La imagen del poeta

En este texto, que forma parte de La lucha contra el demonio, Stefan Zweig describe el único retrato que conocemos de Hölderlin y una “resplandeciente faz del poeta adolescente”.

STEFAN ZWEIG

Nunca comprendí las palabras de los hombres. Crecí en brazos de los dioses.

Como fugitivo rayo de sol entre pesadas nubes, brilla la imagen de Hölderlin en el único retrato que de él se conserva: mozo esbelto; cabellos rubios y rizados que forman una aurora resplandeciente en torno a su rostro; boca suave y mejillas delicadamente femeninas, mejillas que uno se imagina cubiertas del rubor del entusiasmo; y unos ojos claros bajo la hermosa curvatura de sus oscuras cejas. Tal es su rostro: ni un solo rasgo que deje adivinar un punto de dureza o de orgullo; más bien domina una timidez de doncella y una misteriosa ola de sentimiento. «Gracia y gentileza», dice Schiller al hablar de él. No es difícil imaginarse a ese joven esbelto metido en el severo hábito de magister protestante o verle cruzar meditabundo por los corredores del Seminario, dentro de su hábito negro y sin mangas, con su blanca gorguera. Parece un músico; hasta tiene cierto parecido con uno de los primeros retratos de Mozart, y así también nos lo describen sus compañeros de colegio: «Tocaba el violín; sus rasgos regulares, la expresión dulce de su cara, su elegante estatura, sus vestidos tan meticulosamente limpios y, sobre todo, aquella distinción de todo su ser, me han quedado grabados para siempre.» Así dice uno de sus camaradas.

Nadie podría imaginar una palabra cruda en esa suave boca; ningún deseo impuro en esos ojos límpidos; ningún pensamiento mezquino bajo esa noble frente; pero tampoco hay nada en su porte delicado y aristocrático que nos hable de sentimientos verdaderamente alegres. Y es así, retraído, tímidamente recogido en sí mismo, como también nos lo pintan sus compañeros. Nos dicen que jamás se mezcló con los otros, que solamente en el refectorio, lleno de entusiasmo, leía algunas veces versos de Ossian, de Klopstock y de Schiller, o que a veces desahogaba la exaltación de su pecho por medio de la música. Sin ser orgulloso, se guardaba a distancia; cuando salía de su celda, esbelto, erguido, como si marchara hacia lo sublime, les parecía a sus camaradas como «si Apolo atravesara la habitación». La persona de Hölderlin hace pensar en la antigua Grecia y en la patria griega incluso al menos dado a las musas, incluso a aquel hijo de pastor, destinado a ser él también pastor, de quien son las palabras que he citado. Pero sólo por un momento su figura aparece nimbada de luz entre las nubes oscuras de su destino, como algo salido de la propia divinidad. De su edad madura no nos queda ningún retrato, como si la suerte no quisiera dejarnos ver a Hölderlin más que en plena floración; como si no quisiera dejarnos ver más que la resplandeciente faz del poeta adolescente, y no la del hombre que en realidad nunca fue. Sólo medio siglo después nos muestra la máscara reseca del viejo, convertido otra vez en niño. Entre estas dos imágenes hay tinieblas y crepúsculo. Se puede adivinar tan sólo, por unas palabras que han llegado hasta nosotros, que el resplandor de su figura, pura como la de una doncella, y el impulso alado de su juventud empezaron pronto a borrarse. Aquella «gentileza» que Schiller le atribuye se convierte pronto en crispación, y su timidez, en miedo misantrópico a los hombres; en su raída levita de preceptor, el último a la mesa, cerca ya de la librea del criado, se ve forzado a aprender el gesto servil del fracasado. Temeroso, asustado, atormentado y sólo dándose cuenta de su fuerza de espíritu por un sufrimiento impotente, pierde ya pronto el movimiento libre con que su ritmo marchaba como por encima de las nubes y, dentro de su alma, se rompen la cadencia y el equilibrio espiritual. Hölderlin se vuelve desconfiado y susceptible: «una palabra, una palabra cualquiera, podía ofenderle». Lo precario de su situación le quita la seguridad y hace que su ambición se refugie en lo más hondo de su pecho, causándole una profunda herida de arrogancia y amargura.

Desde entonces, trata ya de ocultar su rostro interior ante la brutalidad de la plebe intelectual a quien está obligado a servir y, poco a poco, esta máscara servil se le incrusta en la carne y en la sangre. Sólo la locura, como sucede con toda pasión, pone al desnudo la íntima distorsión que padece. Aquel servilismo que, mientras fue preceptor, encubría su universo interior, se trueca en manía de propia degradación y llega a ser un continuo gesto con que el poeta saluda, al primer extraño que se le presenta, con exageradas cortesías y con reverencias repetidas centenares de veces, y le hace desplega (siempre temeroso de ser reconocido) un torrente de «Vuestra Santidad», «Vuestra Excelencia», «Vuestra Gracia». Su rostro también se llena de lasitud; su mirada se oscurece; se dirigen hacia abajo aquellos ojos que siempre se alzaban hacia el cielo y, como una llama que se apaga, se vuelven oscilantes y débiles; a veces, entre sus párpados se ve relampaguear la mirada del demonio que ya se ha apoderado de su espíritu. En fin, su figura, en esos largos años de olvido, se inclina hacia delante, como en terrible simbolismo. Cincuenta años más tarde de su primera efigie juvenil, hay otro retrato del poeta sujeto a celestial prisión. En un croquis a lápiz vemos al Hölderlin que fue, convertido ya en un anciano flaco, desdentado, que va tanteando con el bastón y que levanta su mano descarnada diciendo versos en el vacío, en un mundo ya insensible. Sólo la proporción de sus rasgos se ha salvado de la destrucción, y la frente conserva aún su línea pura a pesar del hundimiento de su espíritu, pura como la de una estatua marmórea, bajo su cabellera gris y revuelta. Su mirada tiene aún pureza, reflejo de la pureza interior. Los visitantes contemplan estremecidos la máscara especial de Scardanelli y en vano tratan de ver en él al mensajero del destino, personificación de la belleza y de los éxtasis sobrenaturales. Pero ese mensajero ya no está allí; está ya lejos. Sólo la sombra de Hölderlin es lo que marcha tambaleante, durante cuarenta años, por el mundo. Al poeta de figura de adolescente se lo llevaron los dioses. Su belleza permanece, pura e inmaculada, invulnerable a la edad, en otras esferas: en el espejo irrompible de sus cantos.

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