El campeón olvidado

Campeón (Montesinos) reúne los mejores relatos escritos por Ring Lardner

MARIANO GRANIZO

En las primeras décadas del siglo XX, muchos escritores de la llamada “era del jazz” se dedicaron al periodismo al mismo tiempo, o antes, de abocarse de lleno a su carrera literaria. Uno de ellos hizo carrera como periodista al mismo tiempo que como escritor de ficción. Su nombre es Ring Lardner y proporcional a la fama de la que gozó en vida, al menos mientras pudo sostener una escritura viva, es el olvido en el que cayó en sus últimos años y mayor aún el que ha permanecido enterrado luego de su muerte.

La escritura de ficción de Lardner, específicamente sus cuentos (algunos satíricos y otros de un realismo costumbrista), aunque también tentó con el teatro, cargaba con el respaldo de su labor como periodista deportivo. Él sabía que tenía un público cautivo que deseaba leer aquello que, respetando un estilo ya construido desde el periodismo, ampliara su horizonte temático. El trabajo de Lardner cubriendo baseball y boxeo, que lo llevó a moverse todo el tiempo entre las clases populares estadounidenses, lo puso en contacto directo con las formas del habla de un pueblo, con las jergas que se extendían desde la especificidad al uso del lenguaje por cualquier persona ajena al slang inicial.
Es posible que el olvido en el que cae posteriormente Lardner se deba a que un grupo de escritores muy talentoso colmó las necesidades de los lectores provenientes del sector más popular, que comenzaba a desdibujarse en lo que correspondía a esos sectores de lectores y lo que pretendían leer. A esos lectores, podríamos decir, fue Lardner quien les hizo saber que la forma de hablar de la gente común también podía formar parte de lo que se consideraba literatura seria. Si Dos Passos amplió el aspecto formal más estructural de la narrativa estadounidense, Lardner lo hizo desde la temática y el habla que esta conlleva, lo que lo inscribe en la línea de Mark Twain, aunque como elemento constructivo del relato sin buscar que sea la sátira la que prevalezca, es decir, personajes que hablan como hablan porque los oficios que tienen marcan los tiempos de su narrativa.
Ring Lardner nació en Michigan en 1885 y murió en 1933 en Nueva York. Fue gran amigo de Francis Scott Fitzgerald, con quien quizás comparte ese mal final, esa pérdida del control de su propia vida. Es quizás por esto que Fitzgerald escribe sobre su amigo Lardner, luego de su muerte, un texto que recupera ese estado último de Lardner, quizás aplicable a sí mismo, un texto que es transferencia en espejo. El texto se llama “Ring”, cuatro letras que permiten atomizar los intereses de Lardner, y que aparece en su libro El Crack-up. En “Ring”, el texto de octubre de 1933, Fitzgerald fija la relevancia, en vida, de Lardner, relevancia que él jamás creyó tener. Lo conoce en 1921: “En esos días le interesaban la gente, los deportes, el bridge, la música, el teatro, los diarios, las revistas, los libros”. Asegura que, por aquella época, “oía y registraba la voz de un continente”, pero que cuando ya no consiguió hacerlo se quedó sin material. Fitzgerald se refiere a la actitud de Lardner con sus imitadores en esa época, que proliferaban constantemente. La existencia de imitadores denota la marca de un estilo; él no intentaba despegarse, sino que los ayudaba a mejorar, mucho más interesado en un estilo sin nombre que en su propia obra. De esos imitadores, Hemingway fue el más excelso. Una manera de escribir crónicas y notas periodísticas que hizo escuela, sobre todo en el periodismo deportivo. Pero la literatura incorpora sus rasgos, aunque lo niegue como punta de lanza en la inclusión.

Hablar de Lardner nos lleva inmediatamente a Hemingway, que lo admiraba hasta la devoción (Hemingway, al escribir en el periódico escolar, solía firmar algunas de sus notas deportivas como “Ring Lardner Jr.”), y hacerlo a la inversa, buscando la raíz de ciertos rasgos de su estilo, evoca el recuerdo y la necesidad de recuperación de un escritor excepcional como fue Lardner. El uso del slang en “Los asesinos”, traducido bellamente por Ricardo Piglia, en la edición argentina de Hombres sin mujeres, manteniendo el ritmo del slang de los personajes, o en la sordidez y brutalidad de la vida del boxeador que irrumpe para desestabilizar al campeón, resonancias en relatos de Hemingway como “Cincuenta de los grandes” o “El invicto”, cuyo protagonista es un torero, otra especie de boxeador por orígenes y vida. La influencia de la obra de Lardner se extiende a gran parte de los cuentos de Hemingway, pero es en estos donde podemos encontrar una línea directa con “Campeón”. Y no es casual que los personajes de estos relatos de Hemingway sean estilistas del deporte; cuando Fitzgerald dijo que Lardner “oía y registraba la voz de un continente”, esa voz la encontraba en el deporte, donde no existe impostura en el habla, donde el ser humano se libera de cualquier tipo de atadura social y nombra como siente (Hemingway, inteligentemente, lo extiende en “Los asesinos” al ambiente del hampa).

El mundo de los cuentos de Campeón no es tan oscuro como el de su contemporáneo Nathanael West, aunque sí, del desparpajo de sus personajes se desprende la sensación de un final trágico, en el cuento mismo o en la prolongación ficticia de esas vidas en la cabeza de sus lectores. Porque los lectores de Lardner, acostumbrados a la literatura popular escrita a medida para ellos, se pierden extasiados en la literatura de Lardner, hecha con oficio y respeto por su lector, llevando aquello que no tenía lugar al espacio de la cultura. Si bien existía una gran tradición de literatura popular en Estados Unidos y el mundo (la novela semanal en Argentina, los penny dreadfuls en Inglaterra y las novelas de diez centavos en Estados Unidos) estas no estaban compuestas con el habla popular, sí con un léxico básico, rudimentario, de una exigencia menor, y sus historias eran, básicamente, aventuras del oeste o historias criminales con héroes e intereses amorosos clásicos, sin mayor trasfondo, sin dobleces ni escenas cotidianas concretas. Eso es lo que aporta Lardner a la literatura, escenas cotidianas con personajes concretos que ponen en ejercicio un habla popular cuyo acceso a la literatura considerada seria le estaba vedado.
Si bien hay una línea del trabajo de Lardner que continúa con el estilo satírico y humorístico de Twain, tanto en algunas de sus columnas periodísticas (“You Know me Al” era una columna construida con el recurso de cartas escritas por un jugador novato de baseball) o los poemas humorísticos publicados bajo el título de Bib Ballads, otra línea, la que mayormente incidió a sus colegas talentosos, es la de sus cuentos populares serios, su trabajo más distanciado de lo humorístico y efectista. Porque si bien en los relatos que reúne Campeón hay una cuota de humor presente, no es este el que lo sostiene sino la escena cotidiana narrada la que ocupa el centro. Si hay humor en estos relatos, tiene la misma presencia inevitable que en cualquier trinchera del frente o en una jornada laboral de doce horas. Los cuentos/relatos de Campeón son sobre gente que habla, son el relato entrecortado pero constante de la circulación misma del relato. Lardner captura aquello que circula libremente y que es capitalizado por las verdaderas usinas de historias que son algunos de los agentes de la dispersión de un discurso en la sociedad. El gran componente de los relatos de Lardner es la escena teatral, uno de sus grandes deseos como autor en el que nunca pudo tener éxito, según cuenta Fitzgerald: “Zona de silencio” es una escena de vodevil en la que una enfermera entra y sale de una habitación de hospital en la que un enfermo es prisionero de sus largos monólogos; “Corte de pelo” una escena en la que un peluquero cuenta, a su víctima sentada junto a él, una historia sobre gente que no está allí; “Nido de amor” una escena entre un periodista y un magnate y su esposa ex starlet de películas, ambos vacíos como los magnates de Fitzgerald pero habladores para su único espectador, el periodista. La idea de la escena teatral en la que (relato dentro del relato) alguien cuenta algo al resto se repite en la mayoría de los cuentos, salvo en “Campeón”, donde Lardner pretende volcar, con una condensación narrativa perfecta, todo lo que sabe sobre esos hombres de los que ha narrado sus hazañas deportivas en su diario trabajo periodístico.

En cada escena de los cuentos de Campeón, Lardner despliega los modos en que se va filtrando el slang en una simple conversación entre quien tiene algo para decir y quien está obligado a escuchar al otro, al principio sin comprender demasiado, pero, progresivamente, entendiendo lo que le dicen e, incluso, hablando como su interlocutor. Lardner escenifica la economía de la lengua como base fundamental de la comunicación popular; un habla que pasa por encima a sus agentes, que se instala sin que los participantes se den cuenta. Un hospital, una peluquería, la sala principal de la casa de un magnate, un lugar indefinido donde alguien se dirige a un otro: nodos de habla, lugares y personas que abren las compuertas para la circulación de un habla popular que lo ocupa todo, que se vuelve imbatible. Lardner asume la posición de quien, con su reconstrucción/traslado a un relato, ayuda a ese habla popular a ser reconocida, aceptada, tolerada allí donde no debería estar. No obstante, es así como se amplía el negocio literario, comenzando el recorrido de una literatura que ya no distinguirá entre alta y baja, culta o popular, o, si lo sigue haciendo, es convirtiéndola en una marca genérica de mercado.