Seres superiores
La literatura entorno a los gatos es profusa y para acompañar la aparición de El señor peludo, de May Sarton, proponemos una playlist con tres poemas clásicos que los tienen como protagonistas.
VICTORIA D’ARC

Hay una anécdota simpática sobre Jeremy Bentham que cuenta Carl Van Vechten. El apóstol del utilitarismo no tuvo hijos, tampoco esposa, vivía en su casa en Londres rodeado de pilas de libros y de gatos. A veces intentaban visitarlo admiradores, a quienes prohibía la entrada o trataba con rudeza. Madame de Staël, por ejemplo, solicitó una entrevista y envió su tarjeta de presentación. El encantador señor Bentham escribió en ella antes de devolverla: “Mr. Bentham no tiene nada que decir a madame de Staël y está bastante seguro de que madame de Staël no tiene nada que decirle a él”. Parecía no querer a nadie. Sólo le interesaban sus gatos y su favorito era uno llamado Langbourne, que más tarde se convirtió en Sir John Langbourne y después en el Reverendo Sir John Langbourne, Divinitatis Doctor.
Hay quienes dicen que la sola presencia del gato sugiere gracia, poder, belleza, movimiento, misticismo. Incluso en las épocas más oscuras el gato ha sido el amigo del humano inteligente. Vale recordar que los hechiceros y alquimistas eran los filósofos de su época, y quienes persiguieron a los hechiceros y a los gatos fueron los filisteos. Si hiciéramos una lista de los escritores que adoraron a los gatos, podríamos incluir como lo hace Vechten en El tigre en la casa, a Théophile Gautier, Victor Hugo, Charles Baudelaire, Paul de Kock, André Theuriet, Émile Zola, Joris-Karl Huysmans, Jules Lemaître, Pierre Loti, Octave Mirbeau y Anatole France. Entre escritores argentinos habría que mencionar a Cortázar, al gordo Soriano y a Olga Orozco. ¿Por qué los gatos fascinaron tanto a los intelectuales y no así los perros? Los perros son ruidosos, inquietos, torpes y sucios. Como anotó W.H. Hudson, “son útiles y por eso deben ser relegados con otros animales útiles a un lugar apropiado en los establos y los campos”.
De algún modo el gato simboliza todo aquello que un buen escritor quiere plasmar en su trabajo. Todo buen gato debería llamarse Poe. Edgar Allan Poe los adoraba, y algunos incluso afirman que Baudelaire heredó esta pasión de Poe. En cualquier caso, un visitante de Poe en Fordham en 1846 cuenta esta anécdota: “Solo un blanquísimo cubrecama y sábanas había en el lecho, que era de paja. El tiempo estaba frío y la dama enferma [la mujer de Poe] padecía las espantosas tercianas que acompañan la consunción producto de la tuberculosis. Estaba sobre la cama de paja, envuelta en el gran abrigo de su marido y con un enorme gato carey en el pecho. El maravilloso gato parecía consciente de su gran utilidad. El abrigo y el gato eran sus únicas fuentes de calor, salvo cuando su marido le sostenía las manos y la madre los pies”. La señora Poe murió en enero de 1847.
Natsume Soseki comienza su novela Soy un gato de esta manera: “Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre. No sé dónde nací. Lo primero que recuerdo es que estaba en un lugar umbrío y húmedo, donde me pasaba el día maullando sin parar. Fue en ese oscuro lugar donde por primera vez tuve ocasión de poner mis ojos sobre un espécimen de la raza humana.” Muchas veces, quienes tienen gatos, imaginan que el animal les habla. Esas miradas expresivas, esos movimientos que a veces parecen de desprecio o de coqueteo. Mi humana, pareciera decir el gato, la expresión más certera de la belleza. Y una irremediablemente debe postrarse ante esa belleza y servirle. May Sarton escribió El señor peludo, donde cuenta las verdaderas aventuras de su gato, Tom Jones. Como el gato de Soseki no tenía nombre y elige dejar la vida vagabunda por vivir en una casa. Le gustan las voces y se decide. May Sarton, de una manera adorable, narra ese encuentro, los descubrimientos que se suceden con esos cambios y la vida en común atravesadas por alegrías y tristezas. La mirada cándida e interesante que tiene Sarton sobre la naturaleza hace que este libro, como Apego de raíces, sea entrañable. Y su lectura lleva a trazar una playlist con poemas sobre gatos.

Cantos a Berenice
Olga Orozco
Pero salta, salta otra vez sobre las amapolas,
salta sobre las hogueras de junio sin quemarte,
como si supieras.
Asómate otra vez a plena luz por tu sombra entreabierta,
Aunque sólo sembremos como niebla rastrera,
como invasión de arañas transparentes,
la sospecha de que somos de nuevo la bruja y la emisaria.
No lamerán tu rastro dos perros amarillos,
ni volarás en nubes erizadas a la fiesta de Brocken.
No tuvimos más búho que la vigilia alerta en el fondo del sueño
ni más sapo lacayo que la ráfaga fría para ahuyentar los duendes.
Nuestra maldita alianza con el diablo
fue el poder del terror contra los roedores inasibles
que excavaban sus trampas debajo de la casa;
nuestra señal satánica,
la misma desmesura en la pupila
para precipitar allí las intenciones de la noche embozada;
nuestro pacto de sangre,
nada más que aquel trueque de enigmas insolubles:
otras nosotras mismas.

El nombre de los gatos
T. S. Eliot
Ponerle nombre a un gato, no te asombres,
es cosa complicada y no banal.
Seguro que piensas que estoy muy mal,
pero es que un gato ha de tener tres nombres.
De ponerle el primer nombre se encarga
la familia. Serán nombres de gente
común: Pedro, Gabriel, Ana, Vicente.
Ya veis, la lista puede ser muy larga.
Claro que algunos prefieren la opción
de emplear nombres más rebuscados
en los eufónicos tiempos pasados:
Electra, Godofredo, Napoleón.
Pero los gatos, que son muy soberbios,
han de emplear apodos contundentes
que les ayuden a ir entre las gentes
con paso firme y sin perder los nervios.
Son nombres que no podrás pronunciar
sin trabucarte: Munkustrap, Walstato,
Bombabulina, Explorer. Cada gato
ostenta así un nombre particular.
Queda otro nombre, pero no hay accesos.
Sólo el gato conoce el tercer nombre
y nunca lo dirá a ningún hombre
por mucho que lo mimen con mil besos.
Así que, cuando a un gato ensimismado
contemples, es seguro que, coqueto,
en su mente repite el gran secreto,
como un mantra sagrado
impronunciable
pronunciable
pronuncimpronunciable
inescrutable, hondo, singular,
su Nombre de verdad.
(De El libro de los gatos sensatos de la vieja zarigüeya)

El reloj
Charles Baudelaire
Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Cierto día, un misionero que se paseaba por un arrabal de Nankin advirtió que se le había olvidado el reloj, y le preguntó a un chiquillo qué hora era.
El chicuelo del Celeste Imperio vaciló al pronto; luego, volviendo sobre sí, contestó: «Voy a decírselo». Pocos instantes después se presentó de nuevo, trayendo un gatazo, y mirándole, como suele decirse, a lo blanco de los ojos, afirmó, sin titubear: «Todavía no son las doce en punto». Y así era en verdad.
Yo, si me inclino hacia la hermosa felina, la bien nombrada, que es a un tiempo mismo honor de su sexo, orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu, ya sea de noche, ya de día, en luz o en sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables veo siempre con claridad la hora, siempre la misma, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin división de minutos ni segundos, una hora inmóvil que no está marcada en los relojes, y es, sin embargo, leve como un suspiro, rápida como una ojeada.
Si algún importuno viniera a molestarme mientras la mirada mía reposa en tan deliciosa esfera; si algún genio malo e intolerante, si algún Demonio del contratiempo viniese a decirme: «¿Qué miras con tal cuidado? ¿Qué buscas en los ojos de esa criatura? ¿Ves en ellos la hora, mortal pródigo y holgazán?». Yo, sin vacilar, contestaría: «Sí; veo en ellos la hora. ¡Es la Eternidad!».
¿Verdad, señora, que éste es un madrigal ciertamente meritorio y tan enfático como vos misma? Por de contado, tanto placer tuve en bordar esta galantería presuntuosa, que nada, en cambio, he de pediros.
(De El Spleen de París)