Los demonios de Andre Dubus
Considerado como uno de los narradores estadounidenses más refinados del siglo XX, Andre Dubus también fue un escritor repleto de contradicciones y sus cuentos así lo reflejan.
RICHARD RUSSO

Hace unos años, en Venecia, mi mujer y yo contratamos a un guía turístico para que nos guiara por las colecciones de la Galleria dell’Accademia y la Scuola Grande di San Rocco. En la primera, nos llamó la atención un cuadro de María y el niño Jesús. Para mi ojo inexperto, parecía una representación devota de la Virgen con el Niño. Pero nos dijeron que la obra fue considerada blasfema cuando se hizo, ya que la pareja no estaba, como exigía la tradición, en el centro exacto de la imagen. Es poco probable que yo hubiera visto eso por mi cuenta. Aun así, me hizo recordar a un antiguo profesor mío, que abogaba por desarrollar “una relación original” con los libros que estudiábamos, con lo que parecía querer decir que debíamos llegar a nuestras propias conclusiones antes de tener en cuenta las opiniones de los críticos profesionales. Cuando te dicen lo que tienes que buscar, razonaba, es probable que lo encuentres, y, habiéndolo encontrado, es menos probable que te fijes en lo que de otro modo podrías haber hecho. De lo que se trata es del contexto, que puede iluminarnos o cegarnos. Yo estaba agradecido por nuestro guía en Venecia, pero, al final de los dos días que pasamos en su compañía, mi mujer y yo empezamos a percibir sus propios puntos ciegos.

Planteo esta cuestión porque cuando leí por primera vez a André Dubus estaba tratando de convertirme en escritor, y mi relación con sus historias fue en gran medida “original” en el sentido de que sabía muy poco sobre él. Sí que aportaba una buena cantidad de contexto personal a su obra. Como católico no practicante, había sido monaguillo durante muchos años y estaba descubriendo tardíamente que, aunque había eliminado con éxito la mayor parte de la doctrina católica de mi sistema, el vocabulario de mi antigua fe –pecado, redención, gracia– permanecía obstinadamente. Admiraba la seriedad con la que Dubus permitía que las cuestiones de fe ocuparan el centro de su ficción, como esas pinturas renacentistas de la Virgen y el Niño. Al leerle, incluso me permití preguntarme si mi decisión de abandonar la fe había sido precipitada, porque, en realidad, echaba de menos lo cálida que había sido la iglesia de mi juventud en invierno, lo fresca y seca en verano. El olor del incienso, el tintineo de la campana en la comunión, la sensación de una comunidad entera humilde ante el misterio, eran los mismos elementos de la fe que Luke Ripley ensalza en “La historia de un padre” de Dubus, los rituales tranquilizadores que los no creyentes tiran con el agua del baño doctrinal.

Es probable que también intuyera que esos rituales no eran tan diferentes de los que los escritores utilizan para convocar a la musa literaria. La mayoría de nosotros tiene un momento favorito del día para trabajar, una silla favorita, una lapicera preferida: objetos y hábitos que nos ayudan a entrar en ese mundo misterioso que nunca podemos poseer, pero que nos posee, un estado de conciencia que, según Dubus, tiene menos que ver con el pensamiento que con el instinto. Cuando leí por primera vez los relatos de Dubus, me sorprendió su honestidad sin concesiones. Reconocí en su dicción llana y sencilla una deuda con Hemingway, cuyo estilo había admirado y coqueteado durante mi largo aprendizaje, con la esperanza de encontrar en esa forma de hablar una honestidad de la que temía que carecieran mis propias historias.

Más tarde, después de publicar mis propios libros, volví periódicamente a mis relatos favoritos de Dubus (“Asesinatos”, “Townies”, “La niña bonita”, “Historia de un padre”, varios de estos reunidos en Vuelos separados y Adulterio), encontrando en ellos otras cosas que admirar, aunque para entonces mi relación con su ficción ya no era tan “original”. A lo largo de los años, me crucé con escritores que conocían bien a Dubus y que me proporcionaron un contexto adicional. Era, según todos los indicios, un maestro brillante y generoso. También tenía la costumbre de tomar como amantes a sus estudiantes universitarias más atractivas. Tuve que entrecerrar los ojos ante este comportamiento, recordarme a mí mismo que él era de una generación diferente, y que no hace mucho tiempo ese comportamiento era común y tolerado, tal vez incluso admirado. Lo que importaba, me dije, eran las historias, y éstas me seguían gustando. Por eso, cuando me enteré del terrible accidente de carretera que dejó a Dubus en una silla de ruedas para el resto de su vida, me afligí, y me volví a afligir una década después, cuando me enteré de que había muerto.

Pero, en ese momento, aún no había conocido ni me había hecho amigo de su hijo Andre Dubus III, cuyas desgarradoras memorias, Townie, alteraron radicalmente mi percepción de la ficción de su padre. El joven Dubus creció en Newburyport y Haverhill con su madre y sus hermanos, en la más absoluta pobreza. A pesar de la aterradora descripción de esa pobreza en Townie y de la violencia de la adolescencia del autor, las memorias también contienen un cariñoso retrato de su padre, que en ese momento vivía al otro lado del río, en Bradford, donde enseñaba escritura creativa. ¿Cómo era posible que este padre, que veía a sus hijos la mayoría de los fines de semana, estuviera tan ciego ante la pobreza en la que vivían? ¿Cómo podía mirar al niño que llevaba su nombre y no ver que vivía en un estado de angustia y privación? ¿Cómo podía sentir tan poco por la mujer que había dado a luz a sus hijos y que ahora, como madre soltera sin los recursos necesarios para criarlos, había levantado las manos en señal de derrota?
Incapaz de cuadrar este contexto con mi admiración “original”, me encontré releyendo las historias de Dubus con un corazón hundido y poco generoso. Cuando el niño de “El padre de invierno” persigue por la calle el coche de su padre que se marcha, gritando: “¡Vagabundo! Vagabundo”, no vi a un personaje de ficción, sino a mi amigo. Cuando, en otras historias, los padres divorciados afirmaban no poder abandonar a sus hijos, olía a hipocresía, y, en las historias más católicas, en las que los protagonistas utilizan la noción del pecado original para excusar comportamientos egoístas que no hacen ningún esfuerzo real por cambiar, volvía a percibirla. Mi creciente desafección alteró incluso mi valoración del estilo y la voz del anciano Dubus, en particular su deuda con Hemingway. Me dije que se trataba de un escritor derivado que, incluso en la mitad de su carrera, era incapaz de trascender sus influencias literarias. Había llegado a ver a un hombre que antes consideraba un dechado de honestidad como fundamentalmente deshonesto.

¿Qué hace uno con un contexto no deseado? Sospeché que había algo más en mi respuesta que un dilema ético, y que lo más era personal. No mucho después de leer estas historias y juzgar a su autor, volví a trabajar, decidido no sólo a darles una lectura más rigurosa, sino también a examinar mi anterior reacción visceral ante ellas. Lo mejor es empezar por los aspectos que menos problemas de contexto plantean: el estilo, la voz y la influencia literaria. Por supuesto, la deuda con Hemingway era innegable, especialmente en el diálogo. Pero también había otras influencias menos obvias, como Faulkner, cuyo estilo es exuberante, expansivo y sureño. Pensamos en Dubus como un escritor de Nueva Inglaterra –allí fue donde pasó la mayor parte de su vida de escritor y donde situó la mayoría de sus historias–, pero creció en Luisiana, y el Sur está ambientalmente presente en su ficción. La deuda de Dubus con Faulkner tiene que ver con la inclinación. Tiene que ver con la voluntad, incluso la necesidad, de ahondar en la conciencia de personajes que, a diferencia de su creador, son demasiado tímidos o inarticulados o carecen de conciencia de sí mismos para hablar por sí mismos, y de darles voz.
Traducción de Marina Warschaver / columna publicada originalmente en The New Yorker.