Este ensayo propone abordar ciertas obras emblemáticas de la literatura y la pintura para pensar la tensión entre trabajo, capitalismo e individualidad en la historia del arte.
DIEGO ERLAN

En el primer semestre de 2008, se inauguró en Buenos Aires la exposición Tarsila viajera, donde se exhibía gran parte de la obra de la pintora brasileña Tarsila do Amaral. Más allá de sus icónicas piezas Abaporu o Antropofagia, que ya conocía de la colección de Malba, me encontré abducido por una obra que descubrí en aquella exposición: Operarios. Sucedía algo con esa obra que no supe identificar en aquel momento: quizás el tratamiento del color fuera lo más evidente, pero había algo también en los ojos. ¿Acaso era abatimiento y no lucha lo que transmitían aquellos ojos vacíos mirando fijo al espectador, ese contraste con el resto de las obras con la intención de producir una sensación de agotamiento y desolación? Supe después que Operarios, fechada en 1933, era considerada como la primera obra de pintura social de Brasil, donde la artista se aparta del modernismo regional y sus rasgos estilísticos (allí estaba la clave: los colores vivos daban paso a una escala de grises y monocromías), por un arte mucho más próximo al realismo social de influencia marxista. La pintura presenta a cincuenta y un trabajadores casi dolientes, extenuados y desesperados, ordenados en diagonal formando una pirámide. Son una muestra de la sociedad brasileña (y por qué no mundial), un registro donde hombres y mujeres, negros, blancos y mestizos, se encuentran retratando el proceso de industrialización brasileño, al que también se alude en la representación mediante las fábricas humeantes que pueden verse al fondo. ¿Qué expresaban los ojos entonces? Tal vez los efectos de la Gran Depresión del 29 pero también la vida miserable de los nuevos proletarios brasileños, que bajo el gobierno de Getúlio Vargas iniciarían el éxodo desde el campo hasta las pocas urbes brasileñas, donde la explotación laboral, el control estatal de los sindicatos y la represión a grupos de izquierdas, como le ocurrió a la propia Tarsila, serían moneda corriente. La composición funcionaba en diálogo con Manifestación de Antonio Berni, pintada un año después. Otro efecto del Crack, quizás, la obra de Berni representa a un grupo compacto y en una perspectiva acelerada que hace sentir al espectador la fuerza de los cuerpos que avanzan y ocupan la calle. Son trabajadores en en huelga que reclaman “Pan y Trabajo” en clara alusión al clásico de Ernesto de la Cárcova (1894), que puede verse en el Museo Nacional de Bellas Artes: mientras que en Berni la masa se une para el reclamo, en el naturalismo de fines del siglo XIX la desesperación es solitaria y llega a destruir al núcleo familiar. En respuesta a este cambio social donde la masa se convierte en multitud y así también en pueblo, Berni compone un espacio inverosímil entre esos cuerpos pero que se asemeja –y hasta podría decirse que cita– a la pintura La internacional, de Otto Griebel. Es de la misma época. Entre 1929 y 1930, el pintor alemán se propuso llenar el lienzo con una representación de un número infinito de trabajadores de diferentes nacionalidades, unidos para cantar la “Internacional”. Lo que diferencia esta obra del realismo socialista desarrollado por aquella época es el hecho de que el artista no convierte a sus figuras en héroes. No parecen optimistas sino que hay cierta severidad en sus rostros y posturas. La coincidencia hace que en 1933, el mismo año en que Tarsila pinta sus Operarios con esa misma severidad de miradas, Griebel fuera arrestado por la Gestapo y su obra considerada arte degenerado. Al año siguiente, en la misma sincronía artística, Berni articula en Manifestación una masa donde la diversidad de los rostros de mujeres y hombres da cuenta del proceso histórico: se trata de criollos, mestizos, negros e inmigrantes de piel oscura o rubios de ojos claros, “una sociedad heterogénea en la que jóvenes, ancianos y niños se unen en un mismo reclamo”, como advierte Andrea Giunta. “Todos juntos debajo del edificio rojo que funciona en clave alegórico-política como bandera”. En su libro Contra el canon, Giunta entiende que durante los años sesenta, la idea de masa insubordinada se articuló a la de pueblo revolucionario. En términos generacionales los cuerpos individuales se desmarcaron en la fricción y en la emoción de la masa y tal despliegue de coreografías múltiples –la masa proletaria, la masa militante, la masa revolucionaria– fue diseñando visualidades, sonidos y movimientos específicos. “La idea de unión, en sí misma, daba lugar a imágenes que proponían un elogio amoroso de la masa. Una invitación a abandonar el aislamiento para congregarse en un fluir solidario”, escribe y eso nos hace pensar en el cambio producido con respecto a la obra “Sin pan y sin trabajo”: sólo la unión hace la fuerza.

En esta línea, la obra de Ernesto de la Cárcova habría que ponerla en diálogo con una escultura de Rogelio Yrurtia. En la primera década del siglo xx, este escultor recibió el encargo de la Comisión de Obras de Arte de la ciudad de Buenos de realizar El triunfo del trabajo, la obra que el mismo Yrurtia había presentado como maqueta para el Gran Premio de Honor. Planteada originalmente en mármol de Carrara pero realizada después en bronce, fundida en el taller parisino de Alexis Rudier, fue recién a mediados de 1911 cuando Yrurtia pudo terminar el grupo escultórico que pasó a llamarse Canto al trabajo. La obra articula catorce figuras humanas que componen una suerte de oda a la dignidad del trabajo humano. Las cinco siluetas que marchan adelante representan a la familia: el padre, que avanza en actitud serena y de espera; la madre, que mira a lo lejos como escudriñando el futuro de sus hijos; y los tres niños, símbolos de esperanza. Sobre su propia creación, el artista advirtió: “Representa un esfuerzo único en la historia de la escultura, por la magnitud de las figuras, la complejidad y grandeza de la obra que la inspira”. El escultor también vinculó su obra con el enaltecimiento de la figura de la mujer: “Su verdadero significado es un canto al amor, una representación de lo que la mujer significa en la vida de los hombres, como sostén, como alegría y esperanza en la lucha. Así le sabe llevar la angustia (grupo último) al triunfo con la familia (grupo primero) que contempla la alegoría de la esperanza con los tres felices niños. El Canto al trabajo, creo pues, enseñará el culto que debemos a la mujer, única inspiradora de nuestros nobles gestos”. Años después y atravesado por el peronismo, el artista Daniel Santoro entendería que la escultura Canto al trabajo plasma la pedagogía de que los trabajadores van a ser esclavos. Lo que la obra dice, según el artista, es: “ustedes no merecen nada. Lo que tienen que hacer desde muy chiquitos –como esos chicos de cinco o seis años que están adelante del monumento– es aprender a sufrir y a padecer”. Sabemos que el nacimiento del sujeto moderno estuvo ligado a la “sujeción” a un tiempo que ya no era el de los cuerpos sino un tiempo ajeno, el tiempo de la sucesión y la repetición acelerada de lo mismo que favoreció la creación de “esclavos temporales”. En cierto modo, se podría decir que la modernidad instauró el tiempo único de la producción y la tecnología –único resquicio aún hoy de la creencia en el progreso–, el tiempo de la continuidad y la velocidad. Una de las características definitorias del proceso de modernización que sufrió Occidente desde finales del siglo XVIII, justamente, estuvo relacionada con un drástico cambio en la experiencia del tiempo. Desde los inicios de la modernidad tecnológico-industrial, el tiempo humano comenzó a ser abolido y sustituido por los ritmos de producción de la mercancía. El individuo moderno se convirtió entonces en un sujeto de un tiempo único impuesto desde instancias que lo superaban. La sujeción al tiempo de la cadena de montaje, en el fondo, encarna la sujeción a los nuevos dispositivos de poder, control y dominación de los sujetos que tienen su origen en la modernidad. Una metáfora posible es la escena de Chaplin en Tiempos modernos. Como reflexiona Foucault a lo largo de su genealogía del poder, en la modernidad tiene lugar un paso de un sistema basado en la represión y la tortura a otro basado en la docilización. Los individuos modernos ya no están dominados por un señor o un rey que ejerce la fuerza sobre ellos, sino por leyes, normas y regulaciones que son aprendidas e inscritas en los propios cuerpos.

Borges advierte este proceso y ubica a Emma Zunz en 1922: una mujer (obrera en una fábrica) que decide vengarse del sistema que mató a su padre utilizando su propio cuerpo como evidencia del abuso de poder. Los detalles resultan relevantes en esta lectura del trabajo en la historia del arte: la excusa que encuentra Emma para reunirse un sábado en la fábrica con el señor Loewenthal, su patrón, es una manifestación que sus compañeros harán en reclamo de mejores condiciones. Es decir que ella se aparta de la multitud por una causa personal y así volverse mártir. En este uso del cuerpo podría relacionarse a Emma con la Diana que protagoniza la novela El trabajo de Aníbal Jarkowski: una mujer de pocos recursos, desocupada, que día tras día tiene que salir a buscar trabajo en una ciudad (no es explícita la referencia ni al lugar ni a la época, pero puede leerse una Buenos Aires posmenemista) en la que a las mujeres, además de tener que pelearse por un puesto, debían lidiar con el problema de ser tomadas como objeto sexual. Más allá de Emma, a este corpus también podría incorporarse la lectura de Sin pan y sin trabajo ya que el mismo escritor la toma como referencia. “No se me hubiera ocurrido, por ejemplo, pensar en un cuadro de Berni, como podría haberlo hecho, algo de Kuitca, o en el cuadro de algún pintor soviético. Tuvo que ser de la Cárcova, un ícono de la protesta social. Más allá de las diferencias estéticas yo me siento muchísimo más cerca de él, que de otros pintores. Por eso en El trabajo se le da al número (que Diana, la protagonista, representa) el nombre de ese famosísimo cuadro, aunque la obra no sea expresionista ni nada de eso. Fue una forma de extender mi solidaridad, de señalar que estábamos en el mismo camino los que, expresionistas o no, protestábamos.” El cuerpo de la mujer, entonces, como expresión de la lucha y del trabajo. Y si tuviéramos que remitirnos al pasado para encontrar el linaje de esta lectura habría que remontarse al “primer gesto vanguardista en la historia del arte argentino”, como dice Laura Malosetti Costa, que significa una obra como El despertar de la criada de Eduardo Sívori. No es, como en las pinturas de Millet treinta años antes, una representación del trabajo manual en sí sino los efectos de ese trabajo. Enviada desde París en 1887, la pintura supo convertirse en una bomba amplificada de sentido realista. La pertenencia a la clase trabajadora de la protagonista puede advertirse en la sencillez del mobiliario, en las ropas amontonadas sobre un banco de paja, en la piel de la muchacha: ese foco de luz dirigida desde la izquierda ilumina un cuerpo que se destaca con intensidad dramática sobre el fondo neutro de la pared de fondo. La piel es oscura, sobre todo en las zonas que el cuerpo de una mujer de trabajo estaba expuesto al sol: las manos, el rostro y las piernas. La criada aparece ensimismada en la tarea de dar vuelta una media para calzarla, de modo que el contraste entre los pechos y la mano castigada por la intemperie se hace más evidente. Cruzadas una sobre la otra, las piernas, gruesas y musculosas se destacan con un tratamiento naturalista que se detiene en la representación minuciosa de unos pies toscos y maltratados. El pubis, detrás de la pierna cruzada, se ubica en el centro exacto de la composición. El escándalo que produjo la obra al exhibirse fue inversamente proporcional a la serenidad del gesto de la criada. En algún punto se la consideró “arte degenerado” pero en definitiva era una historia del trabajo inscripta en el cuerpo.