Lo que se pierde entre lenguas
Una lectura de El polaco de J. M. Coetzee, publicado por El hilo de Ariadna
Paula Puebla

Nunca le hicieron falta a J.M. Coetzee historias rebuscadas para indagar en temas de máxima complejidad. Este voto de sencillez —si es que así se lo puede llamar— se comprueba a lo largo de toda su obra, en la lectura de novelas como La infancia de Jesús, Elizabeth Costello, Desgracia o Verano, solo por mencionar algunas.
En El polaco (El hilo de Ariadna), el Premio Nobel de Literatura escribe la historia del encuentro entre Beatriz, una mujer de mediana edad casada con un banquero, que dedica su tiempo a las obras benéficas, y Witold Walczykiewicz, un pianista nacido en Polonia en 1943 abocado a la interpretación de la obra de Chopin. La contingencia —aunque por qué no la fortuna— pone en escena a estos dos personajes en Barcelona, en el contexto de un concierto al que el músico ha sido invitado. Pero, como es costumbre en las historias del sudafricano, nada entre los protagonistas sucede de forma armónica, nada transcurre desde la paridad. Porque a Coetzee lo obsesiona la diferencia, y cómo las personas y las sociedades la tramitan, la conjuran, la llevan a cuestas.

“Diferencias de gustos, diferencias culturales, diferencias de los sexos: sobre estas tensiones está narrada esta variación moderna e irónica de la historia de Dante y Beatrice”, escribe en la contratapa Mariana Dimópulos, la traductora al castellano de la novela. Y no es casual que para abordar estas diferencias, Coetzee apele a la construcción de una historia de amor, incluso cuando esta nace —y se sostiene— en el desencuentro. ¿Acaso no es el amor la gestión continua de la diferencia? ¿No es gracias al amor que podemos sobreponernos a ellas?
Un clásico, la Divina Comedia, con Dante y su Beatrice: en esta ocasión el discurso amoroso está centrado desde la perspectiva sincera y desnuda de la catalana Beatriz. “¿Y qué ve en el caso del polaco? Ve a un hombre al final de su carrera, empujado por la necesidad o la circunstancias a tomar un trabajo que en alguna otra época hubiera estado por debajo de su nivel […], un hombre que, estando solo y sintiéndose aislado en una ciudad extranjera, intenta conseguir a una mujer con la que alguna vez ha cruzado su camino. ¿Qué diría sobre ella responder a ese llamado?”.
La irrupción de Witold, por momentos minimizada, por momentos urticante, en la vida monocorde de Beatriz despierta en ella inquietudes y dilemas, como si de repente pudiera mirarse en un espejo distinto al que lo hizo durante las últimas décadas, acompañada de hijos y de un marido que mantiene aventuras, en el seno de lo que podemos llamar familia constituida. “Ella no sueña, ella nunca sueña”, “En lugar de soñar, se permite usar la imaginación. Puede imaginar demasiado bien cómo sería una semana en Brasil en compañía del polaco. En particular, puede imaginar cómo sería si durmieran juntos”. La posibilidad, ese amantazgo fantasma, aparece y trastoca la existencia lineal, sin sobresaltos, de Beatriz, sí, pero también de Witold. “Entre un hombre y una mujer, entre los dos polos, o bien la electricidad hace un chisporroteo, o no lo hace. Así ha sido desde el comienzo de los tiempos”.

Pero si hablamos de amor, hablamos de pérdida. Y el autor de Mecanismos internos (El hilo de Ariadna) es audaz al introducir como metáfora lo que se pierde entre lenguas. Si el lenguaje es lo que estructura nuestro pensamiento —y nuestro pensamiento se nutre directo del afluente del lenguaje—, ¿cómo es posible construir el universo común del amor cuando se habla en idiomas distintos? Beatriz habla español, el pianista habla polaco, y se comunican en inglés: el terreno común por defecto, y también defectuoso, que se impone sin discusión y que el propio J.M. Coetzee rechaza como política editorial al elegir que sus últimos trabajos se publiquen primero en castellano para lectores no angloparlantes.
Ese posicionamiento explora la pérdida entre la lengua madre y la traducción, entre el binomio nature y nurture. La comunicación entre nuestros protagonistas nunca es transparente, ¿es por eso que su vínculo no encastra perfecto? Pero si hablaran la misma lengua, ¿su historia de amor sería distinta? ¿Más armónica? ¿Más desfasada? En un intercambio íntimo, Witold le sugiere a Beatriz “quizás podamos ser como gente normal y hacer cosas normales”. Ante el reproche de ella, por haber utilizado la palabra normal, él se corrige: “Quizás ordinary es mejor. Lo que quiero es vivir contigo”. Al malentendido que puede ser el amor, se suma el malentendido de la lengua, que termina en la novela no como un detalle menor, sino como algo que estructura un modo de relacionarse y que culmina en la búsqueda de traducción de unos poemas que deja el polaco a su amada tras morir solo en su país natal.
Coetzee escribe sin barrocos, sin artilugios distractivos. Coetzee va al hueso y plantea universos claros, con personajes que parecen sólidos hasta que dejan de serlo. Pone a disposición del lector su experiencia, no es avaro con su virtud y hace sentir al lector que el oficio de la escritura es tan sencillo como la respiración. Construye a una mujer aburrida y a un pianista aburrido, hace que se encuentren para romper con la anhedonia existencial. Pone entre ellos la dificultad, la distancia, el destiempo, pero también es audaz y ubica a la música como lengua común, esa que no necesita traducción y que puede sonar como el amor más sincronizado. En El polaco la historia está en el ruido de fondo.