El muro en la cabeza
Peter Schneider y una narración que muestra cómo vivían los berlineses en un mundo dividido.
MARIANO GRANIZO

Tener “el muro en la cabeza” es una expresión posterior a la caída, en 1989, del muro que dividía a Berlín. Hace alusión a continuar demarcando la ciudad, y viviendo en ella, según las costumbres a las que la presencia del muro por casi treinta años había habituado a los berlineses. El libro de Peter Schneider, publicado en 1982 en la Alemania del Oeste, otorga un panorama preciso e imaginativo en sus formas de una ciudad que no avizoraba la desaparición del muro, que convivía con él, lo definía y era definida, a su vez, por este. En El saltador del muro (Gatopardo), contrariamente al imaginario construido por la propaganda en la que existían dos ciudades bien distintas una de la otra, donde lo físico y material de la ciudad difería por el propio sistema que las gobernaba, Schneider plantea que Berlín, tanto al Oeste como al Este del muro, parece una ciudad replicada con el mismo gusto, o falta de este, una “ciudad siamesa. Schneider recoge el guante clásico de la narrativa de misterio/espionaje o documental con la llegada a Berlín por aire. Berlín desde el cielo es la imagen que todos quieren ofrecer para articular una primaria idea política; a Berlín, en la narrativa, se llega por aire, como los suministros luego de la capitulación.

Aeropuerto de Schönefeld, única entrada aérea a Berlín del Este. Un colectivo traslada a los pasajeros del avión a las puertas de ingreso a la ciudad. Se escucha ruso, alemán, inglés, español, francés; finalmente, todos bajan y se dirigen hacia dos puertas que separan el ingreso a dos estados distintos. Schneider hace notar, ya en el viaje en colectivo, que la separación se percibe en las ropas, unas de calidad y otras de materiales de imitación. Las marcas del pasaporte en los bienes de consumo que visten a unos y a otros, a los ciudadanos o visitantes de las ciudades siamesas.
A partir de aquí, todo lo que cuente Schneider tendrá la forma de una novela en la que el verdadero y único protagonista es Berlín, el occidental y el oriental, y sus habitantes (Robert, Kabe, Schalter, Lena, Pommerer, Schneider mismo, el muro); una novela (el intento de una, su simulación o sus sombras) porque es la forma que le permite sostener las inconsistencias y la contradicción, las dudas y el humor, la falta de justificaciones y el coqueteo con el castigo por faltar a la verdad o por buscar modos distintos de llegar a ella, de revelarla: por momentos, Schneider, en la construcción de la forma, es absolutamente brechtiano.
La premisa del libro es contar la historia de los saltadores del muro (o valerse de ellos para contar la ciudad). El muro está ahí y no parece que vaya a desaparecer (1982, el año de la publicación del libro, se corresponde con la época más álgida de la Guerra Fría y la amenaza de guerra nuclear entre Este y Oeste); el muro está con sus cimientos bien asentados y con un significado claro para el resto de los alemanes y el mundo pero que, para los berlineses, se diluía en el día a día de la vida cotidiana. Schneider, habitante del Berlín Oeste, cruzaba con asiduidad por los puestos de control para ver, en el Este, el Berliner Ensemble, saludar parientes y chalar en bares con amigos. Iba y venía de un lado al otro de las “ciudades siamesas”, de una “semiciudad” a otra. En el Este, en la “ciudad-sombra” es llevado por un amigo a la casa de Wolf Biermann a escucharlo cantar. Shneider va y viene, y puede observar de primera mano cómo viven los berlineses a uno y otro lado del muro.

El Berlín occidental en el que vive Schneider aún conserva viejas casas de principio del siglo XX, ruinas de los bombardeos de la Segunda Guerra, ladrillos y revoque gris (típico berlinés, ya sea del Este o del Oeste) e impactos de bala en las paredes de los enfrentamientos callejeros con los comunistas en la década del 20 o de la caída de Berlín en el 45; Schneider vive y deambula por una ciudad semidestruida o semireconstruida, y con un muro, que de tanto estar presente ya se ha olvidado, por momentos, su presencia. Tener parientes al otro lado del muro les recuerda su existencia; saber que los berlineses del otro lado ansían poner en acto su deseo por las cosas que tienen en ese lado, se los recuerda; ver los puestos de paso se los recuerda; pero ese recuerdo también se diluye.
Schneider pone en marcha un recorrido por Berlín que no deja de ser el recorrido por una misma ciudad con dos sistemas políticos opuestos y ratificados por un muro. En la novela, el Schneider personaje le cuenta a un amigo de Berlín oriental que está recolectando historias sobre la ciudad dividida, lo que provoca la sorpresa del amigo personaje al ver que algo así le interese: “¿Quién se preocupa por la división fuera de unos cuantos políticos?”. Y es que el interés de Schneider se debe a que proviene del sur de Alemania, lo que lo hace un provinciano en Berlín. Para los habitantes de Berlín no hay diferencia entre el cambio de locación que ha hecho Schneider y el de alguien que renuncia a la nacionalidad de la RDA y se pasa a Berlín occidental; el sistema sí es distinto, claro, pero no tanto, porque, a fin de cuentas, con el paso de los años, así como el muro se diluye a la vista, lo mismo ocurre con el sistema político, que resiste en la propaganda pero no lo consigue en la vida cotidiana de los berlineses de uno u otro lado; berlineses, a secas, porque esa es la motivación del libro de Schneider: tanto los ciudadanos como las ciudades mismas son intercambiables e indistinguibles, salvo por cierto burdo maquillaje superficial o bienes de consumo sin importancia. El berlinés vive en la frontera porque, por proximidad de lo otro, del otro sistema, el propio se relativiza y elegir una u otra mitad se vuelve un absurdo. Berlín, por y a pesar del muro, sigue siendo una única ciudad, o una ciudad duplicada, una ciudad con una sombra sólida, pero de la que no es sencillo (ni viene al caso) definir la original; es, entonces, que retorna la idea de ciudades siamesas dada por Schneider: son dos, unidas por el muro, que van juntas y no pueden ignorarse. La identidad que pretende ofrecerles el estado, cualquiera de los dos, no alcanza al berlinés, que es eso mismo por sobre la caracterización de occidental u oriental.

En la novela de Schneider, el muro, para los berlineses, se materializa como tal cuando los turistas bajan de los colectivos para verlo, se materializa en el acto de señalar las atalayas de los guardias y cuando disparan con sus cámaras fotográficas; el muro es más importante, tiene mayor relevancia y carácter simbólico para los extranjeros (todo aquél que no sea de Berlín es un extranjero en la percepción de la realidad cotidiana) que para los berlineses. Está claro que ninguno de los sistemas políticos logra ser más fuerte que el propio ser unificado de los habitantes de Berlín. En esta narración una historia lleva a otra historia, un personaje a otro personaje, y en esa concatenación se da forma a una novela del estar siendo berlinés junto a un muro que parece haber sido levantado solo para cruzarse. Una historia interminable de berlineses que cruzan al Este y berlineses que hacen lo propio en dirección contraria. Y retornan, ahí está el fundamento de la historia: todos retornan a su lugar de origen, a su parte del Berlín de todos. Un berlinés occidental desempleado salta el muro, literalmente, porque quiere. Dado que vive junto al muro, no ve razón para ir hasta el paso fronterizo. Dos estados que no se reconocen entre sí como tales y un hombre que ratifica, con su acción, que Berlín sigue siendo una única ciudad bajo circunstancias un tanto confusas y burocráticas. Kabe, tal era el nombre del saltador del muro, cruza al Este y es internado en un psiquiátrico al no encontrar ninguna motivación política en el interrogatorio: solo un loco haría algo así, solo un loco vendría, de esta manera, del Oeste al Este. Pero en el hospital no encuentran ningún problema mental en Kabe, salvo un deseo irrefrenable por cruzar el muro; luego de tres meses lo devuelven al Oeste, bien alimentado y sano. Al llegar al Oeste, Kabe cobra los tres meses del seguro de desempleo que tiene depositados en el banco. Kabe ha hecho uso legítimo de todo lo que su ciudad tiene para ofrecerle. Pero Berlín oriental pretende que Berlín occidental pague la factura de atención médica de Herr Kabe dado que este no es ciudadano de la RDA. El Estado de Alemania occidental lo envía a un hospital alegando que ha atentado contra su vida (solo un loco cruzaría al Este saltando el muro), pero en la misma decisión de internarlo está la falla: Herr Kabe ha demostrado que se puede saltar el muro hacia el Este “sin sufrir daño físico ni espiritual alguno”. Solo queda la opción de que kabe reconozca la existencia y validez del muro y sus territorios adyacentes como frontera, lo que es un problema en sí mismo dado que la RFA no reconoce a la RDA como un Estado independiente, lo que no permite que haya embajadas, solo “representaciones permanentes”; la RFA sostiene la idea de una única Alemania, y no existen fronteras dentro de un mismo país. Es así cómo lo dejan ir sin poder hacer nada. Herr Kabe saltó el muro unas quince veces, y siempre retornó al Oeste.
El saltador del muro no se corresponde con la idea que tenemos del Berlín de la guerra fría (espías, disparos, reflectores, ciudadanos desconsolados mirando el muro que los separa de sus familias, intercambio de prisioneros, detenciones, micrófonos) pero esto no quiere decir que Peter Schneider se tome a risa el muro y sus connotaciones políticas. La narración marca el destino inevitable de la caída del muro, y lo hace siete años antes que este cayera y en el apogeo de la guerra fría y la amenaza nuclear. Para los berlineses, el muro nunca había sido tan sólido como los dirigentes políticos de ambos Estados querían creer. En el Este, un amigo le cuenta un chiste a Schneider: “En plena Leipziger Straße, un borracho pregunta a un poli, “¿Podría usted decirme dónde estoy?” “En el centro de Berlín”, contesta el poli, “en la Leipziger Straße”. “Nada de detalles”, balbucea el borracho, “solo el país, por favor”.
