La recuperación
Eduardo Halfon escribe sobre lo perdido en Auschwitz
Facundo Milman

Hay textos que parten de una búsqueda y otros géneros discursivos que se empecinan en buscar dentro suyo. La búsqueda siempre es errante y se configura en un mapa conceptual de pérdida, pero la búsqueda se lee en el trauma. Una generación como la mía hizo un retorno. La vuelta y, por qué no, la respuesta a la Tradición (entendida como lo incesante que no se repite ni deambula en círculos) produjo una nueva escritura. Eso es el retorno a lo perdido en Auschwitz como acontecimiento y evento en la historia, como la culminación de un proyecto. Oh gueto mi amor (Páginas de espuma) de Eduardo Halfon es una escritura de la búsqueda de lo perdido en Auschwitz, pero pérdida primera cifrada en Lodz. Siempre sostengo que hay tres generaciones: la generación de los abuelos, la de los padres y la de los hijos. La primera se caracteriza por encarnar a la tradición, la segunda de negarla y la tercera de recuperarla. Quizás la podría englobar como la dialéctica familiar: tesis, antítesis y síntesis de la institución más antigua. El libro de Halfon se propone recuperar a través de una serie de fotografías, encuentros y búsquedas. Pero, sin embargo, tiene una característica: hace un salto dialéctico de la generación de su abuelo hacia la suya, hace un salto en el tiempo entre él y su pasado o, como escribe Lenin, ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos! En definitiva, Halfon, como escritor y judío, traza un recorrido en dos tiempos: pasado, el pasado de su abuelo, y el presente, el suyo. Un presente teñido de sangre, barro y diferencia (lingüística).
El relato de Halfon tiene una triple clave: por un lado, Madame Maroszek y, por otro lado, las fotografías y un papel amarillento. En primer lugar, Maroszek es un personaje enigmático. Una persona que no se le da las tecnologías, las redes sociales, el mail. Una persona con la cual hay que contactarse a través de correo, pero que tiene una amplia red de información. Un hecho interesante es que este personaje maneja muchos idiomas: habla polaco y español, es el nexo entre el narrador y las personas con las que entra en contacto. Ella es una intérprete, una traductora, un punto por donde pasar para hacerse entender. Madame Maroszek actúa como una especie de médium entre la cultura desgarrada de los polacos y la errancia ambivalente de Halfon. Es difícil entablar una conversación con Maroszek, por ende, se entablan silencios. Si bien Halfon habla con ella, habla poco. Oh gueto mi amor me atrevo a decir que es una ficción de silencios. Silencios que se concretan y se suceden continuamente. Halfon nunca sabe qué decir, siempre titubea y está arrojado a la incomodidad. Y si el judaísmo es algo, sobre todo, es incomodidad. Esa incomodidad y presión a la hora de entablar una conversación es una constante en el texto. Entre otras cosas, ambos brindan en silencio. Comen varenikes y toman vino o vodka en silencio. La conversación aparece en los silencios. Los silencios son las conversaciones. La carga afectiva de Halfon se manifiesta en la calladura. El otro nodo central de Maroszek es qué la motiva. ¿Por qué ayuda a un nieto de un sobreviviente de Auschwitz? ¿Por qué hace eso tan amablemente? ¿Busca algo? ¿Esconde alguna otra cosa? Hay testimonios: los unos afirman que ayudó a esconder a judíos durante la Segunda Guerra Mundial y los otros dicen que delató a judíos. Entre extremo y otro, hay un entre: salvó judíos y su familia delató judíos. Entonces ella se ocupa de redimir a su familia. La culpa la corroe, aunque Halfon nunca quiso someterla a preguntas incómodas que puedan resquebrajar la relación y la ayuda se desmaterialice. Sin embargo, en el relato de Halfon, hay fotos. Dos son las fotos que Halfon le entrega a Maroszek: la primera, su abuelo joven después de ser liberado del campo de concentración de Sachsenhausen; la segunda, una foto de un estudio antes de que la guerra estallara y es la única foto que su abuelo conservó de y con sus hermanos. Pero entonces llegamos al último material: el papel amarillento. El papel hace irrumpir un recuerdo, Halfon se acuerda de sí mismo cuando era pequeño y tenía una conversación con su abuelo. Él le cuenta que quiere conocer Polonia y el abuelo, como buen sobreviviente, no quiere saber nada. Se niega, lo rechaza y le dice “los polacos nos traicionaron”. El abuelo, del cual no conocemos el nombre, solía gritar que un judío nunca debe ir a Polonia. Entonces, de repente, el abuelo se iba. Pero pasó algo, luego de un rato, el abuelo volvió a aparecer y le entregó un papel amarillento con unas pocas líneas escritas en puño y letra. Esa era la dirección donde vivía cuando estuvo en Lodz. Esta no solo es otra de las claves del relato, sino también lo que permite el viaje y el retorno a las raíces.

Antes de proseguir, me gustaría detenerme en la materialidad de los recursos utilizados por Halfon para recomponer, retornar y recuperar la historia de su familia. En primer lugar, tenemos a una guía y traductora que actúa como mediadora entre su vida y la cultura europea. Cultura que se encuentra desgarrada por la muerte, por lo que cometieron y por lo que no terminó, eso es lo que nunca deja de pasar. En segunda instancia, observamos las fotos. Fotos que reponen una existencia de lo que fue y de lo que no es, existencia de lo que pasó y lo que es ahora, existencia de lo que devastó a los judíos europeos y de los restos que nunca se dejaron de acomodar. En último término, una escritura. Unas líneas escritas en puño y letra por el mismísimo abuelo, un legado entregado al nieto, para que vaya a Polonia. Lo que se entrega en ese papel es el futuro y las esperanzas puestas en un nieto. Un nieto que no solo quiere ir a Europa, sino que también quiere escrutar con sus propios ojos lo que ocurrió en el lugar donde vivía. Entonces el abuelo entrega su futuro porque, también cabe decirlo, estaba enfermo, débil y ya deliraba. No sabemos si lo entrega en la posibilidad de intentar de arreglar algo o ceder ante los deseos de su nieto. De cualquier forma, en ese gesto, se crea la conexión entre nieto y abuelo; entre abuelo y nieto; entre dos temporalidades y el espacio de lo eterno que permite reconstruir sobre las ruinas de la barbarie sistematizada. Si queremos reconstruir un vínculo, una tierra, un pasado y una afección, entonces indefectiblemente vamos a volver. Retornar a la tierra acribillada para recuperarla. El viaje al pasado de Halfon tiene una última parada: la palabra y la errancia. Porque primero tuvimos una relación escrita en presente con Madame Maroszek, relación que empezó siendo escrita a través de cartas, relación que su único propósito era restaurar la historia de Halfon -o la de su familia-. Luego nos encontramos con la materialidad de las fotos, lo sabemos tanto por Barthes como Sontag, que la fotografía atestigua la duración, la muerte y la existencia de las personas. Eso es lo punza, una vida que ya no va a ser. Aquí las fotos obtienen ese mismo carácter intensificado por el acontecimiento Auschwitz: no solo una vida que ya no va a ser, sino que también una vida que va a estar destruida a través de su traumatización. Porque eso es, entre tantos significados, lo que fue Auschwitz: la desaparición del ser judío, pero el judío solo puede ser convertido en una in-existencia a través de la borradura del Libro. La última parada fue el papel entregado por el abuelo, por el zeide, de Halfon: la dirección donde vivía. Una inscripción en un papel amarillento que daba testimonio de una vida pasada, una vida en el olvido, y que se escribió pese a todo: una sobre-vida. Sobre los lamentos, sobre las furias, sobre los enojos, sobre las matanzas: el zeide escribe la dirección de su casa, una dirección que simboliza la pérdida y el horror; el trauma y el costo; la vida y la muerte. Pero aun así, insistir en la escritura. Lo que se produce al final del libro, en la escritura de Halfon, es un nuevo acontecimiento: la resignificación del apellido. Halfon, escribe el guatemalteco, viene de una palabra en hebreo antiguo o del persa antiguo y significa aquel que cambia la vida. Así como Eduardo Halfon estudió ingeniería y se convirtió en escritor, el zeide abandonó el horror para entregar un vestigio a su nieto y que cambie su vida. En otras palabras, para que el nieto cambie la vida de la familia. Un nombre, y solo un nombre, es capaz de transformarse. Un nombre puede ser trascendente. Tener la dicha y el poder de pronunciarlo, así como Adán dio nombre a los seres vivos, es uno de los poderes del lenguaje. Pero también pienso que la potencia radica en la ficción, en la ficción de cargarla de verdad y mentira al mismo tiempo, porque es el único género de escritura que permite la resignificación de un pasado. Un pasado que no deja de ser traumático, un pasado que no deja de habitar el horror, pero también es un pasado que puede ser cambiado. Ya que todos, eventualmente, nos convertimos en nuestra propia ficción.