El espectro de Levrero

En El demonio telepático, Diego Vecchio analiza el interés del escritor uruguayo Mario Levrero por la parapsicología y lo relaciona con su fascinación por la literatura de Flaubert.

OSVALDO AGUIRRE


Una cita tergiversada en la que Sigmund Freud confiesa el supuesto deseo de dedicarse a la parapsicología en caso de volver a empezar puso a Diego Vecchio en la pista de una nueva lectura sobre Mario Levrero y la forma en que la literatura reelabora los conocimientos científicos y seudocientíficos. A partir del hallazgo se propuso escribir sobre “los inconscientes de Levrero” y buscó sus libros en librerías de usados de Buenos Aires y Montevideo hasta completar la colección con un ejemplar de Manual de parapsicología fotocopiado en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. El demonio telepático arma una figura de la obra y del autor al ubicar esa pieza extraña en el centro del rompecabezas.
Levrero escribió el Manual de parapsicología por encargo de Miguel Torri, ex sacerdote, parapsicólogo y terapeuta. La condición de ghost writer es relativa porque Ediciones de la Urraca publicó el libro con su nombre, en 1979, y el interés y el conocimiento de Levrero sobre el tema se verifica en artículos de prensa, entrevistas y correspondencia con otros escritores, pero se corresponde con una de los señalamientos de Vecchio: el modo en que la parapsicología “espectraliza” a la literatura.


El Manual de parapsicología incluye insistentes recomendaciones para suspender, dosificar o alternar la lectura con otras actividades. El peligro sería que el lector experimente alguna perturbación, malestar o revelación indeseada como sugestión inducida por la propia lectura. En un libro que reivindica el estatuto científico de la parapsicología se abre así un portal al pensamiento mágico y en esa fisura, dice Vecchio, es posible observar la manera en que un escritor habla de la ciencia, cómo “indisciplina las disciplinas científicas”.
En “El Inconsciente espectral”, la primera parte de El demonio telepático, Vecchio historiza el recorrido de la parapsicología desde la postulación del espiritismo en el siglo XIX hasta el laboratorio de Joseph Bank Rhine que intentó el acceso al salón de la ciencia a través del experimento, la prueba y el error, y “el naufragio epistemológico” del ocultismo ante la irrupción del psicoanálisis. Si bien los fraudes y la pura creencia tarde o temprano resultan evidentes, lo significativo en el devenir es que el pensamiento mágico y el científico no están disociados sino que comparten fronteras porosas y se confunden no solo porque la creencia adopta las actitudes de la ciencia sino porque las representaciones de la ciencia no son homogéneas ni estables. La incertidumbre puede reafirmarse incluso en el intento de distinguir una cosa de la otra, como revelan las tensiones entre Freud y Jung respecto a los llamados fenómenos paranormales y algún fallido del creador del psicoanálisis cuando se propone refutar al ocultismo.
La publicación del Manual de parapsicología es entonces anacrónica porque refiere a un saber obsoleto –aunque haya sido reciclado por la ufología y la cultura New Age- y se produce en un momento de auge del psicoanálisis, después de la introducción del pensamiento de Jacques Lacan en el Río de la Plata desde mediados de los años 60. En ese sentido Levrero tendría más afinidades con Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga que con los escritores de la revista Literal y sobre todo, para Vecchio, con Roberto Arlt y Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, donde también se produce la irrupción de la magia en el campo que se presume científico y el ámbito de iniciación es una librería de usados, así como “la biblioteca de los inconscientes de Levrero” –la bibliografía indicada en el apéndice del Manual– proviene de librerías de viejo. El anacronismo tiene un valor negativo para el sentido común pero en verdad constituye otra manera de concebir el tiempo, dice Vecchio: “la noción de época es una construcción y no una esencia ni una noción trascendental” y para la literatura las teorías erróneas tienen tanta validez como las legitimadas por la ciencia.

En la presentación del libro en el Centro Cultural de España en Montevideo, Vecchio apunta que el modelo de relación entre literatura y ciencia se encontraría en Bouvard y Pecuchét: al revés de la enciclopedia, que procura ordenar el conocimiento existente de una manera racional y sintética, la literatura cuestiona o se desentiende de los principios de la ciencia. La bétise de los personajes de Flaubert, su tontería insigne, socava las voces de autoridad y en el fracaso repetido que los lleva de un saber a otro subyace una intervención en el campo de la ciencia para exponer lo impensado, un sentido incierto, un borde oscuro del discurso científico. La parapsicología comparte con la ficción el interés por lo inexplicable, lo raro y lo maravilloso, y por caso el inventor de la palabra telepatía fue un crítico literario, Frederic W. H. Myers; una vez vencidas como saber, dice Vecchio, las disciplinas villanas se revelan como literatura. Con esos materiales, “Levrero es un autor inactual que fabrica su presente con el eterno retorno de lo antiguo” y se diferencia tanto de sus contemporáneos como de los escritores del siglo XIX.
Las referencias a la parapsicología y a las cuestiones del Inconsciente son frecuentes en la correspondencia de Levrero (o de Jorge Varlotta, el nombre con el que firmaba por lo general sus cartas). El 9 de agosto de 1974 describe una experiencia de transmisión de pensamiento con Elvio E. Gandolfo: “En la primera página de París metí sin saber por qué la imagen de cristales de nieve y/o flores, que vos estabas viendo en una película en el instante en que yo escribía”. En una carta posterior recuerda el episodio y agrega que Gandolfo dijo “esto lo debería ver Jorge”.
El 21 de febrero de 1980 Varlotta le cuenta a Elvio Gandolfo que sus preocupaciones económicas “parecen últimamente querer ceder paso a un mandar todo al carajo y dedicarme a lo que me gusta, es decir, el ocio plagado de imaginación humorística” y allí puede haber una solución “ya que la preocupación bloquea y/o perturba al Inconsciente, que es en última instancia el encargado de dar las soluciones que sirven”. También cuenta que “para los momentos de desorientación encontré que ayudan mucho los ejercicios de Álgebra elemental de Copetti, para segundo de liceo”: al ponerse a resolver las ecuaciones “se resuelve al mismo tiempo el nudo inconsciente”.

La vacilación entre los nombres y la dispersión de la firma es el punto de partida de la segunda parte de El demonio telepático. Vecchio enumera unos quince seudónimos, casi tantos nombres como los desarrollados por “Sybil” en un caso célebre de trastorno de la personalidad que llegó a la biblioteca de Levero con el libro de Flora Retha Schreiber. El título del ensayo alude a la concepción de Levrero sobre la literatura: el autor escribe a partir de los mensajes que recibe de otro –un teratoma, un cuerpo extraño en el yo que no llega a desarrollarse pero se mantiene activo- y se dirige a un lector en estado de sonambulismo. Levrero, dice Vecchio, termina por “canibalizar” a sus seudónimos y en particular a Varlotta.
La disociación del nombre propio entre Varlotta y Levrero remite a la concepción espectral de la literatura. Varlotta firma en principio historietas, letras de canciones, desafíos lógicos, textos humorísticos, artículos de prensa y correspondencia; a Levrero le corresponden novelas, relatos, ensayos, prólogos y el Manual de parapsicología. Pero también hay puntos de intersección, como el folletín Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, firmado Jorge Varlotta en la primera edición (Equipo Editor, 1975) y Mario Levrero en la reedición (Arca, 1992).
En la carta a Gandolfo de agosto de 1974, Levrero dice que Varlotta es “mi nombre de modesto albacea testamentaria”. El autor de Nick Carter es Levrero, “pertenece innegablemente a su pluma”. Varlotta refiere entonces a Levrero como una personalidad con la que se contacta por telepatía y al mismo tiempo se presenta como intermediario entre Gandolfo y Levrero respecto a los comentarios del escritor rosarino sobre los textos inéditos que intercambian para leer con la correspondencia.

En otra carta posterior –sin fecha, pero que puede ser ubicada en 1975- vuelve a manifestarse la disociación de los nombres. Varlotta agradece gestiones de Gandolfo ante el escritor mexicano Edmundo Valadés –director de la revista El Cuento– pero invoca un argumento “burocrático-esquizofrénico” para oponerse a la publicación de su relato “Todo el tiempo”: “es de JV (sic) y –lo siento en el alma- por ahora no puedo a) exponer públicamente mi doble personalidad (no están dadas las condiciones, como quien dice) ni b) firmar ese cuento como ML (sic)”. Sin embargo agrega que “Todo el tiempo” tiene “indudable influencia de Levrero” y remata: “¡como sustraerse a ella quien lo conociera tan de cerca!”. Pero cuando finalmente publica el relato, en 1982, lo firma como Levrero.
En la misma carta expresa su felicidad por la publicación de Nick Carter, después de recibir los primeros ejemplares, y los temores que tenía alrededor del nombre de autor: “Me llevé el gran susto el otro día cuando hice conciencia (…) que iba a salir algo tan escandaloso firmado con mi propio nombre; vi mi carrera de médico en ruinas, profesores que se burlaban de mí, etc. (…) Al día siguiente llega el libro y me viene una gran tranquilidad al ver mi nombre en letra elegante y blanca, casi desapercibido, apabullado por el inmenso Nick Carter (…) Me siento editado por vez primera, tal vez por los siguientes motivos: 1) mi nombre verdadero; 2) la belleza del libro; 3) mi vocación de folletinista”. También bromea con que Marcial Souto, uno de los editores, puede ser demandado por los propietarios de la marca Nick Carter, juega con la ocurrencia -“Jorge Varlotta se divierte mientras el editor Souto es perseguido judicialmente y Jaime (Poniachik, el otro editor) permanece impasible”, escribe- y fantasea con enviarle un ejemplar a su “ex psicosomatista” ya que el libro es “comprobación del fracaso total de su terapia”. El “nombre verdadero” cede finalmente su lugar al nombre de autor, en la historia posterior.

El demonio telepático plantea diversas entradas a la obra de Levrero y en cada movimiento inscribe una nueva perspectiva de lectura. En la definición de “trilogía involuntaria” para La ciudadParís y El lugar, dice Vecchio, lo decisivo está en el adjetivo más que en el sustantivo, en el sentido de “inconsciente”; el motivo de la ciudad remite a Kafka y Levrero lo realiza como elemento ausente. Fauna, señala, es un relato policial con forma de pesquisa clínica (la coincidencia que Levrero establecía entre estos géneros puede leerse también en la correspondencia: el 7 de septiembre de 1977 cuenta que está leyendo El yo y el inconsciente, un libro que Jung “plantea casi como una novela policial”). Vecchio se interroga respecto de la publicación de ese relato junto con Desplazamientos, con el que no tiene nada en común, y encuentra el principio de la respuesta en el replanteo de la oposición entre Freud y Jung a través de los epígrafes del volumen. En Desplazamientos, además, destaca nuevas formas de narrar que inscriben un retorno de la parapsicología y en particular de la prosoposesis (el cambio espontáneo o provocado de la personalidad), otro punto en común entre ficción y ciencias psíquicas. El nombre de Levrero está asociado a La novela luminosa, su último proyecto como escritor, y también, afirma Vecchio, el punto donde la integración de los nombres en Uno deja trunca la obra. La recepción de su obra se extiende a partir de entonces a través de reediciones, exhumaciones de textos desconocidos y una bibliografía especializada en la que El demonio telepático ocupará un lugar destacado. Levrero fue “reconocido a destiempo”, pero en esa circunstancia no habría quizá ninguna injusticia sino una dimensión propia de la literatura.

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