Las verdades banales
Freud, la culpa y el malestar en el origen y el ocaso de la civilización
Martina Carvajal

Durante el verano de 1929, ya con 73 años cumplidos, Sigmund Freud escribe el primer borrador de El malestar en la cultura. El tono de ese escrito tiene la sobriedad trágica de quien se sabe en una transición inevitable hacia la vejez. Años antes, le había escrito a Lou Andreas-Salomé: “Lentamente me voy viendo recubierto de una costra de insensibilidad; lo compruebo sin lamentarme. Es parte de un proceso natural, una especie de camino hacia lo inorgánico. Lo llaman ‘transfiguración de la vejez’. Pero en realidad es un proceso que acusa un cambio concreto en la relación entre los dos instintos. La mutación puede no ser evidente, pero existe; sigo interesado por lo que me es interesante, aunque los matices cambian, como si perdieran cierta resonancia; yo, que no soy para nada musical, me imagino la diferencia como cuando en el piano se aprieta o no se aprieta el pedal”.

El camino hacia lo inorgánico se experimenta como una merma en la intensidad. Es de hecho un cierto proceso de evanescencia como lo que se produce en los contornos del sueño que resiste la interpretación. Que la identificación del origen del malestar en el plano colectivo coincida con una modulación de imprecisión en el foco que recae sobre el objeto observado abriéndolo a una nueva posición de saber. Así es. El malestar en la cultura construye su objeto de análisis. Ahora es la civilización, el sentido de la culpa y la felicidad: lo que el propio Freud llama, con cierta ambigüedad, “las verdades más banales”. De hecho, como recuerda Roberto Calasso, la primera parte del Malestar en la cultura “asombra por su obviedad”. Freud “descubre” lo que “tantos ensayistas menores del siglo XVIII habían estado convencidos de haber descubierto”: que la vida social limita la satisfacción de los instintos imponiendo gradualmente un estado de frustración en que el hombre languidece.
La segunda parte de El malestar en la cultura cambia por completo. Freud abandona el tono divulgativo y recupera la densidad analítica de sus escritos previos. La inversión es tangible: el proceso de la civilización aparece leído bajo el signo de la culpa y de la pulsión de muerte. El hallazgo es simple pero absolutamente luminoso: el origen del malestar está en la culpa porque la culpa es el orden mismo. El asesinato del padre primordial y el incesto con la madre son para Freud los dos actos transgresivos específicamente humanos justamente porque tocan la ley del intercambio que define la estructura perversa de la sociedad. Se da muerte al padre primordial porque él impone el intercambio sin someterse a él (el ajusticiamiento descarga en cierto modo la culpa espesa pero difusa que está en el origen del pacto social) y se ansía el incesto con la madre porque rompe el intercambio en su fundamento último.
Así, las verdades banales toman cuerpo y gravedad histórica. La culpa es, a la vez, la piedra fundacional y el obstáculo de la existencia social. Como hacen notar por ejemplo los rigurosos análisis de Eduardo Grüner, a veces conseguimos desplazarla, pero nunca eliminarla por completo. Freud llega a una conclusión inevitable: “Lo que empezó con el padre se cumple en la masa”. El proceso de incivilización —resume con lucidez Calasso— está irremediablemente destinado a acrecentar hasta lo insoportable el sentido de culpa.
Sin fallar a Freud, podría invertirse el argumento: lo que se incumple en la masa termina con el padre. La suspensión del sentido de la culpa lleva la civilización a un proceso donde lo social se deshace violentamente. La función de la naturaleza es atentar contra la civilización, pero la función de la civilización no es defender al hombre de la cultura sino defender la culpa de su visibilidad. De hecho, el planteo de Freud abre un sendero que Freud rehuye o sigue de ahí en más sólo de manera indirecta. Es lo que lleva su pensamiento a reabsorber en la naturaleza la vida plena de la psiquis, como si el origen y el destino de lo social constituyeran una herida que no cierra ni cerrará nunca.
