La naturaleza que falta

Cada vez más, el ser humano se da cuenta de la importancia de vivir en armonía con la naturaleza. Esta serie de libros abordan el tema desde diferentes perspectivas.

VICTORIA D’ARC

En una interesante entrevista que la agencia SINC le hizo a Richard Louv, el autor de Los últimos niños en el bosque plantea que para salvar al ecologismo y a la naturaleza debemos salvar primero a una especie en peligro, “el niño en la naturaleza”.

Conocido por su trabajo en el campo de la conexión humana con la naturaleza, este escritor estadounidense y activista ambiental popularizó el concepto “trastorno por déficit de naturaleza” para describir la disminución del tiempo que los niños pasan en la naturaleza y sus efectos negativos en su bienestar físico y emocional. Ha sido un defensor de la importancia de la experiencia de la naturaleza para la salud humana y ha trabajado para promover políticas y prácticas para aumentar el acceso de la gente a la naturaleza.

Louv plantea que algunas de las formas para resolver este problema implicarían fomentar la experiencia de la naturaleza (asegurarse de que los niños y los adultos tengan oportunidades regularmente para pasar tiempo en caminatas, camping, jardinería y exploración), integrar el tema en la educación , creación de espacios verdes, promover un estilo de vida sostenible fomentando prácticas como la jardinería y el reciclaje y, por último, sensibilizar sobre la cuestión, difundiendo información sobre los efectos positivos de la experiencia de la naturaleza en la salud mental y física para motivar a más personas a pasar tiempo inmersa en ese ámbito. Está claro que todos estos puntos Louv los aplica en su vida y este libro es símbolo de eso, sin embargo para lograr todos estos puntos es necesario un esfuerzo coordinado de la sociedad, las instituciones y los líderes políticos para ser implementados y tener un impacto significativo.

Louv propone saltearnos el Antropoceno para ir directo a lo que se llama Simbioceno: es decir vivir en armonía con el resto de la naturaleza, para darnos cuenta de que nuestras vidas dependen de otros animales y plantas y de que sus vidas dependen de nosotros. Es necesiario, plantea, Louv, empezar a pensar de esa manera, en lugar de que somos el centro y tenemos el control total de todo. Eso es simbiótico. “Podemos mejorar las cosas para todas las criaturas porque somos muy poderosos y las demás criaturas mejorarán las cosas para nosotros en reciprocidad.”

Una biblioteca posible para empezar a resolver este “trastorno por déficit de naturaleza” debería incorporar esta selección de títulos que empieza por Los últimos niños en el bosque, pero no termina ahí:

Escritos sobre naturaleza
John Muir
Capitán Swing

“La naturaleza salvaje —escribió John Muir— es una necesidad. Las reservas y los parques naturales no solo son fuente de madera y origen de ríos, son también fuentes de vida”. Esta es la revelación que Muir nos ha dejado en herencia: el paisaje tiene valor no solo por los recursos económicos y agrícolas que puede ofrecernos, sino también por su profundo efecto espiritual, algo que es mucho más difícil de medir y de probar. En las palabras de uno de los discípulos de Muir, el ensayista y novelista Wallace Stegner: “Debemos tener a nuestra disposición estas zonas salvajes, aunque lo único que hagamos sea conducir hasta sus límites para contemplarlas desde lejos. Esto nos recordará que es posible ser criaturas cuerdas, que podemos convertirnos en una parte de la geografía de la esperanza”.

Naturalista escocés-estadounidense, autor, filósofo ambiental, glaciólogo y primer defensor de la preservación de la naturaleza en Estados Unidos. Sus cartas, ensayos y libros, que describen sus aventuras en la naturaleza, especialmente en la Sierra Nevada, han sido leídos por millones de personas. Su activismo ha ayudado a preservar el Valle de Yosemite, el Parque Nacional de las Secuoyas y muchas otras áreas silvestres.

Leer la naturaleza
Paul Cezanne
Casimiro

Durante su edad madura, la visión de Cézanne no sólo se liberó de las concepciones simbólicas sino además de una gran cantidad de cánones artísticos. Con el tiempo notó que en la naturaleza todas las líneas se doblan, curvan o inclinan, y retratar las paralelas que convergen en el espacio era para él el equivalente a “copiar la realidad desde un tipo preconcebido”, mientras que él quería “imitar la naturaleza de acuerdo con la realidad”.

Hasta cierto punto esto dio lugar a historias sobre el presunto defecto visual de Cézanne. El mismo Cézanne casi creía que su vista era defectuosa y le atribuyó el hecho de que “los planos se superponían entre sí” y al mismo tiempo “para mí las líneas absolutamente verticales parecen estar cayéndose”. Pero Cézanne no deseaba cambiar su visión de la naturaleza y no podía hacer tal cosa. En su pintura Gran pino cerca de Aix estaba interesado en desarrollar un espacio esférico. El tronco del árbol está enmarcado en sus cuatro lados por un anillo irregular de color en el que los tonos verdes del pino y de la alfombra de césped se mezclan con reflejos violetas azulados de aire y distancia. Algunos expertos han notado, más de una vez, la presencia de este “espacio esférico” en la obra de Cézanne. El carácter esférico del espacio lo ayudó a transmitir de la mejor manera posible su percepción panteísta de la vida dinámica de la naturaleza como un proceso único que une y forma durante su curso todos los elementos del aspecto visual de ésta.

La vida secreta de las plantas
Peter Tompkins y Christopher Bird
Capitán Swing

Este ensayo de Tompkins y Bird parte de un razonamiento acertado: los seres humanos, conscientes instintivamente de las vibraciones estéticas de las plantas, que les producen solaz espiritual, se sienten felices y cómodos cuando viven en la compañía de plantas, intenta explicar ese universo vegetal que tanto nos importa. “En su nacimiento, matrimonio y muerte, las flores son indispensables, como en los banquetes y en las grandes celebraciones. Regalamos plantas y flores como símbolo de amor, amistad, homenaje y agradecimiento por la hospitalidad. Nuestras casas están adornadas con jardines, nuestras ciudades con parques, nuestros países con reservas nacionales”.
A principios del siglo XX, un experto biólogo vienés, Raoul Francé, lanzó la idea, extraña y hasta escandalosa para los filósofos naturales de aquel tiempo, de que las plantas mueven su cuerpo con la misma libertad, facilidad y gracia que el más hábil animal o ser humano, y la única razón de que no caigamos en la cuenta de esto es que lo hacen a ritmo mucho más lento que los hombres.
Las raíces de las plantas, decía Francé, buscan su camino inquisitivamente hacia el interior de la tierra, sus capullos y vástagos describen círculos concretos, sus hojas y flores se inclinan y estremecen ante el cambio, sus tallos y ramitas exploran en torno suyo y alargan sus brazos espectrales para tantear sus alrededores. El hombre, decía Francé, cree que las plantas no se mueven ni sienten porque no se toma el tiempo suficiente para observarlas.
Poetas y filósofos, como Johann Wolfgang von Goethe y Rudolf Steiner, que se tomaron la molestia de observar las plantas, descubrieron que crecen en direcciones opuestas, hundiéndose en la tierra como atraídas por la fuerza de gravedad, y proyectándose al aire como si tirase de ellas cierta forma de antigravedad o ingravidez.

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