Un primer relámpago
El autor de Lo más oscuro del río lee el primer libro de relatos de Olivia Gallo.
Luis Gusmán

Lo primero que se me cruza como un relámpago y me llama la atención es la implícita referencia del título. Recuerdo, por razones naturales, el horizonte de impacto, en otros tiempos, del de la célebre novela de Norman Mailer: Los hombres duros no lloran. Según el que Olivia Gallo ha escogido para su primer libro (casi cuatro décadas después de la aparición de la novela maileriana), las chicas tampoco. Y quizá tanto el título de Mailer como el de Gallo sean tan verdaderos como falsas.

A diferencia del de Mailer, la clave de Las chicas no lloran (Tenemos las máquinas) es el humor, por momentos irónico y mordaz; algo muy difícil de practicar sin caer en… no encuentro la palabra, pero creo que es el facilismo de ampararse en la complacencia con el contexto de elecciones compartidas.
Uno de los momentos más virtuosos de la narración de de Gallo es el relato “Toda la gente sola”, relato donde –en el marco de un ridículo programa sanitario encarado por el Gobierno de la Ciudad para erradicar una plaga de palomas– los halcones, humanizados, revolotean, haciendo cola a la espera de ser aceptados. Halcón peregrino. La literatura nos habla en ese vuelo de espera y postergación.
Sorteando con felicidad el riesgo de caer en el patetismo, Gallo apela al humor para resolver el pasaje de una visita al geriátrico, de donde –supongo– muchas veces uno no querría quedarse un minuto sin salir volando, cuando ya no quedan fuerzas para afrontar siquiera el deseo del vuelo. Quizás la única manera de salir de un geriátrico sea en las garras de un halcón. La misma fuerza que es capaz de meternos de cabeza a un telo.

“El ruido de las mil moscas” me interpela personalmente. Las moscas son para mí siempre un tema convocante, al punto que he publicado un conjunto de ensayos sobre su presencia en la biblioteca de mis afinidades electivas. Esas imbéciles moscas, título que tomé prestado de una frase de una intervención de Oscar Masotta. Al escribir ese libro sobre las moscas volví imaginariamente a una época en que no había infancia argentina sin zoológico. En esa infancia está escrito el relato de Gallo. La ñata contra el vidrio en ese sopor que se tiene cuando se cuenta el paseo al zoológico de cuando se es chico. Lo que vuelvo a descubrir con ella es que siempre aparece un Lucas un Federico que te rescatan de la asfixia; la peor de todas, la de los lugares abiertos.
Como Olivia Gallo, yo también creo que lo primero es el relámpago; el trueno viene después. Y es por ese extraño misterio que va de la imagen al sonido, del ver al decir, un libro consigue a veces articular ese extraordinario fenómeno relacional que acontece en el cielo y hace real la tormenta, lluvia, tempestad. El relámpago va del anuncio a la promesa, del mismo modo que lo hace un libro con una escritura posible.
Y, acentuando el pasaje de lo posible a lo concreto, “El susurrador de caballos” es un relato clave en tanto introduce un elemento distorsivo que deshace el carácter categórico que parece presumir el título. Hay una chica que llora. Sabremos que la causa última es comercial. La venta de la yegua colorada Dimitra la ha hecho desaparecer del paisaje de sus ojos. Frente a ella hay otra presencia (Tomi). Lo inevitable del llanto es el hecho clave un relato que traduce una determinación simbólica y da al libro de Gallo un cuerpo propio ligado a una tradición todavía viva. Por eso, en otro pasaje del mismo relato, se nos cuenta que el abuelo muere y es reemplazado por una especie de estatua, una imagen petrificada y un poco grotesca, montando a un caballo llamado Falstaff, como el personaje de Shakespeare retomado en la memorable comedia lírica de Giuseppe Verdi y en el cine de Orson Welles.