El espectáculo del mundo

La publicación del volumen Teatro Dadá muestra cómo el dispositivo escénico funcionó como germen para las ideas dadaístas y los escándalos de la vanguardia.

MARINA WARSCHAVER

El germen de las ideas dadaístas estuvo en las veladas del Cabaret Voltaire. Eso queda claro en los diarios de Hugo Ball publicados bajo el título La huida del tiempo. A partir de esas anotaciones sabemos que el Cabaret Voltaire fomentaba una política de escenario abierto, y alentaba las improvisaciones, que iban variando sin respetar ningún orden. Una vez, un serbio que acababa de llegar del frente oriental interpretó canciones de guerra; otra vez un ruso leyó composiciones humorísticas de Chéjov y tocó melodías del folclore ruso. Una noche de luna llena, un grupo de estudiantes holandeses entraron en tropel con banjos y mandolinas y, retozando por el local, ejecutaron unas extrañas danzas que provocaron un estado de paroxismo hasta que volvieron a la calle armando un gran alboroto. Las representaciones no defraudaron al público, e incluían desde tiernas baladas hasta números que eran únicamente ruido y pataleo, y los artistas se dejaban llevar por un desparpajo cada vez más acentuado. El 26 de febrero, apenas tres semanas después de la inauguración, Ball escribió en su diario: “Un frenesí indefinible se ha apoderado de todos. El pequeño cabaret amenaza con salirse de quicio y se convierte en un hervidero de emociones desatadas”. 

El 2 de marzo, cuando el Cabaret ya era un ingrediente básico de la vida nocturna de Zúrich, Ball evaluó así la situación: “Nuestro intento de entretener al público con cosas artísticas nos empuja sin tregua a lo vivo, lo nuevo, lo ingenuo, de una forma tan estimulante como instructiva de ser siempre vitales, novedosos e ingenuos. Es una carrera con las expectativas del público, que requiere todas las energías para la invención y el debate.” Ese espíritu fue el surgimiento del dadaísmo.

La palabra Dadá, como la bautizó Hugo Ball, era una clave, una invitación a preguntarse por su significado. ¿Qué era dadá? ¿Qué hacía un dadaísta? El mundo occidental llevaba décadas preocupado por la amenaza del anarquismo, pero ¿cómo se podía saber quién era anarquista antes de que hiciera volar por los aires un café? Lo mismo puede decirse de un dadaísta, cuyas explosiones eran literarias, artísticas, filosóficas y estrafalarias en un mismo movimiento. Y durante varios años, mientras ese misterioso «microbio virgen» (como lo llamó Tristan Tzara) se propagó por el mundo, la falta de sentido de la palabra misma cautivó, agitó y amenazó en la misma medida. 

Por supuesto, al público de las noches del Cabaret le importaba poco cómo los artistas se llamaban a sí mismos. Pero, una vez que la palabra dadá se instaló, fue como un huevo: Ball y los demás observaban, embelesados, atentos a lo que saldría cuando se rompiera el cascarón. A la manera de un antropólogo, Ball empezó a registrar por escrito las características de ese nuevo tipo humano. “El dadaísta ama lo extraordinario, incluso lo absurdo. Sabe que la vida se afirma en la contradicción.” Adaptado al cambio constante, el dadaísta “ya no cree en la comprensión de las cosas desde un punto de vista”. Hugo Ball se inspiraba en su propia tendencia a la crisis como síntoma del dadaísta, alguien al que describe como alguien convencido de la unión íntima de todo los seres […] que sufre por las disonancias hasta la liquidación de su propio yo. A Ball lo habían asediado esas contradicciones durante años, que pronto llegaron a un punto crítico, reduciéndolo a un colapso casi infantil. 

Por eso tiene sentido las observaciones del poeta y editor Francisco Garamona, que acaba de publicar en Mansalva el volumen Teatro Dadá. El dadaísmo es como el punk rock, entiende Garamona. “Está en la inocencia, está en el deseo, está en la inconformidad, el dadaísmo está en las palabras balbuceadas de un niño. Está en todo. Son las ganas de construir a partir de la destrucción. El volumen, con prólogo de Lucía Aguirre, incluye las piezas Por favor y Me olvidarán, de André Breton y Philippe Soupault; El corazón a gas y La huida, de Tristan Tzara; Contra la pared, de Louis Aragon; El chorro de sangre, de Antonin Artaud; El canario mudo, de Georges Ribemont-Dessaignes; El estribillo, ¿de qué?, Manifiesto caníbal DADÁ, Festival-manifiesto-presbita, de Francis Picabia, y Entrada libre y El pintor, de Roger Vitrac. Las piezas pueden leerse no sólo como obras de teatro, sino también como novelas o poemas, bajo un sinfín de prismas de lectura.

¿Cómo habrán sido esas puestas? Esa es una de las preguntas que se hizo Garamona al enfrentarse al material. No quedan registros. Sabemos, de todos modos, un dato interesante: los empresarios teatrales nunca querían alquilarles las salas a los dadaístas. Sabían que eso era meterse en un quilombo. Uno de los últimos incidentes en la historia del movimiento ocurrió la noche del 6 de julio de 1923, en el Théâtre Michel de París, cuando una representación de El corazón a gas de Tzara fue interrumpida por agresiones de varios jóvenes literatos que ya no se llamaban a sí mismos dadaístas. 

La puja por el poder de la vanguardia estaba a flor de piel. Ya habían sucedido las escisiones. André Breton ya tenía en mente fundar un movimiento propio (el surrealismo) y así el dadaísmo permanecía en un rincón, atrincherado, escupiendo insultos a la razón. La representación formaba parte de una velada que se había anunciado como la Soirée du Cœur à barbe. Los empresarios teatrales, conocedores de los escándalos que se armaban en las temporadas dadaístas, se lo pensaban dos veces a la hora de alquilarles una sala, y Tzara se había visto obligado a trabajar recurriendo a cierto subterfugio; en este caso, reclutando la ayuda del escritor ruso exiliado Iliazd (Iliá Zdanévich), que había hecho sus pinitos en programas proto-dadá-futuristas en su país natal. En París le tocó reservar la sala. Se confeccionó un programa detallado que, en muchos aspectos, incluía lo mejor de la vanguardia del momento –menos dadaísta, quizá. El programa anunciaba tres películas; una con los ejercicios de «ritmo» abstracto de Hans Richter; otra era el Regreso a la razón, de Man Ray, que se filmó a las apuradas cuando Tzara le llevó al norteamericano una cámara y unos metros de película. Como sus rayógrafos, la película de Man Ray fue otra vuelta de tuerca en sus incursiones en distintos medios, siempre novedosas e imaginativas. La tercera fue Manhatta (1921), un retrato de Nueva York dirigido por Charles Sheeler y Paul Strand. Se interpretaron algunas piezas para piano de George Antheil, protegido de Pound y autoproclamado «chico malo de la música», y hubo también un número de danza a cargo de la rumana Lizica Codreanu. No faltó un repertorio de poemas, incluidos algunos textos de antiguos dadaístas, de quienes ahora Tzara estaba completamente distanciado. Al enterarse de que esas composiciones iba a utilizarlas un hombre –y un movimiento– por el que ya no sentían ninguna lealtad ni afinidad, los desafectos dadaístas se presentaron en el Théâtre Michel decididos a romper todo. Al oír una referencia inocua a Picasso por parte de Pierre de Massot, Breton (“un matón fornido”, según dicen las crónicas) tomó el escenario por asalto y asestó al pobre De Massot unos cuantos bastonazos, y le dio con tanta fuerza que le rompió un brazo. No tardó en llegar la policía, que expulsó a Breton, pero sus aliados se quedaron en la sala, furiosos y esperando la siguiente oportunidad, que llegó durante la representación de El corazón a gas, esa obra que databa de 1920 y en la que los personajes se llaman Ojo, Boca, Nariz, Oreja, Cuello y Ceja. Los actores iban vestidos con los trajes rígidos y trapezoidales de Sonia Delaunay.

Y al levantarse el telón, Paul Éluard se puso de pie entre el público y montó un escándalo por la expulsión de Breton; luego exigió que saliera a escena el malvado de Tzara. En cuanto apareció el rumano, Éluard subió al escenario de un salto y le dio una piña en la cara. Los tramoyistas y algunos miembros del público salieron en defensa de Tzara; otros, en cambio, prefirieron participar en la refriega, subieron al escenario y destrozaron los decorados. Fue el momento en que Éluard también fue expulsado. En cierto sentido, la expulsión de Éluard fue la que más consecuencias tuvo. A los seis meses del altercado en el Théâtre Michel, el poeta desapareció de París sin decir una sola palabra a sus amigos y emprendió un viaje hacia el Lejano Oriente, quizás dispuesto a cumplir de manera literal la misión que Breton había anunciado metafóricamente en su composición “Lâchez tout”, publicada en Littérature en abril de 1922: 

Déjelo todo. 
Deje a Dadá. 
Deje a su mujer, deje a su amante. 
Deje sus esperanzas y sus temores. 
Abandone a sus hijos en un rincón del bosque. 
Deje la presa por la sombra. 
Deje si es necesario una vida regalada, lo que le viene dado, 
por una situación de futuro. 
Váyase a correr caminos.

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