El lenguaje infecto
El escritor Carlos Skliar plantea en este ensayo el momento en el que el lenguaje pierde su poder y su potencia.
CARLOS SKLIAR

El lenguaje se pierde, se reencuentra en su propio laberinto, se obnubila, queda atrapado entre redes de sentidos y sinsentidos, se torna severo, áspero, padece, poetiza, filosofa, permanece averiado, conserva sus amistades y sus enemistades, convive, atraviesa, respira, conversa, ama. Y también puede hacerse trizas, perder por completo sus facultades, volverse indisponible a las palabras, incapaz de pensar, de hablar, enmohecerse: el lenguaje abandona. Abandonar, aquí, es una expresión literal: como si en cierto instante, por razones indescifrables, alguien sintiera con desoladora nitidez la imposibilidad de decir nada sobre nada, tocar con el cuerpo el límite último del lenguaje, percibir que ya no hay nada sobre lo que pudiéramos ejercer la propiedad de las palabras. Pero no es el abandono al lenguaje, la voluntad manifiesta por dejar de pensar y decir, la potestad del sujeto sobre el código, el libre albedrío del hablante-oyente ideal que se retira con sus honores a la calma de su silencio.

Tampoco se trata del abandono explícito de la escritura, como ha sucedido con Bachmann o Rimbaud –entre tantos otros– que asumen esa posición más o menos definitiva de dejar de hacerlo. Es, en cambio, el abandono del lenguaje al sujeto: su confinamiento, su desamarre, el destierro de su voz. Como si de tanto hablar y hablar, hubiera un momento en que el lenguaje minase un territorio hasta allí ignorado: el de la ligereza habitual de las palabras, la confianza ciega y habitual en el sistema, la mezquindad de los sentidos, la creencia de que es posible hablar de cualquier cosa, la disolución del mito donde el mundo se representa como cuestión de unos pocos nombres, unos pocos adjetivos. Así, el lenguaje se retira, se escabulle, pone un límite a la pérdida de la extrañeza, busca otras voces, nos deja callados y sin discurso alguno sobre el silencio. El abandono del lenguaje que niega su razón o su explicación de abandono.
El abandono del lenguaje se presenta ante nosotros con varios rostros que nos confunden y nos hacen sentir incapaces: el agotamiento, el atontamiento, la tozudez, la urgencia, la consabida productividad, el utilitarismo, la progresiva simplificación, la pérdida de la metáfora y de la imagen, las frases ya hechas, el suicidio de la conversación, la humillación, la frivolidad del verbo, etcétera. Pero el mayor de los abandonos reside en la pena por advertir la filiación del lenguaje con el poder o, mejor dicho, con los poderosos, los altaneros, los soberbios, los mentirosos, los crueles, los publicistas, los politiqueros, los violentos, etcétera; el secuestro de las palabras más vitales de la lengua como coto de propiedad privada de un conglomerado de provechos personales y consumistas; en fin, cuando el lenguaje se pone del lado de aquellos que han hecho de este mundo un mundo insoportable e irrespirable. Ellos y sus palabras.

Esa es la enfermedad del lenguaje o su inhabitabilidad o, para decirlo más claro aún, su podredumbre. Un lenguaje infectado, pestilente, corrompido, que no podemos ni pensar ni sentir como nuestro: “Porque ha sido arrasado, allanado, alisado, mutilado, simplificado, deshumanizado, porque ha sido convertido en un lenguaje de deslenguados, en un lenguaje de nadie y sin nadie y para nadie, y por eso nos hemos quedado sin palabras, y nos sentimos mudos” (Larrosa, 2010: 16-17). Quizá la sensación de mudez, como dice Larrosa, no sea sino la expresión última de un páramo desolador, donde permanecemos atónitos en medio de un lenguaje al que rechazamos –el lenguaje que recibimos– y otro con el que quisiéramos todavía decir o escuchar o leer o escribir algo –el lenguaje que no tenemos–. La enfermedad del lenguaje: su letargo, inclinación y abandono a la abyecta apetencia del poder.
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