Angela Davis
La dignidad de actualizar la lucha por la libertad
Luján Stasevicius

Tenía sólo 28 años cuando, por encargo, escribió su biografía, que se publicó dos años más tarde. A los 26 ya estaba en la lista de las más buscadas por el FBI, con una foto icónica que en un mundo mejor sería remera agotada. Para esa época, ya había estudiado en la Sorbona con los representantes accesibles que quedaban de la Escuela de Frankfurt, había ganado un puesto en la prestigiosa Universidad de California en Los Ángeles, y había sido cesanteada luego por comunista.

Por supuesto, esta particularidad biográfica no se le escapa. Rápidamente aclara al principio del libro que tuvo que escribirlo a “una edad que yo consideraba demasiado precoz para producir un trabajo autobiográfico significativo para los lectores” y completa “si hoy contemplara los cuarenta años anteriores de mi vida, el libro resultante sería completamente distinto, tanto en la forma como en el contenido.” El poder testimonial tiene, en este caso, un valor intrínseco, al ser prueba de la feroz persecución gubernamental muchas veces silenciada o justificada por los medios masivos y que más de una vez resultó en muertes dudosas. Tales eran los tiempos, que, en un país como los Estados Unidos, ella trascendió su raza para inaugurar una nueva, y, si cabe, aún más peligrosa, la de roja.
Estamos hablando de Ángela Davis, quien todavía hoy sigue dando pelea, metiéndose en los cuartos oscuros y escondidos de la cultura y la política internacional norteamericana, abriendo las frágiles cicatrices de todo aquello que preferirían no comentar, y obligando de este modo a no sellar lo que debería permanecer abierto. De eso se trata, en resumidas cuentas La libertad es una batalla constante, su libro más reciente, ideal para quienes no tengan la paciencia de surfear las más de 400 páginas de su antes comentada autobiografía, publicadas ambas en español por Capitán Swing.
La libertad… se compone de entrevistas por diferentes medios y de discursos, incluyendo también el único texto del libro, un artículo que explora las conexiones transnacionales e históricas del racismo desde Michael Brown a Assata Shakur, previamente publicado en el periódico The Guardian. Este es, en definitiva el punto que Davis expone una y otra vez a lo largo del libro: existe una metanarrativa no explorada ni explicitada pero vigente que avala la violencia y previene las acciones sociales en su contra. Este discurso, sostiene Davis, está íntimamente relacionado con las lógicas neoliberales y alcanza tanto a las políticas racistas de la vida y de la muerte, a la increíble persistencia del sistema penitenciario, tanto como al feminismo mal entendido.

Sostiene Davis que uno de los alcances menos comentados pero más insidiosos del neoliberalismo y su retórica de la individualidad es la percepción del discurso histórico como una cadena de anécdotas de personas excepcionales —algo así discute también el famoso poema de Bertolt Brecht “Preguntas de un obrero que lee”. De este modo, la historia no sólo pareciera avanzar únicamente de biografía en biografía— y esa fue, de hecho, una de sus mayores resistencias en el 74 a escribir la propia —sino que se mantiene una cadencia en la que la historia es el trabajo de unos pocos héroes, lo que silencia el poder y la agencia de las multitudes organizadas. Dejar de pensar la historia en este sentido abre la dimensión que permite y habilita la tan necesaria interconexión de opresiones a nivel social e internacional. Esto se ejemplifica en el libro a través del estudio comparativo entre Fergusson y Palestina, donde las fuerzas policiales se vuelven selectivas en su deber de protección y seguridad. La pregunta, o el reclamo debiera ser, además de por una condena a los culpables materiales, por un llamado a problematizar el carácter estructural de la violencia estatal contra ciertas —y a qué negarlo, siempre las mismas— minorías. Es, de alguna manera, el reclamo por el regreso de los grandes relatos, pero no en el sentido de la teleología moderna, sino en la actualización del gran angular mediante la incorporación de la interseccionalidad. Focalizarse en los casos específicos de violencia —policial, ciudadana, en el caso de Estados Unidos con los ya cotidianos tiroteos— invisibiliza los problemas de base que las generan y que están en el corazón mismo de las luchas por la justicia.
Este reclamo se relaciona, también, con la no tan utópica causa de la abolición del sistema penitenciario. Las cárceles, sostiene Davis, son depósitos de personas que representan un problema social con el que el Estado históricamente no ha podido ni querido lidiar, por falta de herramientas e interés: “las cárceles funcionan como una institución que consolida la ineficacia y el rechazo del Estado para abordar y combatir los problemas sociales más urgentes de nuestro tiempo”. El modelo de una sociedad sin sistema penitenciario, la abolición de las cárceles parece irrealizable, nos dice, precisamente porque las ideologías detrás de ese sistema —y, podríamos agregar, las ideologías sobre la naturaleza del castigo o del mal congénito— están fuerte e íntimamente ligadas a la concepción del mundo como lo conocemos.

Una estrategia fácil para minimizar y poner bajo la alfombra los problemas sociales más urgentes y graves como la pobreza, el racismo, el desempleo o la inequidad del acceso a la educación es criminalizar a sus víctimas, volverlas casos específicos y aislados de un proceso estructural que niega oportunidades. Es por eso, quizás, que cuando esta estrategia osa tocar a quienes nunca se verían afectados por esas injusticias el debate se vuelve público y de repente la condena histórica de la inequidad se vuelve, paradójicamente, excepcional, y vemos ciudadanos nutridos de privilegio rasgarse las vestiduras al tener la oportunidad de descubrir una realidad que existe y supura hace siglos.
Al reconocer y activar la necesidad de escaparnos de las narrativas que imponen una lectura de la historia y la realidad como angostamente identitaria, podremos empezar el camino de incluir más personas en las luchas por los problemas colectivos. El sujeto de la historia no es un él —no, y tampoco un ella— sino un nosotros. Uno de estos claros ejemplos, y, quizás por estar de moda, uno de los más urgentes es el de la lucha feminista. Davis no duda en afirmar que el feminismo no debiera estar anclado en la lucha de cuerpos sexuados —atravesados por una particular clase social y también racializados, podríamos agregar, sin temor a traicionarla— sino en una concepción, una metodología, una guía de estrategias para la resistencia. Eso significaría que el feminismo no es de nadie, de este modo, si nadie se lo puede apropiar, puede ser finalmente de todos, sin importar su genitalia. Dice Davis “Ambos hombres y mujeres —y personas trans— tienen que trabajar en esto, pero no creo que sea una cuestión de mujeres invitando a los hombres a la lucha. Creo que tiene que ver con un cierto tipo de conciencia que tiene que ser alentada y animada para que ciertos hombres progresistas se den cuenta de que tienen la responsabilidad de atraer más hombres a la lucha.”
En el prólogo que Arnaldo Otegi —a quien deberían googlear si no les suena— escribe a la Autobiografía, describe a Ángela Davis como un “ícono de dignidad y coherencia”. En épocas en las que todos tendremos nuestros 15 minutos de cancelación, los suyos se hacen esperar —o quizás pasaron sin pena ni gloria, por haber sido comunista cuando nadie se atrevía a serlo— a fuerza de mantener una autenticidad que está siempre evolucionando. Es esto lo que se lee en La libertad… una actualización no por contemporánea menos remanida. Davis ha estado diciendo lo mismo por décadas. En Estados Unidos, donde ser pobre o de la melanina equivocada ya es un delito en sí mismo, la mayor parte del tiempo con pena de muerte casi automática, el discurso de Davis es necesario y urgente.
En tiempos en los que muchos se desayunan con que las condenas a cárcel capaz no sean la mejor opción para rehabilitar a un individuo, quizás convendría cerrar aplicaciones y abrir libros, entre ellos, los de Ángela Davis, que viene discutiendo la abolición práctica del sistema penitenciario desde hace décadas. Si uno no quisiera quedar como un improvisado, claro, aunque cada quién con su perversión.