¿Qué es el horror?

La escritura de Jack Ketchum hace que cualquiera de sus novelas resulte una experiencia perturbadora

Mariano Granizo


El terror es complejo, tanto en su concepción como en la recepción de este. Lo que aterra se modifica con el tiempo y se vuelve un mero artefacto que para funcionar requiere una entrega del lector cercana a quien está completamente en blanco. El lector es un espectador de un artilugio ya conocido de antemano. Pero el miedo no se hace presente en esas construcciones. El terror,como género literario, es un compromiso entre lector y escritor, alejado como está del uso y abuso del “jump scare” del cine del género que hace que siempre pueda sentirse una situación de verdadero terror (en detrimento, siempre, de lo escrito). Con autores como, por ejemplo, Clive Barker y Peter Straub hay que entrar en la lógica propuesta y sellar el pacto. Lovecraft, por su parte, lleva la lógica a la presencia de lo divino, más allá de su adjetivación, otra de las lógicas posibles en el terror: el creyente puede aterrarse, el no creyente podría dudar o sentir un vacío ante la falta de eso en qué creer; eso, por ejemplo, en Stephen King es pendular entre lo cotidiano y lo sobrenatural: ¿no es más aterrador el día a día de Carrie que su reacción con poderes telequinéticos, o el marido golpeador de Beverly Marsh mucho más que el payaso que atomiza los miedos? Pendular en su forma, un terror natural y otro sobrenatural conviven. Pero existe otra forma del terror, una en la que se hace mucho más cercano y posible, una que puede estar en la casa de al lado.

Jack Ketchum fue amigo de Robert Bloch (Psicosis, 1959) y secretario de Henry Miller. Es posible que, en ellos, así como en el consumo de literatura popular en su adolescencia, esté la raíz de su escritura, tanto en forma como en contenido. Lo pornográfico de Henry Miller, que tanto aterra de boca para afuera al ciudadano común estadounidense, y el horror cotidiano no sobrenatural de Bloch pueden haberle mostrado un camino, un cruce de caminos, que le permitiera ir mucho más lejos en su escritura que el resto de sus colegas de género.
En 1980 Ketchum publica su primera novela, Off Season (Al acecho, en su versión en español), y es acusado de llevar a la literatura una violencia pornográfica intolerable. La novela cuenta la historia de un grupo de ferales que canibalizan gente en una región aislada del interior de Estados Unidos. Su estilo es gráfico, descriptivo en los horrores que sufren las víctimas, y maneja siempre con habilidad la empatía con quien el lector pueda llegar a pensar se trate de la “final girl” pero que resultará una víctima más. Si se tratara de una película slasher, dentro de las reglas de un género que busca, simplemente, la evasión y el divertimento, no habría existido escándalo alguno. Pero Off Season era una novela, algo que el lector lee solo y que, por lo tanto, no le permite cobijarse en el sentimiento de manada que comparte el miedo sabiendo que, con los títulos finales, quedará fuera de la realidad. No, es una novela, y por lo tanto el lector debe enfrentarla solo, leer la descripción de los crímenes, sentir la contradicción de la empatía con los monstruos al saber su origen, su razón de ser, al internalizar las fallas en el orden social que permiten tal situación. En la literatura no hay espectadores sino testigos partícipes de los hechos. En 1989, Ketchum publica La chica de al lado, y esa realidad del testigo partícipe se hace material en el mismo relato.

A Ketchum siempre le fascinaron los monstruos reales, sociópatas o bastardos los llama él quitándoles así la particularidad de la excepción, esa concepción de hecho extraordinario que nos permite dormir tranquilos creyendo que su surgimiento se ha debido tan solo a una combinación sobrenatural de elementos que no forman parte de la vida cotidiana (Ketchum solo ha escrito una novela de temática sobrenatural, She Wakes, en la que se narra la historia de “una diosa reencarnada en una soleada isla griega”, según el mismo Ketchum). En La chica de al lado toma un hecho policial muy conocido, uno de los más atroces de la historia criminal estadounidense, y lo trabaja literariamente, es decir, no se deja llevar por el facilismo de exponer el caso, ficcionalizando un caso real, y así terminar hablando de un monstruo que nada tiene que ver con la sociedad en la que viven el autor o los lectores. En 1965, Sylvia Likens, de dieciséis años, es torturada, violada, golpeada y mutilada durante cuatro meses hasta su muerte en un sótano por Gertrude Baniszewski, sus hijos e hijas y varios adolescentes y niños del barrio en la ciudad de Indianápolis. Ketchum encuentra el caso en el libro Bloodletters and Badmen, de Jay Robert Nash. Ketchum ha crecido en calles y casas como aquella en la que ocurrió el suplicio de Sylvia Likens, y eso le interesó porque tenía, de primera mano, todo el material con el que dar forma al entorno que puede llegar a producir un crimen como aquel.
Ketchum trabaja con lo que cualquier infancia estándar ofrece, al igual que lo hace King, pero coloca a los infantes como víctimas, victimarios y espectadores. Si en Off Season había trabajado con una tercera persona que le permitía abordar los diferentes aspectos del accionar de un grupo de caníbales, en La chica de al lado el narrador será un testigo partícipe, un niño de doce años que comprende el horror de lo que presencia pero que, a su vez, no puede dejar de ser espectador de lo que ocurre, no quiere hacer daño directo pero desea saber el daño que los otros hacen; al mismo tiempo que construye magistralmente al testigo partícipe, a ese niño que roza el sadismo, Ketchum hace que el lector sea consciente del horror que se está narrando, lo censure, lo aborrezca, sienta la indignación porque algo así suceda pero no pueda soltar el libro, no pueda dejar de dar vuelta la página para saber qué más ocurre en esa historia que, de hecho, todos sabemos desde el comienzo cómo termina. Es entonces cuando la frase con la que comienza la novela, esa pregunta que el narrador partícipe nos hace, “¿Vos sabés lo que es el dolor?”, toma un sentido nuevo. El género del terror le permite a Ketchum alejarse del caso particular y volverlo colectivo; el horror abandona el caso policial y se va hacia los márgenes de sus partícipes ficticios que permiten comprender los porqués; el horror se hace social y deja de estar circunscripto a la categoría de los locos y enfermos, nos aleja de la noción de monstruos. El caso real, tratado como una crónica, solo plantea la existencia de estos, porque el horror tradicional se rodea de lo normativo, surge de él, es sanción para quien se aleja porque quien se sale de la norma es un monstruo. En Ketchum todo es como debe ser, todo es normal, todo cumple las reglas, salvo en los momentos en que deja de serlo, en que se aleja de las normas y mujeres, hombres y niños son dañados y dañan por igual. Si el terror, normalmente, es un pasatiempo que nos hace olvidar lo cotidiano porque se construye a partir de la imposibilidad, el terror de Ketchum nos hace recordar que, en determinadas circunstancias nada extraordinarias, podríamos ser víctimas o victimarios.