Especialista en secretos
En la historia hubo un curioso oficio que fue el de “profesor de secretos”. ¿De qué se trataba? ¿Quiénes fueron esos “secretistas” que difundieron la sabiduría de las cosas de la manera que pudieron?
RAFAEL JESÚS OSORIO

En 1585, un monje agustino llamado Tomaso Garzoni publicó un libro titulado La plaza universal de todas las profesiones del mundo, una especie de enciclopedia humorística y satírica que describe las diferentes profesiones y oficios que existían en la época, incluyendo descripciones detalladas de los estereotipos y costumbres de cada uno. Entre una de esas profesiones incluía una categoría que llama la atención: “profesor de secretos”, que se trataba del oficio de aquellos que buscaban cosas ocultas y desconocidas. Estos secretos, afirmaba Garzoni, son cosas “cuyas razones no están lo bastante claras para que las conozca todo el mundo, sino que por su propia naturaleza solo se les manifiestan a unos pocos. No obstante, contienen ciertos gérmenes de descubrimiento que facilitan la búsqueda del camino que conduce al esclarecimiento de cuanto el intelecto desee conocer”.
Uno de los posibles “secretistas” de la historia podría haber sido Hortensio Flamel, un personaje histórico asociado con la alquimia y la búsqueda del “elixir de la vida eterna”, que supuestamente escribió El libro negro o la magia.

Nacido en París en el siglo XIV, fue un rico comerciante de libros y manuscritos antiguos. Según la leyenda, Flamel habría descubierto un manuscrito alquímico que le habría revelado los secretos de la transmutación de los metales en oro y de la creación del elixir de la vida eterna. La leyenda de este personaje se ha perpetuado a lo largo de los siglos y ha sido objeto de mucha especulación y fantasía.
Si bien algunos de esos secretos de La plaza universal de todas las profesiones del mundo eran “buenos” y su búsqueda era una ocupación honorable, es evidente que Garzoni tenía una opinión bastante desfavorable de esos “secretistas”, los cuales, con demasiada frecuencia, perseguían “secretos vanos y ridículos” que no ofrecían el menor beneficio a la humanidad. Algunos, afirmaba el agustino, “ponen tanto celo en esta profesión de los secretos que la ansían más que a las mismísimas necesidades vitales”.

El estereotipo en que se basaba Garzoni era el del alquimista obsesivo que echa a perder su vida en una búsqueda insensata y baldía de la piedra filosofal. Allí está la pintura de Brueghel, que caricaturizó a la patética criatura en el marco caótico de su laboratorio. Los secretistas, al igual que los alquimistas, eran un producto de la tradición hermética, en la cual el empirismo mugriento se mezclaba con la magia natural para ofrecer lo que a ojos de la opinión pública no tardaría en convertirse en una tentativa poco respetable de descifrar la naturaleza.
Entre los italianos que Garzoni catalogaba como “profesores de secretos” figuraba Alejo Piamontés, autor de un libro, Los secretos, que podemos calificar de un best-séller internacional. El texto, publicado por primera vez en 1555, conoció no menos de diecisiete reediciones en los primeros cuatro años de circulación, y a finales del siglo XVII, ciento cuatro reediciones después, aún seguía publicándose.

Nadie, sin embargo, sabía quién era este Alejo Piamontés. En el prefacio del libro afirmaba ser un hombre devoto que había acumulado sus conocimientos “secretos” al margen de cualquier tradición académica, simplemente recorriendo el mundo y obteniendo información de las personas con las que se cruzaba. A día de hoy, su identidad sigue siendo objeto de controversia. Ni que decir tiene que los secretos no lo serían tanto cuando se difundían en un libro tan famoso, y el título escogido por Alejo seguro que obedecía a una treta de márketing; pero al adherirse a la convención hermética de considerar que ciertos conocimientos son demasiado poderosos para ser divulgados, el autor se vio obligado a justificar moralmente su decisión de “revelar” al mundo esos secretos tan preciados. Así, Alejo nos cuenta que en su día se abstuvo de enseñar un remedio a un cirujano médico por miedo a que el hombre lo usase “para su provecho y honor”, a consecuencia de lo cual el paciente del médico murió. El suceso obligó a Alejo a reconocer que una información tan valiosa debía ponerse al alcance de todo el mundo.
Y así lo hizo. Las páginas de Los secretos están repletas de recetas útiles para la vida cotidiana: medicinas, perfumes, jabones, lociones, cosméticos, recetas culinarias y algunos procedimientos más especializados, como las instrucciones para fabricar metales o pigmentos. En la distancia que va de la grandilocuente promesa del título al carácter mundano del contenido, Los secretos revela la verdadera magnitud y trascendencia de la tradición que representa. Lo primero que llama la atención es que el libro, como manual técnico, figuraba completamente al margen de las disciplinas académicas que se estudiaban en las universidades. Ni siquiera la enseñanza de la medicina, una materia erudita, dejaba de basarse en los difusos e ineficaces principios teóricos formulados por autores tan antiguos como Hipócrates y Galeno, cuando en la práctica los médicos recurrían a los métodos de los cirujanos iletrados y a pociones de hierbas y minerales que solo se diferenciaban de los remedios populares en que eran más caras. Originalmente cirujano de los gladiadores de Pérgamo, su ciudad natal, Galeno viajó por todo el imperio y escribió sobre todos los aspectos de la filosofía y la medicina. Su obra fue recopilada y compendiada por los autores médicos de las postrimerías de la Antigüedad y el islam. Y en contra de la influencia continuada de su obra reaccionaron Paracelso y sus seguidores en el siglo XVI. Resulta complejo resumir los extensos escritos de Galeno; sin embargo, es necesario señalar ciertos puntos de su doctrina que impugnaron particularmente los anatomistas del siglo XVI. Los trabajos anatómicos y fisiológicos de Galeno eran voluminosos y minuciosos. Su obra tiene singular importancia por su examen de la médula espinal, el mecanismo de la respiración y el sistema cardiovascular. Pero sus conclusiones estaban basadas sólo hasta cierto punto en la disección del cuerpo humano. Él había recurrido principalmente a animales fáciles de conseguir: ovejas, bueyes, cerdos y perros. Es evidente, por tanto, que haya incurrido en errores garrafales. Así, como parte de la anatomía del cuerpo humano, describía un hígado de cinco lóbulos (basándose en la disección de un perro) y la rete mirabile (un complejo sistema de vasos sanguíneos que no existe en el hombre). Estos y otros errores habrían de formar parte de la enseñanza de la anatomía hasta el siglo XVI. Un secreto, una serie de fake news.