La máquina y la catástrofe
Roland Barthes y el ejercicio de la metáfora en La bestia humana de Émile Zola
Roland Barthes

La bestia humana data de 1890; pero el tren era una historia en la vida de Zola. Su padre, ingeniero, ya había construido una de las primeras líneas de ferrocarril de Europa, entre Linz y Gmunden. En 1858 (tiene 18 años), enfermo de una fiebre tifoidea y en el delirio, Zola tiene una pesadilla (un accidente en un túnel) y, veinte años más tarde, escribe un cuento (“La mort d’Oliver Bécaille”): unos viajeros agonizan, encerrados en un túnel cuyas dos salidas han quedado bloqueadas. A la obsesión personal vienen a añadirse consideraciones más amplias: como historiador de la sociedad del Segundo Imperio, es un deber de Zola incluir en su fresco un episodio ferroviario, pues el tren es el Gran Asunto (económico y simbólico) de ese período; en 1878, conversando con Edmondo de Amicis, le cuenta su idea de Una novela “sobre una red ferroviaria”. Y el tren está también presente en su vida; desde su casa de Médan, ve pasar los trenes del Havre; los fotografía; en 1889, hace el viaje de París a Nantes en una locomotora: como buen novelista realista, sin duda, se documenta; pero el ferrocarril es mucho más que un tema de novela: es una fantasía, y multiforme: aquí poderosa y angustiosa, allí infantil y lúdica; sólo hay que ver el cuadro sobre el que se abre la novela: vista desde la ventana donde un personaje se acoda (y nosotros con él), se trata de la estación de Saint-Lazare miniaturizada, con sus raíles delgados como el alambre, sus maquinitas, sus jardinillos de guardagujas: parece una maqueta; La bestia humana se inaugura con este juego infantil, tan apreciado por las personas mayores que incluso existe, creo, un hombre para designar a esos maniacos del tren en miniatura: se les llama “los ferroviaristas”. Nadie duda de que Zola fue un ferroviarista, un aficionado los trenes. El tren tiene estas dos funciones, histórica y lúdica: es, por así decirlo, un gadget de civilización.

A ese objeto de tan rico simbolismo, Zola le impone una transformación propiamente literaria: trata el tren en el modo épico: lo toma en una mitología y en un relato.
Era una época de hierro. En la arquitectura, Eiffel había sustituido la piedra por el hierro, y el tren, no hay que olvidarlo, es el “ferrocarril”. Ahora bien, míticamente, el hierro es producido por Vulcano, el dios de los volcanes; surge de la sima oscura y abrasada, es a la vez la profundidad y el fuego, el deseo (por su incandescencia originaria) y el crimen (por los golpes que lo forjan); y es la fatalidad (por su endurecimiento). La máquina —mediante una sinécdoque significativa, a la locomotora se le da el hombre genérico de “máquina”— recoge todo ese simbolismo: La bestia humana es la novela del Deseo (el filme que Fritz Lang extrajo de ella se llama Human desire), del Crimen y del Destino (que, en este caso, es la ley hereditaria que tiene a Lantier por juguete). Zola añade una imagen: la máquina es la hembra, una quimera en la que se unen la mujer y la bestia. Esta metáfora llena todo el libro: Zola se complace en ella, la explota, la varía, la agota, y La bestia humana es así, literalmente, un gran poema: un discurso que no cesa de inventar nuevos significantes para un solo y mismo significado: la mujer-animal, que provoca al macho con su olor, como una perra. El título mismo es doblemente metafórico: la bestia humana es tan pronto la Máquina (un objeto antropomorfo) como el Hombre (un deseo animalizado). […]
En cuarto a la anécdota policiaca, basta (se diría por lo demás que ésa es su única función) para garantizar que la novela tendrá una serie honorable de “suspenses”: sabemos quiénes son los asesinos del presidente Grandmorin, pero ¿serán descubiertos? ¿Resistirá Jacques Lantier su pulsión hereditaria? ¿Matará a Séverine, a la que ama? En verdad, el segundo crimen no ofrece, desde el principio, ninguna duda: la herencia tiene la misma función, para Zola, que la Necesidad antigua: nadie la evita; y, del mismo modo que la tragedia griega apasionaba aunque se conociese su desenlace, podemos leer La bestia humana con el mayor interés, incluso sabiendo que Jacques asesinará a Séverine, pues el placer del “suspense” es perverso: ésa es la escisión del yo que Freud describió: sabemos, pero hacemos (para agradarnos a nosotros mismos) como si no supiéramos. Éste no es el único rasgo trágico de la novela, pues incorpora igualmente algo shakesperiano a través de la acumulación barroca de las desgracias: todo termina mal, nadie se salva; hay en la obra, de principio a fin, una idea de catástrofe que tiene su asunción (todo libro conduce a ello) en el apocalipsis final: el mecánico y su maquinista luchan a muerte sobre la estrecha plataforma de la locomotora en marcha, y se arrojan el uno al otro por la borda, mientras la máquina loca se salta las estaciones, arrastrando un tren repleto de pasajeros ignorantes e inocentes hacia la gran catástrofe.