La abeja y la mosca
Un ensayo de Eduardo Grüner sobre la pintura de Lucas Cranach, extractado de El sitio de la mirada (17grises)
Eduardo Grüner

Voy a referirme a El pago, un cuadro de Lucas Cranach. Pero voy a hablar de él refiriéndome a otro que en efecto es un Otro (Eros y Venus) al que le asigno el rol de semejante: aquel por el cual —si puedo borrar el momento obturador de la ilusión especular— me es permitido pensar la diferencia (semejanza: fraternal hipocresía, desde Baudelaire). No reclamo para esta astucia originalidad ni rigor que otorguen a una ocurrencia estatuto de método: es un problema de gusto (sobre lo cual nada termina de no escribirse) no menos que de puntuación;lo digo en el sentido del punctum barthesiano: “eso” que parte de la escena como una flecha y viene a herirme. Flecha acompañada en este caso, se verá, del sordo zumbido… de una mosca. Y es sólo por debilidad epistemológica que busco refugio bajo el techo a dos aguas de los epígrafes, de los cuales uno me autoriza, luego de “pacer” esa superficie absorbente del cuadro, a ingresar al recinto mítico… por cualquier lado, incluso por el ojo de la cerradura. Pues ya se sabe que es el ojo el que se apresura a cerrar un Sentido allí donde la Mirada se esfuerza por abrirlo.

Ubicado ya dentro del recinto mítico —espacio que incluye al cuadro y sus semejantes—, lo primero que creo percibir es un cierto olor a putrefacción: El pago es la degradación del Mito puesto en escena, con apariencia límpida, por las versiones de Eros y Venus; el punctum en cuestión se constituye en las figuras mínimas de dos insectos —la Abeja, la Mosca— que dibujarán en su aquietado vuelo sobre la tela el pasaje del Objeto al Abyecto (objectum/abjectum).
La Abeja, que aparece sobre la cabeza y los brazos del pequeño Eros, hijo de Venus, en por lo menos dos de las versiones que pintara Cranach sobre la educación de Amor por la diosa, es un insecto tranquilizador: pertenece a un universo mítico congelado, dado de una vez para siempre, en el que los griegos se representaban a la abeja (mélissa)con un modelo cuyos rasgos permanecen inmutables durante más de quince siglos. La mélissa se define por una vida pura y casta, y por un régimen estrictamente vegetariano: no sólo se aparta de las materias pútridas y se distancia de las cosas impuras, sino que además se limita a una actividad sexual en extremo discreta. Por extensión metonímica, el nombre de Mélissa designará más tarde a la Mujer-Abeja que celebra los misterios de Démeter Tesmófora, esposa legítima y fiel, guardiana de los bienes hogareños, trabajadora incansable y madre dedicada. Mujer-Abeja, Mujer-Esposa, Mujer-Madre. Ella educa a su hijo, tal vez incluso “iniciándolo” oblicuamente en los secretos del Deseo: en los cuadros de Cranach la mirada de Eros se dirige inequívocamente a la entrepierna de Venus, lo cual no deja de constituir una burla licenciosa del misterio de la Ascensión, pero sin romper la idea tradicional de que la Mirada (ojo o sexo) divina habita encima de nosotros, inaccesible y ubicua. Y, de todos modos, ahí están las abejas para asegurar la pureza, la transparencia, de esta “manera” de la constitución del Objeto.
La Mosca —en El pago aparecen cuatro, así como son cuatro las abejas de Eros y Venus del Staatlichen Museum de Berlín— no tiene status mítico ni simbólico, pero sí es término de una contigüidad inquietante: su espacio de asociaciones incluye lo putrefacto (de lo cual la abeja se aparta), el excremento (forma impura y posterior de la comida, así como la miel es su forma pura y anterior) y el cadáver (mientras la abeja es contigua al niño-Amor, a la vida que comienza). De la Abeja a la Mosca —de la Miel al Excremento, de lo Crudo a lo Podrido, del Nacimiento a la Muerte— el recorrido está señalizado por oposiciones binarias, pero también es un continuum de degradación, una abyección de la cristalinidad original del Mito. Que no es otro, en fin, que el mito del Paraíso Perdido de la infancia. Hay que repetirlo: no se trata más que de una ocurrencia, pero los elementos del simulacrum sostienen su verosímil. El “tema” del cuadro (aunque su sentido equívoco continúe siendo un enigma para la historia del arte) remite fácilmente a una transacción prostituida, a la “otra cara” de la relación madre/hijo, que incluye la forma interdicta del deseo: el rostro de la mujer es el mismo que aparece en por lo menos dos de las siete variantes de Hércules esclavo de Omphalos, tema pecaminosamente pagano por excelencia. Las perdices colgadas sobre las cabezas de los personajes en El pago —perdices: aves asociadas, en la iconografía de la época, a la idea de lujuria— figuran en todas las variantes. Y el reloj ominosamente pendiente sobre el anciano lascivo, con su tapa entreabierta dibujando las fauces de un pequeño monstruo devorador, ¿no es el arquetipo —banalizado más tarde por el barroco— del inexorable discurrir del Tiempo que transforma toda vida humana en vanitas?

¿Y esa granada abierta, de interior húmedo y rojo, metáfora velada de la vulva femenina? Ella se conecta, por la línea recta de la horma de queso en la que se sacia una de las moscas, con ese paisaje extraño que se abre como una fuente de luz gratuita (la única otra zona iluminada de la composición es la carne alabastrina de la figura femenina) a espaldas de la mujer, que se convierte así en el soporte degradado de una inconfundible referencia al mito de origen, puesto que sabemos —la historia nos regala, después de todo, algunas certidumbres— que ese paisaje representa a Kronach en la Alta Franconia, ciudad natal del pintor.
¿El arcabuz? Más allá de su carácter enigmático —por su función estructural, pero también por su anacronismo: los expertos han establecido que ese tipo de arma, así como el reloj, no comenzaron a fabricarse hasta 1570; Cranach murió en 1553— se trata de un elemento mortífero que divide verticalmente la superficie en dos mitades casi exactas: de un lado queda el Hombre, junto con las aves (marca de la lujuria) y el reloj (marca de la muerte); del otro la Mujer junto con los alimentos (marca de los goces terrenales), la ventana abierta al paisaje (marca de la infancia)… y las moscas.
No es la única delimitación imaginaria que puede trazarse sobre la superficie de la obra: cuatro rectas que unieran el reloj con la bolsa de dinero bajo el “nudo” de las tres manos, ésta con la pequeña balanza que pesa las monedas, de allí al cuerno de pólvora que cuelga en la pared (nótese de paso la falta de “profundidad de campo”, el achatamiento de perspectiva que coloca todo casi en un mismo plano), y finalmente de nuevo al reloj, esas rectas formarían un rectángulo cuyos puntos de encuentro permitirían cerrar perfectamente el circuito Muerte-Dinero/Dinero-Muerte, atrapando en su interior al pato, otro símbolo, en la época, de la sexualidad desbordada.
Por último, y tal vez no casualmente, queda la cuestión del dinero. No es despreciable —sobre todo en función de su cercanía a las moscas— la simbología excremencial del oro, su carácter de “regalo”, de don, dirigido a la madre, aunque parezca un exceso de “aplicación”. Si lo es, compensémosla con otra igualmente excesiva: ese significante por excelencia del capital, que Max Weber ha identificado con el “espíritu del protestantismo” (no es fácil olvidar las simpatías religiosas de Cranach, incluso su amistad con Lutero) es también, como la palabra, unidad de valor, equivalente universal del intercambio. Pertenece a la estirpe del Logos, es —por lo menos a partir de la era “burguesa”— expresión de la Razón misma.

Claro que hoy sabemos, si se nos dispensa la paráfrasis pascaliana, que el Mito tiene razones que la Razón no entiende. Por eso, en el cuadro de Cranach, el Mito (la infancia) se nos cuela de nuevo, allí donde se creía desterrado, enmascarado por la Razón monetaria, y se nos cuela bajo las dos caras de su “moneda”: en la primera de ellas, el apacible, placentero (¿o habría que decir: placentario?) paisaje de Kronach —es decir, la infancia idealizada—, objeto nostalgioso y sacralizado. La otra, es precisamente su alteridad radical: en el zumbido pegajoso de las moscas (que han entrado presumiblemente por esa misma ventana)se preanuncia sordamente el destino de desecho de la vida humana. Es la contradicción misma inherente a lo sagrado —su forma nostálgica de objeto perdido versus su forma prostituida de objeto abyecto— lo que está puesto en juego en el espacio cranachiano. Lo sagrado, que no es única y necesariamente lo religioso, sino —como hubiera dicho Heidegger— aquella desgarradura que permite al mundo abrirse al desvelamiento del Ser, aunque sea en su aspecto más mortificante.
La puesta en juego de esa contradicción, o más bien, de ese vaivén (el “o bien… o bien” de Kierkegaard, para usar de apólogo a otro gran protestante) es lo que hace de El pago una superficie en transformación, no solamente desde el punto de vista temático; también estilístico: se ha señalado la extrañeza que provoca al espectador avisado esa innecesaria proliferación de objetos en el cuadro de un pintor célebre por su ascetismo, por su horror a la ornamentación gratuita. Aquí, por el contrario, es una suerte de horror vacui lo que campea por la escena. Más aún: los objetos (obsérvense el reloj, las monedas, los utensilios, los alimentos) han sido ejecutados con una precisión y un naturalismo ajenos al Cranach “clásico” pero, justamente, subordinados al ritmo a medias gótico, a medias manierista, del conjunto: conjunto a la vez ligero, sin profundidad, y sólido, de una consistencia casi palpable. Si el achatamiento de los planos revela una especie de menosprecio por la perspectiva renacentista, la morbidez de la carne femenina, el serpenteo de su enigmático collar, la pose improbable, y el descentramiento escenográfico producido por el paisaje en la ventana están prefigurando ya el “perverso” retorcimiento manierista, del mismo modo en que las moscas prefiguran la muerte del Mito.

El momento de la transformación, congelado en el espacio del cuadro, afecta también a esos objetos; no tanto a su calidad o a sus relaciones como a su status significante: si unos (el reloj, las aves) conservan aún su condición de símbolos fijos en una iconografía cerrada sobre sí misma, otros son ya signos abiertos, indecidibles. De un lado, unidades de restricción del sentido a los universales. Del otro, principio de indeterminación del sentido de los singulares. De un lado, el significado diáfano (siempre que se lo conozca), la transparencia de la re-presentación. Del otro, el equívoco, la paradoja, la ironía. De un lado la Abeja, del otro la Mosca. El pasaje de la una a la otra es también el pasaje de la Antigüedad a la Modernidad, que implica la introducción de una alteridad, de una negatividad,traducida en la aparición de figuras híbridas, dobles, ambiguas, que corresponden a lo arbitrario del signo por oposición a lo marcado del símbolo. El desmontaje del Mito de la Infancia Feliz deviene campo de batalla semiótico: Cranach, estratega luterano, dispone sus ejércitos sobre el mapa pictórico, enfrentando la falsa universalidad de una codificación rígida a la particularidad de la “asociación libre” (lo cual no quiere decir caprichosa) que implica la precedencia de la representación con respecto al Orden. El pintor ataca, armado de la navaja de Occam (que, ya dos siglos antes, ha rechazado la existencia real de los universales: la realidad está hecha de términos independientes, lo universal sólo existe en el concepto), rasgando el discurso de la imagen, abriéndolo a las potencialidades de su mutación, es decir a su posible “infinitud”.
Es curioso —o no tanto— que en su batalla Cranach utilice las fuerzas del enemigo para debilitarlas desde adentro, así como medio siglo después Cervantes introduciría el “principio de indeterminación” en el mito caballeresco para transformarlo en un nuevo género, la novela. También es curioso, tal vez, que el acceso a la infinitud de los signos sea una ventana por donde uno puede asomarse a la ilusión de la infancia, pero no puede evitar, al abrirla, que entren las moscas, anunciando que ya somos, al decir de alguien, “cadáveres con permiso”. En ese encuentro la pintura de Cranach se coloca en posición de límite, es decir de denuncia de la ilusión de saldar una deuda (también ese puede ser el sentido de El pago) que ya nos ha sido empezada a cobrar desde el momento mismo del nacimiento.
Como la dulce ensoñación de una Abeja ahogándose en su propia miel…