La noche de los muertos vivos

En una época donde el festejo de Halloween se ha expandido, un recorrido por la figura del zombie en la cultura pop desde la Biblia a Poe.

RAFAEL CRUZ

Aceptemos lo inaceptable: esta será una noche donde los zombies andarán por las calles pidiendo golosinas. Una tradición foránea que se entrometió en la cultura, es cierto, pero la noche de los muertos no es tan extraña para ciertos territorios de América latina. Pensemos en México. En la cultura popular, en definitiva, la noche de los muertos es relevante. Para empezar es el titulo de la primera película del director George A. Romero (1968). Allí la amenaza no tiene nombre ni causa, apenas puede designarse o concebirse. El zombie no tiene ni razón de ser, ni discurso, ni siquiera recibe el privilegio de la denominación. De hecho, a lo largo del filme, como advierte Jorge Fernández Gonzalo, no se utiliza ni una sola vez la palabra zombie; esos seres funcionan como una masa, una turba alienada, probablemente renacidos de la muerte o atravesados por una oscura maldición espacial, con un apetito monstruoso por la carne y desprovistos de su capacidad de raciocinio. Ya lo dijo Elias Canetti en Masa y poder: “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que lo agarra: le quiere reconocer o, al menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido”. Ser tocado por lo desconocido, dice Canetti, y nada más desconocido que la muerte. Ocurre que el zombie, es decir el muerto vivo, el que vio la muerte y volvió a la vida para ¿vengarse? es una figura que nos acompaña desde los orígenes del género de terror. Pensemos en Frankenstein o, rompiendo los esquemas, pensemos en la Biblia como un relato de terror: no sólo por la aparición de al menos dos zombies (¿no son eso acaso Lázaro y el mismísimo Jesucristo crucificado?) sino también por la sucesión de maldiciones, matanzas, tragedias y apocalipsis letales que atraviesan todos los libros matizados por el relato de amor y trascendencia y de la posibilidad de una existencia, justamente, después de la muerte. En definitiva: se trata de la metafísica. 

El primer cuento publicado por Edgar Allan Poe, ”Metzengerstein” (1832), está explícitamente relacionado con la metafísica. Su idea central de la metempsicosis –una idea que Poe retomaría en obras como “Morella” (1835) y “Ligeia” (1838)– se refiere a la transmigración del alma, y se manifiesta en forma de un caballo grotesco con alma de hombre, una figura liminar a medio camino entre la vida y la muerte, el ser humano y el animal. El caballo se convierte en la obsesión de Federico, el barón de Metzengerstein, un probable pirómano que quemó los establos de sus vecinos, la familia Berlifitzing, con la que su propia familia estaba enemistada desde hacía tiempo. Se da a entender que el caballo, marcado con las letras “W.V.B.”, está poseído por el espíritu de William von Berlifitzing, que murió intentando salvar a uno de los caballos. Poe subraya la repulsión del corcel: posee “dientes gigantescos y repugnantes” y “labios distendidos”, y su jinete, Frederick, contrae de la bestia “un fervor horrible y antinatural” descrito como una “mórbida melancolía”. Desde el principio, Frederick se siente fascinado por la criatura: al ver por primera vez su representación en un tapiz, “sus ojos [se] clavan involuntariamente” en la cosa “antinaturalmente coloreada”, y su labio se mueve con una “expresión diabólica… sin su conciencia”, su mirada vuelve inexorablemente a la imagen “mecánicamente”. Aquí Poe erosiona simultáneamente la capacidad individual del barón mientras insinúa que el caballo puede ser el producto de su mente inconsciente, añadiendo otra capa de paradoja a la ya contradictoria bestia. La infección del barón por el monstruoso caballo, en sí mismo una amalgama abominable que transgrede los límites físicos y metafísicos, sirve para mezclar el horrible corcel y su jinete, para los dos fundirse en un único y categórico horror.

Esta unión inconcebible en la que lo humano y lo no humano se disuelven el uno en el otro (que concluye con ambos envueltos en llamas en el castillo del barón) es inseparable de la repugnancia que provoca. Poe vuelve una y otra vez a la idea de que la conciencia sobrevive a la muerte, desdibujando la frontera entre los vivos y los muertos, entre la materia y el espíritu, amenazando con colapsar las percepciones del sujeto y el mundo objetivo en sí mismo. Como tal, podemos leer la ficción de Poe como una aspiración a conectar, a través del arte, la brecha supuestamente insalvable entre los fenómenos y el noúmeno en la que Kant y sus discípulos insisten. En “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar” (1845), uno de sus relatos más famosos, incluido en el espeluznante Diez cuentos de terror, Poe vuelve a representar a un grotesco ser no muerto: allí está ese Sr. Valdemar, muerto de tuberculosis, que sin embargo encontramos hablando, hipnotizado por el narrador. El cadáver en descomposición de Valdemar permanece “vivo” y habla en un estado paradójico entre la muerte y la vida. Su discurso se vuelve repulsivamente físico, sus sílabas son viscosas: Poe lo describe como algo que impresiona a los sentidos auditivos “como las materias gelatinosas impresionan al sentido del tacto”, una sinestesia mucilaginosa, pero también como algo que va más allá de nuestra plena comprensión, “el horrible conjunto” de este discurso es sin duda “indescriptible”, manifestándose como si viniera de lejos. Al final del relato, Valdemar se derrumba, pudriéndose rápidamente en las manos del narrador en “una masa casi líquida de putrefacción detestable”, la quintaesencia de la decadencia, en la que los estados metafísicos contradictorios que encarna Valdemar se descomponen finalmente en una sola cosa podrida. Ante esa imagen pútrida no podemos dejar de relacionarla con las imágenes tremendas de la primera temporada de la serie The Walking Dead: hace años, cuando la vimos por primera vez, el componente viscoso y repugnante de la muerte volvía a tener el sentido de lo indecible, del verdadero horror que sentimos, en día como estos, a la muerte.

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