La experiencia de la escritura
Florencia Etcheves y la aventura de escribir una novela con el personaje desbordante de Frida Kahlo
Paula Puebla

Para escribir La cocinera de Frida, Florencia Etcheves recabó experiencias y se documentó. Su estadía en México a finales de 2019 tuvo mucho de placer y estimulación de los sentidos pero también de una vieja mañana: la investigación periodística. “Me instalé en México para ir a museos, recolectar material. Allí me empecé a encontrar con otros impedimentos que, cuando estás escribiendo una novela, sabés que te van a presentar decisiones a tomar. Nunca vas a saber si las tomaste bien o mal, y quizás te das cuenta cuando el libro ya está en la librería. Por eso no me gusta leer mis novelas: siento que tomé todas las decisiones al revés”, confiesa la autora de Errantes, La sirena y Cornelia.
— ¿Cómo nació esta novela?
— Nace a principios de 2019, antes de la pandemia. Nacho Iraola y Adriana Fernández me presentan en la Feria del Libro, en Buenos Aires, a Gabriel Sandoval, el director de Planeta México. Él había leído lo que yo había hecho, le gustaba mucho la mezcla de policial y culebrón que a mí me divierte hacer —todo mi aparato emocional se lo debo a Verónica Castro—, y me dice que tenía muchas ganas de publicar una novela así para Planeta México.
Al tiempo, él y Sergio Vilela me dijeron que querían una novela escrita por una mujer, que preferentemente no fuera mexicana, cuyo personaje fuera un personaje universal, que no tuviese solo que ver con México sino que en cualquier lugar del mundo fuera alguien conocido. Entonces aparece el nombre de Frida Kahlo. Yo me hice la canchera, claro, ¡un policial con Frida! ¿Cómo no se me ocurrió? Encantada de la vida, dije todo que sí pero cuando esa noche me fui a acostar no me podía dormir. ¿Qué hice? ¿Qué dije? ¿Un policial con Frida Kahlo? No tiene ni pies ni cabeza. Entonces decidí que iba a decirles que no, que me parecía una locura.
Pero después me puse a pensar, porque en la ficción, vos lo sabés, podés tirar de los elásticos de los personajes que inventaste hasta donde se te cante, podés hacer lo que querés, no lastimás a nadie, no ofendés a nadie y, bueno, el que se ofende se ofende. Si bien no me estaban pidiendo nada biográfico ni novela histórica —porque de eso hay para hacer chocolate—, era una ficción en la que no podía tirar tanto de los elásticos. No podía hacer una novela en la que Frida se convirtiera en asesina serial. Soy una delirante pero tampoco tanto, y además en ese caso sí se podía generar una situación en la que quedas como una argentina desubicada.

— Como una profanadora.
— Claro, porque sé el cariño y el amor de verdad que le tienen a Frida Kahlo en México. Decidí que de la investigación me iba a ocupar después, entonces me ordené. ¿Qué pasa si, en esos años de México, meto un personaje de ficción para usarlo como conductor de la trama? Por otro lado, pensaba, me tengo que armar un refugio, un lugar seguro. Un país que no es el mío, en una época que no es la mía, con costumbres que no son las mías, lejos de ser un refugio es una aventura. Además, en un tono que no es el mío, porque el policial no iba a estar ahí. Así que armé una novela en dos tiempos. El pasado, México, con Frida y un personaje inventado; y el presente, Buenos Aires, un espacio donde me pudiera anclar, con la mecánica criminal. En este caso caía por default, tenía que ser alrededor del tema del tráfico de arte, falsarios.
El título estuvo desde el minuto cero, necesito que sea así. Cuando lo comentaba a mis amigas, ellas se quedaban con Frida. Entonces sabía que estaba en problemas, porque yo estaba queriendo escribir La cocinera de Frida y, sin haber escrito una línea, Frida Kahlo ya se había tragado a la protagonista del libro. Entonces entendí que a Nayeli tenía que darle mucha fuerza, aventura, peso y Frida, si te fijas, aparece recién en la página 128, que es un montón, teniendo en cuenta que es quien está en la portada. Lo que yo tenía que lograr es que, para cuando Nayeli se encontrara con Frida, al lector ya le importara Nayeli, ya supiera quién es y la historia detrás de ella. Me gustó que fuera una niña tehuana porque, en medio de todo, me entero de que Diego, cuando el Ministerio de Cultura lo trajo de Europa junto a todos los artistas para hacer la revolución —que se trataba de circular por el país y mostrar el arte mexicano—, fue a Oaxaca, a Tehuantepec más precisamente. Él decía que el paraíso en la tierra es Tehuantepec y que las diosas de ese paraíso son las tehuanas. Así me vengo a enterar que esa ropa que le vemos a Frida, esas faldas largas, con el huipil, las trenzas y las flores, no es el disfraz de Frida Kahlo sino la ropa tradicional de las tehuanas. Frida se convirtió en una tehuana, ella en realidad era una chica burguesa de Coyoacán.
— Aparece una maniobra interesante para contrarrestar el comentario bueno por default sobre Kahlo, y es el retrato no del todo complaciente con ella. Mostrás su lado luminoso, positivo y cándido pero también sus dobleces.
— Eso fue algo que me gustó muchísimo hacer. Cuando se habla de Frida, incluso con quienes no conocen más que aquello que se dice, todos coinciden en que es una mujer que se vistió con colores llamativos, que se convirtió incluso en un ícono pop, y que sufrió mucho por amor. Pero cuando empiezo a investigar sobre ella, me doy cuenta de que era mucho más que una chica que lloraba por Diego Rivera. Primero porque no lloraba todo el tiempo por él; después, porque me encontré con una mujer sumamente inspiradora para la época. En la novela cuento acerca de los friditos, esos niños que iban a su casa y luego se transformaron en artistas gracias a ella.
Me parecía interesante también mostrar que ella, a pesar de su luminosidad, tenía muchos claroscuros. Era un personaje muy dark. De chica, la poliomielitis la dejó renga; luego tuvo un accidente tremendo, que más allá de las consecuencias que padeció toda su vida, la mayor fue que no podía ser madre. Era el mayor de sus deseos, el único que no pudo cumplir. El tema de los abortos espontáneos era recurrente: pesadillas que se acrecentaban cuando tomaba una cantidad imposible de medicación para calmar los dolores, que además bajaba con tequila. Era una rockera en ese punto. Era coquetísima, le gustaba seducir a hombres y a mujeres, lo cuentan todas las crónicas de época. Era bella, seductora y muy sexuada, y de repente le cortan la pierna. Tuvo una vida trágica que en algunos momentos pudo convertir en otra cosa, aunque no siempre y a mí me gustaba contar esos en los que no. Sino era una historia de superación de revista de los domingos, ¿no? Lo que tiene de lindo Frida Kahlo es que es bastante contemporánea, hay mucho material sobre ella y mucho de su viva voz. No tuve que hacer su voz, porque está lleno de libros de cartas de Frida, de donde fui sacando extractos.

— ¿Cuánto duró el proceso de documentación?
— Junté, junté y junté. En México tenía que decidir qué cosas llevarme, las que después no iba a conseguir por internet. Traje unos diarios de Frida que son lindos tenerlos en papel y son oscurísimos. En definitiva, me vine con exceso de equipaje. Y cuando llegué acá me agarró el confinamiento. O sea que tenía dos cosas para hacer: escribir la novela y limpiar con lavandina el paquete de yerba. Me pude dedicar exclusivamente a la escritura, a discriminar material porque tenía mucho, y en un momento tenés que ajustarte a la trama. Me tenía que repetir que no estaba haciendo una biografía.
Quise empezar la historia en 1939 porque ese año fue el primer divorcio de Diego; ahí es cuando Frida Kahlo empieza a producir obra. Pero ¿cómo hacía para que, en 1939, Nayeli, una niñita analfabeta, termine en Ciudad de México? La podía poner en una carretera a hacer dedo, pero me aburría. Entonces fui al museo del ferrocarril para ver cómo era el tendido ferroviario de México y, finalmente, la aventura de Nayeli fue en los trenes. En estaciones que de verdad existían, junto a las viajeras que también existieron. Esas mujeres son una novela aparte, espectacular, porque la matriz del comercio interno mexicano fue llevado adelante por tehuanas solas, viudas o solteras. Me di cuenta que esas eran las mujeres que tenían que ayudar a llegar a Nayeli a destino.

— “La historia es la verdadera obra de arte” es una frase que se repite a lo largo de la novela. Sin embargo, en La cocinera de Frida, la verdad y lo falso están en todo momento en jaque, como el juego entre lo original y lo copiado, lo artístico y lo espurio, lo limpio y lo sucio. Se superpone también una tensión entre lo ficcional y lo periodístico.
— Sí, totalmente. Es algo que aparece inconscientemente cuando uno se dedicó tanto al periodismo. Pero ¿qué es la verdad? No sé, la verdad está permanentemente teñida por las subjetividades. Sobre un mismo hecho hay diferentes visiones, relatos. Lo que existen son los datos, que son incontrastables. Después, la memoria es absolutamente traicionera, lo que no significa que tengas voluntad de mentir porque te acuerdes algunas cosas y con tu bagaje de vida completes los agujeros, ¿no? Pero cuando empecé a trabajar la parte de los falsarios en la novela, lo hice mucho con el libro de Daniel Schavelzon, del hermano del agente que se dedica al arte, sobre falsificaciones. Es una joya en la que de ningún modo defiende a los falsarios, pero hace preguntas. Si un tipo que tiene un talento magistral copia un Picasso, ¿ese cuadro es real o no? Es real, porque está ahí. ¿Es verdadero? Sí, es verdadero. ¿Qué convierte a ese cuadro en falso? El momento en el que se quiere hacer pasar ese cuadro por uno que no es. Leí una entrevista vieja en el diario El País a un tipo que no da su nombre, un hombre que estuvo preso por falsario y salió. Porque además es un delito bastante difuso. ¿Qué delito cometés si haces una copia con un expertise espectacular? El tipo, que estaba dentro de una red, provoca de una manera encantadora y dice: “¿Sabrán los turistas cuando sacan fotos tan contentos que, a lo mejor, están sacando fotos de mis cuadros? Hay muchos museos del mundo que los tienen”. Pero para el turista ese cuadro es la verdad. La verdadera obra de arte es absolutamente relativa. Sobre Frida, leí que hay más cuadros de Frida Kahlo en el mundo de los que Frida Kahlo en efecto pintó.
— El falsario viene a proponer una discusión ética que te hace temblar el cimiento del mundo del arte.
— Él también es un artista. Su arte tiene un valor. No cualquiera puede falsear una obra. Son muy pocos en el mundo y mueven mucho dinero. Me gustaba ese personaje para la novela, convencido de que es un artista, porque también tiene un tema alrededor de la verdad, de la identidad. ¿Somos quienes somos o quienes nos dijeron que somos?
— La novela tiene un hilo conductor que es una obra de arte. A su vez, aparecen otros objetos en los que se fijan muchos puntos de inflexión, como si le dieras la misma preponderancia a los personajes que a los objetos inanimados. ¿Trajiste eso de tu oficio de periodista de policiales?
— Sí, claro. Plantar objetos como candados que se van abriendo en la trama policial. Me gustaba el diario rojo de Frida, como el verdadero con sus escritos de puño y letra, y también que la madre de los Pallares también tuviera uno, porque las mujeres dejamos sentado por escrito. Comienza con el diario íntimo cuando somos chiquitas, como si nosotras tuviéramos que guardar en secreto, bajo siete llaves, lo que nos pasa. Ahora cuando las verdades de una mujer salen a la luz, agarrate.

— Recojo el guante con esto último que decís. Hay una trama criminal de secretos, aprietes y jugadas. ¿Cómo es trabajar sobre aquello que está velado para el lector?
— Lo tengo bastante aceitado en mi cabeza. Hay momentos en los que el lector tiene que estar delante del protagonista, saber más que él, porque es cuando el lector toma el poder y se preocupa por el protagonista, sobre lo que le va a pasar cuando se entere de lo que él ya sabe. Hay otros momentos donde el lector ya tiene mucho poder y entonces hay que detenerlo. El driver va cambiando. A veces la trama no te lo permite hacer, pero a mí me gusta engañar al lector, no estafarlo. Esas novelas de crimen en las que en el último capítulo aparece un personaje que nunca había aparecido y que encima es el asesino, me parecen una estafa horrible. Porque encima a veces te das cuenta de antemano que eso va a pasar.
— Hay varios hombres en la novela y, en todos los casos, desde la autoridad de Pallares padre al orden impuesto por Diego Rivera, están retratados de una manera que se opone a la forma en la que construiste a tus personajes femeninos. Más allá de la lectura de antagonismos que puede hacerse, ¿qué tensiones resisten?
— No me gusta jugar con eso de que los hombres son malos y las mujeres son buenas porque nos pone en un lugar de tener que ser buenas, y la verdad que tenemos todo el derecho del mundo a ser malas. Me cansa, no me gusta, porque ese antagonismo además nos perjudica más a nosotras. Me gusta que los personajes tengan claroscuros, más allá de que en la novela policial tenga que existir el malo. Eva Garmendia, por ejemplo, es bravísima, no siempre fue buena. O Gloria, la vieja que está en el hospicio, que es malísima a pesar de ser un personaje chiquito. Experimenta la envidia, el resentimiento, porque también somos un poco eso los seres humanos.
En el caso de Ramiro, uno de los varones, me gustaba que fuera un poco el héroe pero por vías medio machirulas. Que es la manera de ser héroes de muchos varones. ¿Está bien? ¿Está mal? Qué sé yo, es lo que es. Como nuestros papás que juraban que le iban a romper la cabeza al que nos hiciera sufrir. Nadie es tan heroico de manera tan altruista, hay egoísmos, narcisismos también.

— Me gustaría que me sumes tu defensa a Diego Rivera.
— Él me parece fascinante. Me gustaba su obra mucho más que la de Frida Kahlo, sus murales del Palacio Nacional me hacen llenar los ojos de lágrimas. Diego era un militante comunista y su obra es una obra absolutamente social, de denuncia, como acá puede ser la de Carlos Alonso. Hay algunos murales que te hielan la sangre, como uno de las mujeres aborígenes en la época de la conquista, que cargan con sus niñitos colgados con mantas en la espalda. Ellas son morenas, de pelo y ojos oscuros. Los niñitos son morenos también pero tienen unos ojos verdes inmensos. Esa es la manera que Rivera encontró de denunciar las violaciones. Ahí hay una cabeza más allá del expertise.
Diego tenía un hermano gemelo que murió cuando tenían un año y ocho meses. La mamá quedó destrozada por la muerte de ese bebé y dejó librada la crianza de Diego a manos de la empleada, con quien vivió en el campo hasta los 5 o 6 años. Desde el vamos, tuvo una especie de rechazo materno. Bueno, con esa historia, Diego Rivera fue un hombre que no tuvo madre y que se encontró con una mujer que no tuvo hijos. La relación con Frida es absolutamente maternal, ella lo llamaba “mi niño”, “mi Diego”, “mi niñito”. Nunca jamás se rompió del todo esa relación, que era de madre e hijo. Ella, incluso, le elegía las novias. Decía “esta sí”, “esta no”. Y él dependía profundamente de ella.
— Es un vínculo que hoy no pasaría el semáforo.
— Porque hoy a todo se le pone red flags. El hombre de las artes, que era recibido en USA y pintaba los murales de la General Motors, era Diego Rivera. Frida era una señora que pintaba sola y cuando se separaba de Diego, que eran sus momentos de mayor producción. Ella era la mujer del muralista, del pintor de palacios, del gran maestro. Él es el que la impulsa y la mete en todos los ámbitos, y que dice que la verdadera artista es ella, que él es solo un pobre militante. Lo hace pública y permanentemente. No tenía ningún miedo ni temor de ser opacado por una mujer. Ni siquiera en esa época.
— Sos parte del grupo de guionista que adapta tus novelas al formato audiovisual, ¿cómo es ese laburo? ¿Vivís la adaptación como pérdida?
— Cuando escribís novela pensás que cada palabra que ponés es clave, fundamental. Te creés Victoria Ocampo. Cuando llega el momento en el que los guionistas agarran tu texto y empiezan a decir “esto no, esto tampoco”, se te acomoda el ego de un cachetazo. No significa que tu libro sea una cagada, o sí, no importa, pero no es lo que se está debatiendo. Se tienen que tomar decisiones para que la novela funcione como guión. Es otro formato, otra plataforma.
Con la primera adaptación sentí una mezcla de tristeza, enojo, bronca, hasta que en un momento empecé a relativizar. Ahora, cuando estoy escribiendo una novela no la estoy pensando desde el vamos como audiovisusal. Me importa nada. Si no, no estás ni en la misa ni en la procesión. Por algo dejé el periodismo para dedicarme a la ficción.

— ¿Cómo es el vínculo de tu literatura con la del indie o la de las tiradas de mil ejemplares? ¿Qué fricciones, qué prejuicios, qué señales advertís?
— Nunca advertí tensiones. Compro los libros según me interese el tema, la trama, el autor, no de acuerdo a si vende mucho, poco o regular. No me interesa si es hombre o mujer tampoco. Hay algo que me pasa y que no me ofende: cuando me dicen que mi novela es una novela de playa, para mí es un honor. Lo que más me interesa es entretener, y me di cuenta de esto cuando escribí La virgen en tus ojos. Me escribió por Facebook una señora diciéndome que iba a tener que ir a cocinar a su casa, porque había metido las milanesas en el horno y se le habían quemado por distraerse con la lectura. Le contesté muerta de risa y entendí que eso era lo que yo quería: hacer que las milanesas se te quemen en el horno. Ese mensaje lo tengo como un norte.
Yo me crié en la industria del entretenimiento. Por eso busco que las tramas sean ágiles, me gustan los capítulos cortos que te dejan en un lugar y luego arranquen en otro. Pero si alguien cree que a mí me ofende que mis libros son libros para la reposera, a mí me pone feliz. Quiero que mis libros tengan arena, se mojen con el mar. Escribo para eso.
— Creo que el mundillo está muy seteado en una relación cantidad – calidad, ¿viste? Una antinomia muy pobre.
— Habrá alguna cuestión snob, elitista.
— ¿Qué es un libro para vos?
— Un libro es un pasaje a otro mundo y ese otro mundo muchas veces me interesa más que este. Fui hija única hasta los 12 años, me crié leyendo la revista Billiken y Anteojito, y algunos libros porque en mi casa se leía mucho. En ese entonces me pasaba algo extraño: si leía una historia que transcurría en Mar del Plata, yo después hablaba de Mar del Plata como si hubiese estado ahí. Mi mamá me decía “Pero vos no fuiste ahí”, yo le decía “sí que fui, porque yo leí tal cosa”. Entonces mi mamá me explicaba “vos leíste, pero vos no fuiste”. Se me mezclaba eso.