Áyax
La mitología del personaje más trágico de la antigüedad clásica
Maximiliano Crespi

De la trilogía que Esquilo había dedicado a Áyax, sólo se conservan los títulos y unos pocos fragmentos citados en otras obras de dudosa acreditación. Se conjetura que El juicio de las armas era, en sentido estricto, un agón (en griego clásico: ἀγών), una puesta en escena de la disputa entre Áyax y Ulises por las armas de Aquiles, donde Agamenón y Menelao, los jefes “jueces del certamen”, fallaban contra Áyax por voluntad de Atenea. Tracias daba cuenta de la muerte del héroe y de los sucesos que lo empujaron a ella. Y Salaminias se concentraba en la cuestión del traslado de su cadáver a la isla de origen, donde su padre lo lloraría y realizaría las exequias.

Como bien recuerda Albin Lesky, la pieza completa y más antigua que se conserva sobre el tema data del año 440 a. de C. Es el conocido Áyax de Sófocles. En esa tragedia, Sófocles presenta el primer retrato de carácter del personaje, cuando ya ha sido tomado por las fuerzas de la furia: físicamente imponente, moralmente orgulloso, encerrado en una amarga soledad, alterado y resuelto a vengar con violencia y la muerte la traición de la que se siente víctima al haber sido despojado del honor de ser el heredero de las armas de Aquiles. Ese Áyax ya no es Áyax; es ya la encarnación de una fuerza que lo expropia en un rapto de locura.
La primera parte de la obra trata la cuestión de dar la muerte (en venganza por el honor negado) y de darse muerte (ante la vergüenza de ser despojado del honor ganado). Y, lógicamente, se cierra con la escena del suicidio que, como la reproducida en varios vasos antiguos, muestra a Áyax de rodillas, los ojos vidriosos y negros, sordo a las súplicas de Tecmesa, observando la hoja de su espada y atravesándose luego con ella. La segunda parte de la tragedia de Sófocles está ocupada por la discusión sobre el destino de su cadáver (expuesto en la escena del teatro). Mientras Agamenón y Menelao se disponen sin más a abandonarlo, Ulises se muestra hondamente compungido por el destino del cuerpo del gran guerrero y los convence de que se le rindan los honores fúnebres debidos a un héroe.

Por su lado, el crítico francés Jean Starobinski subraya dos cuestiones. La primera: que Áyax no acepta es que la herencia de las armas sea decidida en favor de la astucia de la retórica y no de la fuerza del coraje. La segunda: que esa decisión esté finalmente subordinada a la política (en el voto de los jefes). La elección del orador ingenioso por encima del guerrero aplicado, lo despoja de las armas forjadas por Hefesto y de su propio valor forjado en el campo de batalla (¡frente a Héctor!). Eso lo frustra y lo ofende; despoja de valor aquello que es. La furia crece en él junto con el sentimiento de saberse solo en la percepción de la ofensa. En mitad de la noche, decide asesinar a los jefes Atridas; pero Atenea lo enceguece al punto que sólo degüella carneros en un redil. Al día siguiente se suicida, no empujado por culpa sino más bien por la vergüenza.
García Gual subraya que ni siquiera en el inframundo Áyax aceptó congraciarse con Ulises. Al contrario: al verlo venir con intención amigable optó por darle la espalda y alejase en silencio. El destino los separaba. Pertenecían a mundos irreconciliables. Áyax era un luchador tenaz; Ulises un sutil estratega. En el hijo de Telamón vivía aún la fuerza apasionada de lo arcaico; en el vástago de Laertes, el cálculo interesado de la razón moderna.