Hijas de los 90
La autora de El cuerpo es quien recuerda lee las primeras novelas de las jóvenes Martina Treleani y Katherina Frangi
Paula Puebla

El calificativo “joven” suele aparecer junto al sustantivo “literatura”. Ambos conforman un par cuyo propósito puede resultar (con suerte) ambiguo, como una maniobra para bajarle el precio a las producciones de escritores que salen de modo inaugural al campo editorial. Sin embargo, las preguntas persisten. La literatura joven ¿implica cierto grado de novedad? ¿Se la lee de antemano bajo sospecha o con valoraciones positivas instaladas por los mecanismos del mercado, como en el caso de los feminismos y disidencias? La literatura joven, ¿lo es respecto a qué, a quién o quiénes? ¿Cuándo la literatura atraviesa el umbral de la adultez? ¿Quién lo determina? La última edición de la Feria de Editores puso a disponibilidad novedades de todo tipo, pero son los casos de La economía del clima (17grises) y Memoria de las especies (ClubHem), escritos por dos hijas de los 90, los que vienen a confrontar con los problemas que nos plantea la literatura joven en un contexto donde madurez y edad son, más que nunca, asuntos separados.
Un estar vacilante

Con formación en Letras y nacida en 1993, Martina Treleani escribe La economía del clima (17grises), una novela sobre el badén, cada vez más ancho y profundo, cada vez más brumoso, que separa la adolescencia de la adultez. Situada en el paisaje de la Capital Federal, con sus vetas cosmopolitas y sus marcas de violencia, con sus museos for export y las venas hormigonadas de la General Paz, Treleani parece unir lo que la jurisdicción niega a través del día a día de un grupo de amigos. “Me habían sumado al plan de una fiesta por Palermo en la que tocaban Damas Gratis, Los gedes y alguna otra banda de cumbia villera que lograba unir en armonía a chetos y cumbieros”, dice la narradora de la novela en la primera página aunque sin dejar en claro en cuál de los dos bandos ella y sus secuaces se ubican. Sin profundizar en el conflicto de clase desde el vamos, la historia avanza montada a un tipo de realidad que aparece solo “para cubrir algunas necesidades básicas”.
Los amigos y amigas comparten con la narradora un interés creativo y hacen “de la producción de sentido un ejercicio de sociabilización”, como constata Carlos Godoy en la contratapa de La economía del clima. En esa socialización, surge el boceto de una generación consciente —como muy pocas veces— de las dificultades que le impone la época y la cultura poscapitalista: “Nosotros, sentados, ideando, entre vino y porro, una obra de teatro”, dice la narradora que, en diferentes momentos, es más testigo crítico del “simulacro de paz” que partícipe de esas horas compartidas y de ese estado de ánimo cuya falta de bordes lo acerca a la asfixia. La escritura de novelas, la pintura, la música, el proyecto de montaje de una obra teatral son el coagulante del grupo, el pretexto “para que no se desarme el sentimiento de manada”. Algo que la narradora llama, de modo asertivo, “estado de soledad acompañada”. Los momentos en los que se la ve mimetizada y los momentos en los que se la ve ajena guardan una tensión con el resto. Quizás como los personajes que pinta Joaquín, que “no dicen nada en particular” y están “un poco desesperados”.
Salpicada aquí y allá con versos, transcripciones de sesiones de chateo y la canción del Gauchito Gil, en La economía del clima Martina Treleani hizo de “un estar vacilante entre activar y derrumbarme en los sillones” una novela con un clima donde lo único que se modifican son los cielos que escoltan: “No tenés la culpa de quien sos / vos no tenés la culpa de nada”.
Estamos muertos, estamos muertos

Oriunda de Comodoro Rivadavia, nacida en 1994, Katherina Frangi es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de La Plata y fue seleccionada en 2021 para la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires. Dentro de la colección Sinfonía Emergente, aparece Memoria de las especies una novela con una apuesta que responde a un catálogo editorial caracterizado por su singularidad, una novela que “teje para avanzar en la escritura inclinada, torcida, desviada del sueño-teoría de lo que evoluciona”, como describe Gabriela Borrelli Azara.
El primer libro de Frangi desafía los principios del realismo para trazar sus propias reglas. Estas reglas son arbitrarias —¿cuáles no lo son?— y sirven para ordenar el tipo de sociedad que habita las páginas de Memoria de las especies y que está a la espera de “algo genial”. Allá y acá. Arriba y abajo. El bosque y el pueblo. El pozo, el hueco y el camino. La capital y Meliquina. Las geografías apelan a la distancia, a veces diminuta, a veces inmensa, entre la vida y la sobrevida, entre la sobrevida y la muerte. Hay algo del orden de lo vital —algo que empuja la prosa hacia adelante como una trama tejida en itálicas— que está en jaque de manera permanente. Es decir, Katherina Frangi se esmera en la construcción de una topografía de lo inestable. Para la autora no hay terreno firme: “…que la ciudad flote, en caso de que suceda. Que flote y abajo quede lo inútil, lo que no haya llegado a agarrarse a los flotadores” porque “Además, tarde o temprano gana el agua”.
Esos cimientos siempre al borde del colapso desde luego tienen grandes efectos en la vida de los personajes y en su forma de pensarse como individuos, sí, pero también como colectivo. Entre el éxodo y el exilio, quienes habitan Memoria de las especies se desplazan por un entramado abierto y, por momentos, errático, lleno de obstáculos, complejidades y texturas. Repoblar, mutar, renacer, cambiar de especie, sufrir, incluso morir: todas formas de permanecer. Y permanecer es buscar un sentido: “Le gusta sufrir porque significa que llega el final”. “Quiere renacer, como si se pudiera”. “Aunque hayas sido persona, ahora tenés algo de bestia”.
Frangi es dueña de una escritura magnética y ofrece una experiencia de lectura inmersiva, con un retorno a la naturaleza cuando los albores del siglo XXI hacen todo por aniquilarla o nada por dejar algo en pie. Puede que la novela sea un ejercicio de resistencia: “Empezar desde cero le da miedo a todo el mundo, pero es hermoso. Lo único que hay es ilusión y el resto se construye encima”.