La mejor frase del mundo

Desde el manual de María Marta García Negroni hasta la fábrica de ficción de Erle Stanley Gardner algunos apuntes sobre las virtudes de concebir una buena frase.

DIEGO ERLAN

Le decimos la biblia. Pareciera tener una respuesta a todo. A cada problema que surge en este oficio de escribir y leer y corregir textos. “Los ocho capítulos del libro se ocupan, por su parte, de las distintas clases de palabras”, escribe María Marta García Negroni en su prólogo y siempre me sorprende (¿debería?) que permanezca como uno de los libros más vendidos. ¿No sería lógico que un libro que se llame Para escribir bien en español sea el más vendido? En definitiva escribir bien (y que se entienda) debería ser fundamental en estos tiempos. Escribimos correos electrónicos todos los días, mensajes de Whatsapp todo el tiempo, memorándums, informes, chamuyos por aplicación. “Claves para una corrección de estilo”, es el subtítulo de la biblia. Eso me lleva a pensar en la (in)corrección del estilo y en el estilo propio. Cada mañana me levanto y suelo pensar que no es tan difícil escribir una novela. Después se me pasa, pero en esos momentos al amanecer, mientras estoy debajo de la ducha, pretendo convencerme de que se trata sólo de un conjunto de frases. Nada más. Quiero convencerme otra vez mientras preparo el desayuno y me siento a leer la novela de turno. Las frases construyen capítulos y los capítulos terminan dando, mal que les pese, un libro. Quizás por eso haya tantos libros malos. Quizás el problema radique en que la lengua, como decía Ferdinand de Saussure, es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde el valor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros. ¿Es una cuestión de solidaridad, entonces? La poeta Anne Carson, en su libro Charlas breves, le agrega un pliegue más al complejo arte de escribir: “Porque lo que sabes, lo que te cuesta, tus peculiaridades en el uso de infinitivos y participios, lo brusca que eres al poner trabas al avance, la rapidez con la que abandonas la mente, nunca están de más”.

Hace días que pienso en el caso de Erle Stanley Gardner, uno de los escritores de policiales más vendidos del mundo. Un personaje que supo crear una “fábrica de ficción” en la que podía terminar de escribir una novela en tres semanas. No digo sólo terminarla, digo más bien pensarla, escribirla (o dictarla a sus mecanógrafas), pasarla un par de veces a máquina, corregirla y tenerla lista para entregar a sus editores en tres semanas. Una bestialidad. Así se dedicaba a las historias de su personaje más célebre: Perry Mason. ¿Cuánto se detenía Gardner en las frases? No lo sabemos. Esa máquina de ficción requería que Gardner fuera un fanático de los cuadernos. Algunos eran simplemente agendas, pero también tenía diarios o libretas de direcciones; en algunos recopilaba consejos de golf y listas de armas, otros eran cuadernos comunes en los que Gardner anotaba chistes o expresiones inteligentes que quería usar en el futuro (“armando un alboroto cual gato en una bañera”). Su archivo incluye nueve cajas que abarcan varias décadas con aproximadamente 150 cuadernos de distintos formatos, desde grandes libros de contabilidad hasta libretas con espiral para taquigrafía. Escribía en esos cuadernos donde fuera que estuviera: en aeropuertos, en su rancho, en el mar y en hoteles. Usaba los cuadernos para enumerar ideas para tramas y posibles personajes, siempre en orden alfabético, y para anotar sugerencias de historias que se hacía a sí mismo sin saber de antemano si terminarían siendo un caso de Perry Mason, un relato de A. A. Fair u otra cosa completamente distinta. Copiaba y pegaba fragmentos de la revista Writer’s Digest en busca de los secretos ocultos que hacían que una historia de detectives estuviera bien estructurada.

Entender la estructura de una buena frase: ahí empieza todo. Hay que aprender a escribir frases pero también saber dónde ubicarlas: hay buenas frases de principio y buenas frases para el final. La frase contiene toda la literatura en miniatura. Las palabras individuales mantienen su poder a través del contexto y la colocación; las frases llevan su significado a través de la yuxtaposición. Las frases permanecen en la lengua y resuenan en la habitación. Aún se oyen, años después, las frases más agudas de nuestra vida. En su libro Imaginemos una frase, Brian Dillon reconoce que lleva unos veinticinco años copiando frases al final de sus libretas, libretas que usaba generalmente para otros fines. La marca, el estilo y la calidad de estas libretas han cambiado varias veces, pero no sus dimensiones: son todas tamaño libro de bolsillo; siempre ando en casa con ellas en la mano o encima del escritorio. Evidentemente, en estos cuadernos hay frases por todas partes: hasta la nota más breve, telegráfica y sin verbo es una frase, a su manera. Y luego están las citas y los parafraseos de libros, las descripciones de gente, lugares y cosas, así como esbozos de frases que luego se escribirán o no de la manera adecuada. Las frases hermosas, escribió William H. Gass, son “raros eclipses”. Dillon se propuso salir a cazar eclipses: “Esos momentos de lectura en los que la luz cambia, un oscuro lustre se apodera de todo, las cosas (las palabras) parecen súbitamente oscurecidas, hasta la frase más simple, y descubres que tienes que mirar dos veces, más de dos.” Son piedras de toque, como decía el poeta y crítico Matthew Arnold: momentos privilegiados que constituyen lo mejor en el pensamiento y en la escritura, y que, por comparación, pueden servir para estimar el valor relativo de otras obras. En la frase suelta, separada del resto, la textura del flujo y del planteamiento desaparecen para terminar conservando meras reliquias. Al fin y al cabo quien escribe es un buscador de tesoros. A veces un explorador entusiasta de tierras exóticas, otras veces tan solo un pirata sin escrúpulos.

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