Las voces de Gusmán
Luis Gusmán y la fundación de un territorio narrativo para la literatura
DIEGO ERLAN

Cuando Luis Gusmán publica La rueda de Virgilio, en 1989, cierra con esa autobiografía literaria el primer ciclo de su universo narrativo trazado por El frasquito, Brillos y Cuerpo velado. Poseído por voces, con los ojos desorbitados y el torso desnudo, Gusmán supo construir una serie de relatos frenéticos que terminaron por articular en los años setenta una gramática de la vanguardia. Fue en una habitación sin ventanas y frente a una máquina de escribir donde pudo recuperar los ruidos de la habitación de su madre (¿espíritus? ¿secretos?), ruidos que decidieron, como admite, la acentuación ortográfica de El frasquito. “Esa ortografía alucinada que caía ahí donde se la oía, ahí donde no era esperada. Una ortografía llena de sonido y de furia. Amandomé, pegandomé, chupandomé. Sin saberlo, el espíritu y la carne se conjugaban para delimitar toda la violencia de un estilo.” Un movimiento caótico, sonoro, descompuesto de una “mente podrida” que escribe en trance y que de a poco empieza a apropiarse de las voces de otros: de los autores que también le hablan como le hablaron los espíritus. Si en esos libros Gusmán funda un estilo, será a partir de Lo más oscuro del río, publicado en 1990, donde decida fundar un territorio. El lugar del mito de origen para Gusmán fue esa borrosa Villa Perro delineada en La rueda de Virgilio pero en estos cuentos emerge el lugar de la ficción. Una forma de volver verosímil una literatura hecha de restos. “Tennessee” devela por primera vez para el lector las paredes del Regatas: ese club donde se discuten teorías presuntuosas, donde se intercambia sexo por música, donde los pesistas hablan del destino y las partidas de billar se vuelven interminables e imprecisas hasta caer en el sopor y el tedio. Será tres años después cuando Gusmán profundice la exploración sobre este territorio y convierta a un club definitivamente en su Yoknapatawpha, en su Santa María, en su Spoon River. Esa fundación del otro origen termina por consolidarse con La música de Frankie.

“En el Regatas no hay claridad del día ni lo oscuro de la noche, están las dos cosas al mismo tiempo.” El Regatas es el club al que vuelve Garzón, protagonista de esta novela, luego de estar cinco años guardado en Batán a causa de una combinación nefasta: un crimen y una mujer. En la cárcel entabla relación con Frankie, un múltiple asesino de taxistas que cumple perpetua y, al tiempo que lo defiende y explica los códigos, le cuenta sus historias de Alcatraz y su obsesión condensada en una cifra. Con elementos de El beso de la mujer araña (en vez de películas, como sucede en la novela de Manuel Puig, aquí se cuentan crímenes), del noir que se respira en Mi ángel tiene alas negras de Elliott Chaze (o alguno de los clásicos de la novela negra) e incluso con ciertos rasgos de La ciudad ausente de Ricardo Piglia (en ese mecanismo alucinado para inventar relatos), Gusmán construye una trama de género que en todo momento parece esquivar cualquier clasificación. Publicada originalmente en 1993 es una velada historia de Caín y Abel que parte de una noticia policial que Gusmán encontró en el diario: un asesino de taxistas entregado por el hermano. En 2009, cuando el autor escribe su segunda autobiografía literaria, Los muertos no mienten, reconoce que esa primera versión del libro no funcionaba porque había decidido centrarse demasiado en la historia de Frankie. Gusmán ahora entiende que el verdadero conflicto se dirime en el corazón del hermano. En la traición a la sangre. Esta reescritura mantiene la historia pero cambia el eje y en ese movimiento asume nuevos riesgos.
La trama de La música de Frankie está tejida alrededor de la mentira de sus protagonistas. Todos mienten o se mienten a sí mismos. Por el supuesto amor de Cora, Garzón termina preso en Batán. Frankie no es el verdadero nombre de Frankie. Ni Rossi se llama de ese modo. No es un dato menor que Garzón esté obsesionado con los ojos. Allí, suele decirse, puede revelarse la verdad del otro pero lo único real que puede ver Garzón al volver son los flippers de Stiel, esas máquinas que ocupan el lugar de los billares y modificaron la topografía del Regatas.

Gusmán reconoce que encontró el dictado de una voz narrativa en el espiritismo y en las letras de tango, el sentimiento. Por eso “Jezebel” parece un injerto deforme dentro de su universo. Pienso en esa canción. Pienso en la voz de Frankie Laine al interpretarla y me imagino la escena: Garzón que busca en el jukebox del Regatas ese tema que podría formar parte de la banda sonora para una secuencia de cabalgata en un western filmado por Tarantino. En ese extraño punto, se unen varias líneas que convierten a Gusmán en un posmoderno. Lo anacrónico se vuelve contemporáneo. Como Tarantino, Gusmán se apropia de las citas, se apropia de las voces de otros para convocarlos y darles una nueva vida. Otra vez el espiritismo. Los escritores no pueden escapar de las obsesiones que los constituyen. Gusmán admite que se transformó en un poseído “porque la voz procedía de ese cuerpo pero era el relato de otro espíritu”. Lo injertado en otro cuerpo era aquello que siempre le produjo horror. Como los ángeles de Zurbarán: cuerpos humanos con alas grotescas. Eso que en el mismo injerto se revela desconocido a ese cuerpo le sucedía a él con las voces espiritistas de su infancia. Por eso no resulta extraño que Gusmán encuentre su teoría estética en el Frankenstein o el moderno prometeo. En la novela de Mary Shelley hay profanación de tumbas (como en Cuerpo velado), hay hermanos muertos (como en El frasquito), hay muertos que vuelven a la vida (como Garzón, que deja la cárcel) y hay una criatura que abre unos ojos amarillentos y mortecinos (el horror, el horror). Esa imagen hace que su creador (su médium) sólo piense en escapar mientras recuerda un poema paranoico de Coleridge. Esa criatura, ese monstruo, ese muerto vuelto a la vida es el que aprende a leer con Las ruinas de Palmira del conde de Volney, libro que cita Sarmiento en el Facundo. Esa es la criatura repulsiva que, en el bosque, encuentra una valija llena de libros: Las aventuras del joven Werther de Goethe, El paraíso perdido de Milton y un tomo de las obras de Plutarco. Para Gusmán, la literatura se condensa en esa escena o, más bien, en esa valija. Esas lecturas convierten a Frankenstein casi en un crítico literario. Gusmán tiene un libro de ensayos que se titula, justamente, La valija de Frankenstein. Pienso en la estructura de la oración que Gusmán utiliza como título para ese libro y utiliza también para éste. Y pienso en Frankie como apócope de Frankenstein: Frankie, el demente que está enterrado en Batán por un hermano traidor. Como suele suceder en Gusmán nada es lo que parece y el nombre de Frankie también es una invención. Como dijimos se refiere a Frankie Laine, ese cantante que interpreta la versión de “Jezebel” que suena una y otra vez en el Regatas.
Otro elemento del universo de Gusmán: los cantores. Suele decir que le queda una novela más por escribir: una sobre un cantor de tangos, Adrián Venturi, que empieza a tener acúfenos y asiste a un festival donde encuentra a sus imitadores. Y en un momento cambia de identidad para incorporarse a esa multitud de imitadores e interpretarse a sí mismo. Tangos, acúfenos, dobles. Esos elementos constituyen parte de su universo narrativo.
Lo mío es Warnes, me dijo Gusmán una vez. Lo mío es el robo de autopartes, explicó; es el robo a Rilke, a Kafka, a Joyce. Viajábamos en taxi. De alguna manera Warnes se asemeja a Frankenstein: un cuerpo construido con chatarra. Warnes es, al mismo tiempo, ese bar del club Regatas, donde los muertos vuelven de la tumba, las historias son contadas por asesinos o traidores y las máquinas de Stiel, esos flippers enloquecedores, son abominables artefactos que reproducen narrativas simuladas y amenazan con destruir el mito. Hacer de la cita un montaje, del contraste un procedimiento. Volney, en Las ruinas de Palmira, también comienza con una invocación a una civilización sepultada. Gusmán lo sabe y por eso se obsesiona con ese dato desde hace años. La ruina como territorio, la tumba como paisaje, el epitafio como poesía y la voz de los muertos (sean máquinas, monstruos o hermanos mellizos) funcionan para Gusmán como la invocación para el trance. El lenguaje como desasosiego, había señalado Luis Chitarroni en la primera edición de La música de Frankie. Desasosiego, sí, pero también incertidumbre es lo que respira este monstruo que es y no es el mismo libro.