Los usos del relato

Narración y lo fragmentario en Lydia Davis

FACUNDO MILMAN


En 1936, Georg Lukács escribe el famoso artículo “Narrar o describir” y allí sedimenta no sólo la discusión en torno al naturalismo y el realismo, sino también la pregunta de cómo narrar. El teórico del marxismo dice, entre tantas cosas, que lo importante son los principios de composición y no el fantasma que rodea a la idea de narrar o describir. Pregunta más que central, pero ¿a qué se refiere Lukács con “los principios de la composición”? Al cómo y al por qué, para ser más preciso, se refiere a la forma de la escritura que aparece en las novelas. Esta es una de las cuestiones que atraviesan a El final de la historia (Alpha Decay) de Lydia Davis y la pregunta que surge al leerla es ¿cómo narrar un recuerdo? Porque, en lo fundamental, la única novela escrita por Davis —y publicada en 1995— relata una serie de recuerdos. ¿Cómo narrar un recuerdo de una pérdida? ¿Cómo narrarlo sin dejar de tener en cuenta al otro y declarar que estamos en las antípodas? ¿Cómo sujetar una memoria constituida más por olvidos que por el recuerdo en sí? Estas son las cuestiones que atraviesan al texto de Lydia Davis publicado por Ediciones Alpha Decay, estas son las perplejidades a las que se enfrenta una escritora.

La narradora de Davis, de quien desconocemos el nombre, habla desde el futuro. Es una profesora visitante que se constituye desde la aflicción del amor, fue a trabajar a una universidad y se enamoró. Cayó en las sufrientes garras del amor y fue abandonada. Esta experiencia del amor hizo que empiece a escribir un libro, libro que no leemos aunque sí es mencionado. La novela narra cómo lo conoce, cómo esa persona irrumpe en su vida, qué le suscita en su vida, que dicho sujeto es menor a la narradora, y ella tiene casi la edad de su madre. Pero más importante aún es la etapa de desamor que atraviesa porque si puede escribir con dolor un libro sobre su última experiencia amorosa, es porque el trabajo de duelo ya terminó. Escribe un libro que tiene seudónimos, que no revela los nombres de las personas involucradas -aunque nos lo dice en todo momento. Por lo tanto, el primer manuscrito se lo presta a sus conocidos y amigos para que le den una opinión. Si bien lo aprueban y les gusta, ocurre que la narradora no se decide por los nombres. De hecho, una amiga autora de varias novelas le cuenta su experiencia de haber escrito una novela de forma muy rápida y no la había revisado. El problema era que había cambiado el nombre de un personaje alrededor de doce veces y no se había percatado a través de toda la novela. Este nivel de indecisión es el mismo que le sucede a nuestra narradora: no se decide por el nombre que van a llevar los personajes principales y duda. Elige uno, cambia, lo perfecciona y luego vuelve al inicio. Esa misma duda que le suscita el nombre de los personajes es la duda que aparece con respecto a su vida amorosa. Es decir, la hieren y no puede continuar por un tiempo o mejor dicho: no puede continuar con su vida sentimental hecha añicos. En dicho sentido, tiene que descansar y hacer descansar a la escritura tanto de la novela como de la vida; tanto de la ficción como de la realidad; tanto como del amor como de la muerte.

La profesora cree que él la había olvidado, pero no es así. En su casa, irrumpe una carta de su expareja que contenía solo un poema. Puede ser que el medio sea el mensaje, pero no deja de ser cierto que la forma del contenido expresado otorga una materialidad al sentimiento. La peculiaridad del inicio de la novela es ésta: ella cree que él la había olvidado estableciéndose así una dialéctica sobre la memoria, olvidos y recuerdos. Si ella narra un recuerdo sobre el hombre que amó, el olvido actúa de tal forma que constituye parte central y quizás sea tan o más importante que el recuerdo. El acontecimiento de una llegada, de una carta, no puede dejar de ser un estremecimiento. Porque, desde ese momento, la narradora queda intranquila: se vuelve inquieta, recorre su casa, no se puede concentrar, lee y levanta la cabeza —gesto barthesiano para producir sentido en una lectura. El estremecimiento frente a un poema y, sobre todo, producto de la melancolía se encauza cuando sabemos que se trata de una carta de despedida: rastro de vida —y, por lo general, de amor— y de muerte al mismo tiempo. En algún sentido, es entendible ese acontecimiento ya que el terreno no puede ser preparado, no puede adelantarse y tampoco se puede estar precavido. Los dos acontecimientos fundamentales de la vida, la muerte y el amor, suceden y nos dejan sin oportunidad de responder. Todo ocurre con retraso, pero en la tardanza por la respuesta también se abre un tiempo: el tiempo amoroso. El libro de Davis viene a expresar ese tiempo porque, como dice Roland Barthes, el tiempo amoroso está agujereado. Es un tiempo hecho de migajas: esperanzas, desesperaciones, contingencias, travesías, futilidades, historias, encuentros, ausencias, contratiempos. Por ende, no es una casualidad que una carta suscite todos estos efectos en una persona. Al contrario, la carta posibilita las contingencias del tiempo amoroso; un tiempo, por definición, perdido.

Si el aspecto de la memoria de la novela está relacionado con el amor y la melancolía de una relación, la forma en la que se relata la memoria hace al contenido del texto. Al principio, nos preguntamos cómo narrar y esa interrogación retorna como fundamento para escribir la lectura. Lukács se preguntaba por la narración y podríamos agregar que no solo el cómo determina el contenido de lo narrado, sino también ese algo que se experimenta en el hecho de la lectura. En la novela de Davis, la forma se lee como contenido. La forma no es el contenido, aunque es como si estuviéramos leyendo el contenido del texto; esa es la tarea del crítico: volver a leer el texto, releerlo, y atravesar el contenido para advertir sus artificios. Si volvemos al texto, uno de los artificios para narrar es la forma fragmentaria de la novela. En la escritura, los fragmentos simbolizan verdades y, si hay suerte, también nos encontramos con roces del silencio. No deja de ser cierto que el texto de Davis no esté dividido en capítulos, secciones o solo en números. Lo único que separa un recuerdo de otro es un punto y aparte y, en ese blanco de la letra, el sentido se produce. En lo blanco, entre recuerdo y recuerdo, brota el silencio de lo fragmentario.
La tradición de los escritos en torno a lo fragmentario es larga y ahonda muchas escrituras críticas como la de Walter Benjamin con Fragmento teológico-político (1921) y la de Roland Barthes con Fragmentos de un discurso amoroso (1977). Sin embargo, hay una escritura crítica de principios del siglo XX y pertenece a un líder revolucionario como Vladimir Ilich Lenin. Lenin escribió que todo fragmento puede ser transformado en una recta autónoma que conduce al lodazal. En ese sentido, rescatamos al tipo de escritura de Lydia Davis como una forma que se experimenta en acto; una escritura que dice una verdad ficcionalizada y juega con la mentira y la realidad empírica. No sabemos si, efectivamente, Lenin estaría de acuerdo con esta vinculación. Pero algo sí sabemos y es que esta forma entre lo fragmentario y el blanco de la letra conforma una escritura que vibra por sí sola. En otras palabras, la intertextualidad de la novela de Lydia Davis se conforma para la escritura de un micro-relato que se establece entre un pacto de la narradora con el lector del texto.Es cierto, la escritura de Lydia Davis relata una historia de amor. Pero esta historia se encuentra concluida desde un principio, por eso es una narración de un recuerdo conformado por olvidos. Porque el recuerdo es una enfermedad cuyo remedio es el olvido. La desmemoria posibilita la narración, hace la narración. Así, y solo así, la novela encuentra su sentido; esto es, Davis halla la forma de una escritura descuajeringada que se desplaza de lo universal —el recuerdo de un amor putrefacto— a la obra infinita y el fragmento del olvido impersonal —la partición del texto en El final de la historia.