocio es como marcar un gol —dijo el que había sido director ejecutivo— o lo que para los periodistas puede ser conseguir una exclusiva.» Había gente que hablaba con toda seriedad de experimentar algo parecido a un «orgasmo» o un «subidón» después de cerrar un trato: «Entrar en el banco cuando sabes que todo el mundo ha recibido un mensaje donde se te felicita por lo bien que lo has hecho es algo fabuloso. La gente te para por los pasillos y te envía notas. Te sientes como si estuvieras en la cima del mundo». Eso, debo admitirlo, describe muy bien lo que experimenté el día en que salí por primera vez en la portada del Guardian. El orgullo y la euforia que sentí fueron intensos; colegas que hasta ese momento me habían ignorado de pronto recordaban quién era yo.
Si los neutrales hablaban de lo que hacían como si se tratara de un dolor de cabeza diario y «en última instancia simplemente de un trabajo», parecía que para los amos del universo había más cosas en juego. La imagen pública que tenían en la oficina estaba directamente relacionada con su vanidad y su sentido de la autoestima, y veían el trabajo como una carrera o una competición donde tenían que demostrar su valor. Profundamente competitivos, estaba claro que les gustaba lo que hacían y daba la impresión de que disfrutaban con una buena pelea. Su lema era «trabaja duro, juega duro» y a menudo al hablar usaban un vocabulario combativo: «Si uno quiere salir adelante en este lugar tiene que ser agresivo y estar siempre dispuesto a esforzarse al máximo». «El tipo de negocios que hacemos es de la máxima importancia para nuestros clientes —dijo un veterano negociador—. Hablando claro, nosotros podemos hacerles ganar muchísimo dinero. Con frecuencia redactan los contratos de tal manera que cuanto mejor es el precio que consiguen, más nos recompensan. Los clientes que tenemos en tres zonas horarias distintas esperan que estemos a su disposición las veinticuatro horas del día todo el año. A mí me pueden llamar en cualquier momento y tengo que salir disparado para el aeropuerto para volar a quién sabe dónde. Al principio de una negociación, los participantes se van desgastando mutuamente y es sólo en el último momento cuando uno hace concesiones. Por eso las negociaciones se alargan mucho tiempo y concluyen por la noche o durante el fin de semana. Yo puedo acabar regresando del trabajo a casa justo cuando suena el despertador y mi esposa y mis hijos se están levantando.»

Esta gente hablaba de su trabajo como «el más exigente y maravilloso del planeta» y exaltaba el profundo sentido de camaradería que tenían con los compañeros que pensaban como ellos. Apenas se mencionaba la palabra amistad y mucho menos solidaridad. Los símiles que utilizaban estaban relacionados con el deporte y la guerra: un equipo que llevaba meses trabajando para cerrar un negocio era una «unidad de fuerzas especiales», mientras que el parqué y todas sus pantallas eran como trincheras donde «las balas zumban por encima de nuestras cabezas, los agentes de bolsa son los artilleros y los colegas menos experimentados son los médicos y los encargados de los suministros».
Entre los amos del universo, entrevisté primero a una mujer con una brillante trayectoria en finanzas. Tenía algo menos de cuarenta años, era de origen asiático, se crio en una familia de clase media británica, fue a una universidad de élite y desde allí pasó directamente a trabajar en uno de los bancos más importantes. «A la gente como yo nos han entrenado para procesar información en cuestión de segundos —dijo—. Somos los atletas olímpicos de la información y es una carrera para ver quién llega primero. Es también una lucha.» Había empezado trabajando como analista en un banco de relieve donde tenía cinco minutos para interpretar cualquier noticia, interpretación que el equipo de ventas transmitía lo antes posible a la comunidad inversora global. «Mi estado mental y físico cambia cuando veo una noticia importante —afirmó— y a veces mi cuerpo lo siente incluso antes de que pueda pensarlo.»

«Es importante advertir el poder y la influencia que puede tener un analista que trabaja en uno de los bancos más prestigiosos del mundo», dijo con una voz que cada vez se iba animando más. «Si mi recomendación sobre una compañía a la que estoy siguiendo cambia de “indiferente” a “comprar”, las acciones pueden subir un 5 %, y en ese momento sé que gracias a eso los inversores y quizá el director general de esa compañía han ganado millones.» Me miró a los ojos y preguntó: «Imaginemos que te enteras de que en este momento Israel está a punto de lanzar un ataque sobre Irán, ¿qué harías?». Después de pensarlo un momento le respondí: «No lo sé, supongo que llamar a casa y comprobar que mi familia está bien». Me miró desconcertada, como si la hubiera pillado por sorpresa: «Bueno, es que tú vives en el mundo real. Lo primero que yo pensaría es que hay que adquirir opciones de compra de petróleo porque puede haber interrupciones en el suministro, y comprar acciones en empresas de defensa o que tengan contratos con el ejército norteamericano. Luego mi cerebro se va por tangentes increíbles: ¿cómo van a cambiar las valoraciones y los supuestos que han guiado hasta ahora mis inversiones? Cada posible resultado del ataque israelí pasa por mi cabeza, y a todos ellos les voy asignando probabilidades. ¿A quién se le van a encargar las labores de reconstrucción? Si el régimen cambia y se convierte en proamericano, probablemente será Halliburton, así que ésa es una buena oportunidad de compra. Y así sucesivamente».
Después de trabajar un tiempo en el banco, había pasado a un fondo de inversión de alto riesgo donde gestionaba e invertía el dinero de los clientes. Ahí es donde trabaja la gente más lista del mundo financiero, me dijo en confianza: «Se sienten superiores a los banqueros que operan en inversiones. En primer lugar, los cargos más importantes en los fondos de inversión de riesgo ganan mucho más dinero que los directores generales de banco. En segundo lugar, esos fondos operan a través de los bancos de inversión, con lo cual hacen que los banqueros dependan de ellos para hacer negocios y ganar comisiones. Y, por último, los “fondistas” se creen superiores a los banqueros porque respaldan con su dinero lo que predican. Los bancos son demasiado grandes para caer, mientras que en los fondos de riesgo si uno pierde el dinero se va a la calle. El mundo de las finanzas es muy exigente y muy apasionante —dijo contenta—. Hay muchas personas sagaces, todo funciona con eficiencia. Desde que tengo veintiún años me he alojado en hoteles de cinco estrellas y he viajado en clase business. He salido con un hombre que tenía un jet privado…».

Tenía ante mí a un amo (o ama) del universo en todo su esplendor, y fue ahí donde dejé de identificarme con ellos. No simplemente porque nunca había tenido una novia con avión privado. La principal diferencia está en la estructura de incentivos y recompensas. Los periodistas se pueden preocupar por si sus artículos alcanzan un cierto nivel de circulación en Internet pero ahí no empieza y acaba todo. En la banca de inversiones, por el contrario, el trabajo que uno hace siempre puede reducirse a un número: ¿cuántas operaciones de oferta pública de venta, cuántas fusiones y compras ha conseguido hacer tu equipo, y cuánto dinero ha ganado el banco con ellas? ¿Cuántas operaciones has realizado tú? ¿Qué beneficios han generado los productos complejos que has diseñado o vendido? ¿Cuánto dinero te han confiado los inversores como gestor de activos? Si uno puede medir su «rendimiento» entonces es posible empezar a compararse con los propios colegas, y eso es lo que sucede constantemente en la City. ¿Recuerdan cómo los títulos de los distintos cargos parecían constituir un código? En toda la City debe de haber unos diez o quince banqueros encargados de «fusiones y adquisiciones en telecomunicaciones para Oriente Medio y África del Norte» que tienen el rango de director, y lo mismo puede decirse de «los responsables de la estructuración de derivados de capital» a nivel de vicepresidencia en el mercado europeo. Casi todo el mundo puede encasillarse en una u otra categoría, y las compañías especializadas mantienen listas y clasificaciones en todas ellas: cuál es el rendimiento de cada banco, cómo le va a cada equipo y a cada individuo dentro del banco. Ese sistema generalizado de clasificación hace que los banqueros amos del universo experimenten su trabajo no sólo como si cada día se tratara de una carrera o un partido, sino también como si estuvieran compitiendo en primera división o en un torneo interminable.
«El mundo de las finanzas es pura meritocracia», me decían quienes estaban en los puestos más altos. «Ronaldo, Messi y otros futbolistas también ganan muchísimo dinero, ¿no? Pues bien, yo soy el Messi de las fusiones y adquisiciones en la industria farmacéutica europea.» Los neutrales tendrían dificultades para decir algo así sin partirse de risa, pero los amos del universo hacen ese tipo de afirmaciones sin delatar la más mínima ironía. Libros escritos por y para los profesionales del sector como Monkey Business: Swimming through the Wall Street Jungle o Damn, It Feels Good to Be a Banquer expresan la misma idea: el mundo de las finanzas es una meritocracia. Mira a tu alrededor, proclaman con orgullo los amos de universo: «La City acoge a gente que literalmente proviene de todos los países, grupos y clases sociales imaginables. Aquí todos tienen una oportunidad, pero sólo sobreviven los mejores. Yo soy uno de ellos y ésa es la sensación más maravillosa del mundo».
Este capítulo pertenece al libro Entre tiburones, una temporada en el infierno de la finanzas, del antropólogo y periodista Joris Luyendijk (El hombre del tres)