La gran noche de Shiva

Dentro de la mitología hindú, Shiva es una figura tan compleja como fascinante. Adentrarse en su simbología permite enfrentarse de otra manera al pensamiento occidental contemporáneo.

GIMENA BILBAO

De todas las lecturas posibles prefiero las incompletas. O, mejor dicho, aquellas que dejan algún resquicio para pensar más allá del sentido común o incluso liberarse en su contradicción. En una época donde todos opinan sobre todo para no quedar fuera de la conversación, donde todos parecen tener una posición tomada o aseguran conocer una fórmula de superación personal imbatible, cada vez más prefiero aferrarme a lo incierto. A la posibilidad de no saber, de no decir, de no opinar, al placer de la renuncia. A veces pienso que tal vez por eso me reconfortan algunas figuras religiosas o mitólogicas: no las entiendo, no puedo emitir un juicio sobre ellas en un puñado de caracteres y en lo inasible encuentro un poco de aire. Hoy se celebra Maha Shivaratri o “La gran noche de Shiva”. Carlo Rovelli, en El orden del tiempo, advierte que la mitología hindú representa el río cósmico en la imagen divina de un Shiva danzante: su danza rige el discurrir del universo, es el flujo del tiempo. “¿Qué hay más universal y evidente que ese discurrir?”, se pregunta.

Shiva es una figura tan compleja como fascinante: es el dios de la destrucción y también el de la creación. Es lógico entonces que toda certeza que intente ensayar se desvanezca a medida que profundizo en el asunto. Ya lo dijo Vassilis G. Vitsaxis: “Para las personas de occidente, familiarizarse con el hinduismo es como entrar en un pasillo oscuro, parece imposible estar seguro de algo, sobre todo de que habrá luz al final de ese pasillo”.

En la reserva del Museo Nacional de Arte Oriental, que tiene un acervo de cuatro mil piezas, encuentro, gracias a la precisión de la encargada de documentación y archivo, una lámina de Shiva Nataraja o el Señor de la danza. De las 64 imágenes existentes, esta es una de las representaciones más conocidas. El Shiva danzante es pura tensión, acaso por eso sea irresistible. Baila en la alegría y en la tristeza y combina los poderes destructivos y creadores de la divinidad. Es sereno y austero, pero también es dinámico y protector: es el dios del ritmo. El ritmo como movimiento incesante del mundo, el vaivén destrucción-creacción que lo hace posible.

La mitología india reconoce cinco elementos fundamentales en la creación del universo: los cuatro que ya conocemos (agua, aire, fuego y tierra) y el sonido. Por eso Shiva Nataraja lleva un pequeño tambor en una de sus cuatro manos.

En El libro de las religiones, Jostein Gaarder, Victor Hellern y Henry Notaker apuntan que la diversidad del hinduismo se manifiesta claramente en sus conceptos de lo divino: “La divinidad no es un ser personal, sino una fuerza que impregna todo (tanto los objetos inanimados como las plantas, los animales y las personas).” Sabemos que el culto divino se concentra en tres dioses. Uno es Vishnu, que en muchos casos es representado como un joven hermoso. En el hinduismo moderno ha adquirido una mayor importancia mediante sus llamados “descensos” o revelaciones, tales como Rama y Krishna. Especialmente popular es Krishna, a quien se adora como el omnipresente señor del mundo, descrito como un pastor. La aventura erótica de Krishna con las pastoras se interpreta simbólicamente como el amor de Dios a los seres humanos.

Por su parte, Shiva es el dios que obtuvo su fuerza a través de la meditación, es el yogui supremo representado como un asceta. Sin embargo, también tiene esa característica de dios salvaje y extático: a la vez creador y destructor, aspectos que lo hacen atractivo y aterrador al mismo tiempo. Es quien trae la enfermedad y la muerte, pero a su vez es quien las vence. Entre la variedad de características a partir de las cuales podríamos reconocer la figura de Shiva encontramos algunos objetos: el tridente en una de sus manos, el cuenco del mendigo y las cuentas de oración en su cuello. Mientras estas dos últimas refieren al ascetismo y la serenidad, el tridente simboliza su dinamismo. Eso es lo fascinante: el carácter dual se encuentra donde se lo mire. Tiene incluso un tercer ojo —que iluminó al mundo cuando quedó en tinieblas— y tres líneas horizontales en la frente que sus seguidores imitan.

La filosofía de las religiones de la India se sustenta en gran parte en la fe en un Dios eterno pero no se dice si este Dios es Vishnu, Shiva o algún otro. Cada persona tiene la voluntad de elegir la figura a la que desee rendir culto. El dios Brahma aparece ligado a Vishnu y a Shiva formando una trinidad. Brahma sería entonces el creador del mundo, Vishnu quien lo sustenta, el que conserva las leyes de la naturaleza y el orden universal, y Shiva aparece como el destructor, que al fin de cada era baila hasta dejar el mundo hecho pedazos.

La gran noche de Shiva es una larga noche de baile y ofrendas. La danza de Shiva Nataraja es el triunfo de este dios sobre un demonio. En su representación está rodeado por un círculo de llamas y su pierna izquierda se alza sobre el suelo mientras la derecha aplasta al demonio. Shiva Nataraja no tiene miedo. Así lo demuestra una de sus cuatro manos, su palma abierta hacia el frente, mientras la otra señala el pie levantado en un gesto de alivio y salvación.

En el hinduismo, la noción de Ser Supremo o Primera Causa es muy diferente a otros credos. La dualidad y la relación dios-hombre deja de existir y la salvación consiste en realizar la unión con lo absoluto. En otras palabras, la salvación consiste en desarrollar la propia identidad en concordancia con la esencia de la divinidad.

Vida y muerte, luz y oscuridad, creación y destrucción. En relación a esta antigua integración de los opuestos en una figura religiosa, solo puedo aportar de mi acervo de consumos occidentales una línea de Esperando a Godot: “Ya está, contradigámonos”.

El Museo Nacional de Arte Oriental celebra Maha Shivaratri (“La gran noche de Shiva”) un espectáculo de danzas clásicas de India, el sábado 18 de febrero 18.30 h en el auditorio Astor Piazolla del Centro Cultural Borges (Viamonte 525, 2do piso).

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