La última obra de Duchamp

En El último día de Marcel Duchamp, Donald Shambroom construye un artefacto de crítica a partir de una crónica detallada del último día del artista. Su muerte, ¿fue un ready-made final?

MARINA WARSCHAVER

La grandeza de un artista quizás pueda medirse a partir de la cantidad de bibliografía producida alrededor de su vida, de su obra, de cada punto de inflexión en esa existencia. Ocurre con Albert Camus y aquel trágico accidente de auto. Es cierto que en ese caso, el componente absurdo resulta más inquietante. La muerte de Marcel Duchamp tuvo otro componente. Donald Shambroom se aboca en El último día de Marcel Duchamp en las circunstancias de esas últimas horas para hacer un delicado ejercicio de crítica de arte. El texto se construye alrededor de dos incógnitas. La primera es si la muerte de Duchamp fue una extensión de su trabajo artístico. La segunda, en tanto, acaso más inquietante, surge a partir de una anécdota. Pocos minutos después de que falleciera artista, Man Ray tomó una fotografía del cuerpo yacente. Pero, ¿quién es el autor de la fotografía? ¿Man Ray, quien disparó el obturador, o Marcel Duchamp? La respuesta, sugiere Shambroom, se complica. ¿Y si Duchamp, como último acto creador, se convirtió en una ready-made?

Calvin Tompkins, uno de sus biógrafos, subraya que se ha insistido mucho en que la influencia de Marcel Duchamp ha sido, en la práctica artística, únicamente perniciosa. De creer las acusaciones de sus adversarios, al abrir la caja de pandora de su talante más iconoclasta y derribar las barreras entre arte y vida, Duchamp liberó los demonios que han acabado por barrer todos los presupuestos de lo estético y han abierto las puertas a la ilimitada autocomplacencia, el cinismo y a la pretenciosidad de las artes visuales. ¿Qué podría ser más subversivo que los ready-made, que socavaban toda definición previa de arte, artista y proceso creativo.

Ya en sus comienzos, Duchamp apunta a radicalizar su propuesta artística y eso lo vemos desde su agitación por el cubismo. Ocurrió en su estancia en Buenos Aires, a la que se le dedicó un dossier entero en la revista ramona y que puede encontrarse en el volumen publicado por Mansalva. En uno de los textos, Rafael Cippolini subraya algunos detalles de aquella estadía. En junio de 1908, cuando se instaló en Buenos Aires, Duchamp alquiló un estudio en la calle Sarmiento 1507, tenía en mente un singular proyecto titulado “Cubify B. A.”) cubificar Buenos Aires, con el que se proponía importar los libros Les peintres cubistes / Méditations esthétiques”, de Apollinaire y “Du cubisme”, de Gleizes-Metzinger, como una forma de divulgación de una exposición con treinta obras cubistas en una galería de arte. Faltaban todavía sesenta años para su muerte quizás performática pero ya estaba erosionando los cimientos de un estado del arte que no lo conformaba del todo.

Lo que más le interesaba a Duchamp era la libertad: total libertad personal, intelectual y artística. Su manera de conquistar esas tres libertades constituye su obra de arte más impresionante y perdurable. La obra de Duchamp libera la mente para que actúe por sí misma.

Suele ocurrir que el carácter postestético del arte da a entender que es el fin del arte, pero esto no significa que dejarán de hacerse obras de arte, sino que no tendrán ninguna utilidad humana importante: ya no fomentarán la autonomía personal y la libertad crítica, ya no fortalecerán el ego contra el superego social lo mismo que contra los instintos, dos cosas que sofocan la individualidad con el conformismo.

Cuando las obras de arte se hacen consumadamente comerciales –cuando la identidad de las mercancías sobrepasa y subsume la identidad estética, por no decir el valor espiritual–, se convierten en artefactos cotidianos, con lo cual invierten la «ósmosis estética» que Duchamp consideraba la esencia del «acto creativo». La ósmosis estética hace a las obras de arte evocativas y atractivas, e incluso las crea, ya que transforma la «materia inerte» en un fenómeno «que el espectador está deseando llamar una obra de arte: un fenómeno que incita al espectador a reaccionar críticamente», es decir, a tomárselo en serio.

Duchamp describía la ósmosis estética como «una transferencia del artista al espectador […] que se produce a través de la materia inerte, como son un pigmento, un piano o el mármol». Esta transferencia es «el mecanismo subjetivo que produce arte en estado bruto –à l’état brut–, malo, bueno o indiferente». El arte en estado bruto es informado por el “coeficiente artístico” personal del artista, que Duchamp considera como “una relación aritmética entre lo inexpresado y lo intentado y lo inintencionalmente expresado”. Vale la pena señalar, como Duchamp sin duda sabía, que la transferencia es un término psicoanalítico que se refiere a la tendencia del analizado a transferir a su relación con el analista los sentimientos intensos, incluso dolorosos, que experimentó en sus relaciones infantiles. Duchamp sugiere que en el acto creativo el artista transfiere sus sentimientos primitivos a su material, el cual se convierte en el medio a través del cual son transferidos al espectador. La transferencia es en efecto el acto creativo básico –el necesario trabajo emocional, podría decirse– que convierte el material en arte. El primer paso es convertir el material en un medio, que es lo que hace la transferencia. En otras palabras, el medio material sustituye al artista. Cada obra de arte particular representa un autoencuentro por así decir, esto es, una sesión analítica en la que el artista reexperimenta y reordena sus sentimientos a través del medio de su material. El estudio se convierte en una clínica en la que el artista busca su autocuración, aunque todo lo que quizá consiga sea una autoexpresión: un autorreflejo (¿un autorremedo?) bajo un disfraz artístico. Sabemos que Duchamp fue un artista de la huida por definición. Es posible que tanto “El Gran vidrio” como “La Caja verde” ofrezcan un intrigante retrato de una mente que ha sido calificada como la más inteligente del siglo pasado. Y si esa performance final fuera la obra más radical de su vida. No quedaba otra posibilidad. No quedaban más barreras que romper.

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