Es lo que hay

Las novelas del irlandés Gene Kerrigan se desarrollan en el territorio de la aceptación de la realidad, en el reconocimiento de que, quizá, donde se muestra lujo solo hay desastre

Mariano Granizo


Gene Kerrigan es periodista, dublinés y escritor de novela criminal. Los dos primeros datos confluyen ampliamente para construir el tercero. Porque Kerrigan no ha dejado de escribir siempre de lo mismo, del desastre que ha desatado en Irlanda, y particularmente en Dublín, el estallido de la burbuja inmobiliaria. Sea en sus libros de no ficción como en sus novelas criminales/negras (desde Delincuentes de medio pelo, pasando por El coro de medianoche hasta llegar a esta última, todas publicadas por Sajalín) Kerrigan combina personajes provenientes tanto de los ámbitos financieros y políticos como de la criminalidad (organizada y desorganizada) para hablar, todo el tiempo, solo del dinero: de lo que deja, de aquello a lo que modifica, de lo que marca definitivamente. Sí, Kerrigan habla todo el tiempo sobre el dinero, directa o indirectamente, porque es el dinero, en el mundo real, lo único que importa, lo único que posee un valor trascendental, lo que equilibra la balanza al menos por un tiempo (el personaje criminal de esta novela se pasará toda su fuga procurando asesinar a la suficiente cantidad de personas que equilibren el valor de la muerte de su hermano: las cuentas deben ser saldadas y los valores equilibrados; cada persona tiene un valor, algunos son monedas, otros billetes y hasta los hay quienes son cheques en blanco). En la construcción que Kerrigan hace de Dublín, entre sus habitantes, todo lo que lleve a la obtención de dinero es trabajo, algo que solo se reconoce como tal entre los delincuentes, que no cuestionan sus propios modos de obtener dinero, algo que, en definitiva, es lo que se le pide a todo el mundo.

El Dublín de Kerrigan es, según sus palabras, “una ciudad petulante y ajena”, como todas, a fin de cuentas, dado que una ciudad no es otra cosa que una centralización material del poder; al margen, por debajo o entremedio de la ciudad ocurre siempre la novela negra/criminal, pero siempre fuera de la visión de los ciudadanos que poseen el dinero. Es la nueva Irlanda, la nación próspera, la del derrame de migajas a los pobres (todo suena muy conocido), la de la burbuja inmobiliaria que, finalmente y como todo lo que parece perfecto, estalló. En esa Irlanda posterior, puntualmente en Dublín, concentración del poder/dinero, donde se ven las ruinas de la burbuja (edificios de departamentos abandonados, edificios estatales sin uso, grandes edificaciones a medio construir cuya destrucción sale tan cara como su finalización) los que salen de la cárcel y saben que en algún momento van a volver por propio esmero o por efecto del ordenamiento social deben enfrentar el desastre de la economía tanto como los ciudadanos considerados honestos o los policías que no quieren tener más problemas de los que su propio trabajo les pone en su camino. En la trama que construye Kerrigan, el policía y el expresidiario se cruzan por hechos cotidianos que se van sucediendo, de esos a los que habitualmente no les prestamos atención, pero que ahí están, los que no sabemos que suceden, pero que sí ocurren y modifican la vida de muchos, hechos normales como la economía. Cuando la economía colapsa, ocurren cosas lógicas como el asesinato de un banquero, bombas molotov a bancos y atentados a sus dueños y a los agentes inmobiliarios que venían de ser superestrellas. Desde diferentes puntos de vista comienza a armarse algo que el lector no puede reconocer con claridad, pero algo pasa. Entre recortes de servicios públicos y aumento de los impuestos, el asesinato del banquero Sweetman tiene al periodismo, siempre servil al poder, tras la policía, que debe sostener una imagen del orden. En un mundo donde el dinero siempre es de otro, tanto los criminales como los agentes del orden, ambos con sus vínculos afectivos alcanzados por sus acciones, deben sobrevivir al poder. Desde ya, ambos perderán. Kerrigan desgrana la vida miserable de unos y otros: si no supiéramos lo que hacen para vivir no podríamos distinguir quién es quién. En un cambio de foco constante Kerrigan los coloca a la misma altura y hace la distinción solo al momento de nombrar la posición de cada uno en el orden social de la criminalidad.
Como en toda novela negra/criminal, Kerrigan no busca un restablecimiento del orden, ese deseo del paraíso perdido inexistente en la tierra: los que beben, beben mucho y saben que los matará; quienes delinquen saben que los espera tarde o temprano la cárcel; quienes tratan de detenerlos saben que es imposible lograrlo de un modo significativo;  quienes conviven con unos y otros saben que no hay luz al final de ese túnel que es la vida y que siempre todo puede ser peor; solo quienes manejan el dinero saben que todo saldrá bien. Es lo que hay en la vida de cada uno, y conviven con eso porque no queda otra: “James Snead era un sesentón alto de pelo gris, extrabajador de la construcción, musculoso y con algo de panza. Tenía patas de gallo, y unos finos capilares rojos le entrecruzaban la nariz. En otra vida había sido viudo y había criado a una hija solo, y casi nunca fue más allá de la costumbre de beber dos pintas los viernes por la noche. Pero un día su hija murió con una aguja en el brazo. Tenía un bebé, y James lo crio hasta que se hizo mayor, y un día alguien le metió a Oliver Snead dos balas en el pecho y otra en la cabeza. Poco después, James Snead decidió que llevaba demasiado tiempo siendo una persona sensata. «Si el mundo va a ser tan feo, prefiero mirar para otro lado»”. La furia, como toda novela negra o criminal, vale por esos fragmentos perdidos en la narración, una narración clásica que sirve como excusa para islotes de significado (la historia de James Snead, la de Noel y su expareja, la del detective con su exesposa, la de Vincent y Albert, etc.), pequeñas historias que no podrían narrarse sin la estructura que las sostiene; islotes, cápsulas narrativas que podrían ser de una novela realista cualquiera o relatos esbozados al pasar o que solo muestran su superficie, como lo hacía Hemingway; así, la novela negra/criminal narra lo que ya se sabe, incluye aquello de lo que todos estamos enterados sobre el mundo que nos rodea, pero que debe ser recordado cada tanto para vencer el olvido de la vorágine diaria.


Kerrigan, periodista, sabe que el Dublín real no es la ciudad con pubs céntricos y recorridos pulcros armados para los turistas extranjeros. La novela negra/criminal se encarga de mostrar la otra cara y procura que no se olvide que tener o no tener dinero es el trasfondo de la existencia de todo ser humano. Si bien su estilo puede tener cierta semejanza con el de James Ellroy, abriendo constantemente  numerosos frentes, lo que hace Kerrigan es evitar agotarlos, limitándose a lo que necesita la narración que está construyendo. Yendo de escena en escena, a toda velocidad y sin abusar de los diálogos, el narrador nos permite ver todos los ambientes del Dublín cotidiano, ese que vive realmente y no se imposta para el turista. Albañiles, periodistas, delincuentes, jubilados y policías, todos son iguales porque “un trabajo es un trabajo”, en definitiva, un modo de ganar dinero, solo son las circunstancias las que hacen tomar uno u otro, lo que da la pauta que solo quienes pueden elegir qué hacer por no tener la necesidad de hacer (por no tener la necesidad imperiosa de dinero) inmediatamente pueden arrogarse esa absurda frase de que nunca serán policías: en las novelas de Kerrigan nadie elige con tanta arrogancia y nadie puede evitar terminar siendo el policía de otro.

Si la novela criminal/negra no se vale de la deducción y el juego de resolución intelectual de un enigma es porque en el terreno en que se juega la historia ya está todo dado y quienes se regodean en esas especulaciones son, en definitiva, los especuladores que manejan el dinero (el enigma de obtenerlo y hacerlo desaparecer para el resto), dinero que, en el terreno de la novela criminal/negra lo es todo, porque siempre está en falta. Sin el juego especulativo ni el restablecimiento del orden queda la vida de las calles, la vida y la muerte en las calles.
En Lo sólido en el aire. El eterno retorno de la crítica marxista (CLACSO, 2021) Eduardo Grüner hace referencia al pesimismo moral como un “recurso un poco cobarde del que prefiere creer que la realidad ya está hecha, es fea, y no hay nada más que hacer”.  Si bien esto le ocurre a los personajes de La furia, que lo manifiestan constantemente mediante sus diálogos (“Ganes o pierdas, hay que tomárselo igual: no es más que un resultado”; “Me ha pasado a mí, a ti, a todos. Así son las cosas”; “eso era lo único que se podía hacer”; “Las cosas siguen su propio curso”; “Ya lo has hecho, sea lo que sea. Lo único que podemos hacer ahora es vivir con ello”; “Nada que se pudiera calificar de ético. Pero había que hacer algo”; “nadie cree en cuentos de hadas”; “No es lo mejor, pero ¿qué  lo es, en la vida?”; “Nos pasa a todos. Las relaciones no siempre funcionan, por mucho que nos empeñemos, y la gente sufre y no se puede hacer nada”; “algo propio de adultos, algo que había que aceptar y superar”; “Así es la vida, ¿no?”; “Si existe una manera de pasar por este mundo sin hacer algo malo, yo no la conozco”), Kerrigan no acepta que esta sea la actitud final ante el mundo y los junta a todos en una historia para dejar, claramente especificado, que es el sistema neoliberal con el dinero como bandera y el derrame como carnada el que ha hecho pensar así a sus personajes. De no verlo Kerrigan de esta manera, la novela no existiría como tal y sería un policial más de resolución de enigma y, por lo tanto, de restablecimiento del orden.

En la construcción de la novela de enigma se replica el orden que debe restablecerse; la novela criminal/negra se desvía de ese orden, de la norma (lo mantiene solo como referencia a aquello de lo que se está desviando en la figura de un agente ordenador -en La furia, un detective de la policía intentará saber quién mató a un banquero, aunque eso no interese en la historia más allá que como un motor necesario para avanzar por Dublín, su gente y sus instituciones-) y se fundamenta en lo otro, en esos fragmentos que cuentan aquello que el orden deja fuera porque no le interesa. En esos fragmentos, islotes de significado que son la clave de la novela de Kerrigan, se muestra el carácter similar de la vida entre los miembros de una clase social que contiene tanto al reprimido como al represor (delincuentes de poca monta, policías, abogados, periodistas, jubilados y albañiles), los últimos eslabones tanto entre los controlados como los de los órganos de control. El detective sabe que solo detiene a pobres infelices, nunca a los que hacen la diferencia, y claro, debe convivir con eso; recortes salariales tanto en lo público como en lo privado hacen que compartan una realidad más o menos similar en sus imposibilidades.
Si el puntapié inicial de la novela es saber quién mató a un banquero (no hay lector de novela criminal/negra a quien pueda esto importarle, y Kerrigan lo sabe) rápidamente se entrecruza con un robo que sale mal, y donde las cosas salen mal el orden se dispersa definitivamente. Es así como toda la línea del golpe queda en segundo plano ante lo que se cuenta sobre esa clase que convive con el delito, una zona en la que el trabajo no se distingue entre el legal y el que no lo es. Tanto la vida de los delincuentes como la de los policías está dañada económicamente por quienes manejan el dinero, y ese desastre económico en que viven permite que sus caminos se entrecrucen por conocidos de conocidos, más allá del trabajo que cada uno realice. Es ese camino, y sus cruces, lo que justifica la novela, la vida y la muerte como resultado del hacer. Eso, sin mucha estridencia, sin ninguna. Ni un solo personaje de la novela justifica evitar su muerte, no nos genera empatía alguna, y solo los acompañamos en la narración gracias al uso de una tercera persona que nos permite saber lo que piensan todos sin que la existencia o la opinión de alguno de los personajes quede por sobre la del resto. Democrático en su estilo, consigue que cada uno gane tiempo en su supervivencia, porque en la novela negra/criminal el orden nunca ha existido como premisa ni será posible restablecerlo, solo ganar tiempo para seguir viviendo y muriendo más adelante, en otro momento, bajo otras circunstancias, otros nombres, otras historias que sirvan como excusa, es decir, una nueva novela de Gene Kerrigan.