El hombre que leía en los márgenes

Michel de Montaigne, autor de los “Ensayos”, no fue un pensador sistemático, sin embargo su forma de trabajar lo convirtió en un contemporáneo nuestro y en un escritor fascinante.

GUADALUPE FERNÁNDEZ MORSS

Una de las cosas que la imprenta fomentó en el Renacimiento fue la posibilidad de mejorar la legibilidad de la página, a través del uso de espacios en blanco, variación de fuentes y símbolos tipográficos, o decoraciones e ilustraciones realizadas sobre planchas de madera. En particular, las obras de referencia fueron a menudo el sitio de tales innovaciones para facilitar las consultas. Sin embargo, hubo algunas obras voluminosas, que evitaron tales dispositivos. Por ejemplo, los Ensayos (1580), de Michel de Montaigne, ni siquiera incluían párrafos dentro de los capítulos, algunos de los cuales ocupaban hasta cien páginas de prosa continua; pero, en su lugar, hubo algunos espacios adicionales introducidos entre oraciones que hicieron las veces de una forma temprana de separación en párrafos. Que el autor de los Ensayos pudiera firmar su libro con el orgulloso nombre de Michel Sieur de Montaigne y acompañarlo de un escudo de armas, le costó originariamente la modesta suma de novecientos francos, como cuenta Stefan Zweig. Pues, antes de que, el 10 de octubre de 1477, su bisabuelo comprara por esta suma el castillo de Montaigne al arzobispo de Burdeos, y antes de que su nieto, el padre de Montaigne, obtuviera permiso para añadir el nombre de esta posesión al suyo propio como título nobiliario, los antepasados de Michel se llamaban simple y llanamente Eyquem. Es Michel de Montaigne quien, gracias a su sabia y escéptica mundología, sabe cuán provechoso resulta llevar en este mundo un nombre altisonante («tener un nombre hermoso que se pronuncie y se retenga con facilidad»), el primero en eliminar, tras la muerte de su padre, el antiguo nombre familiar de todos los pergaminos y documentos. A esta sola circunstancia se debe el hecho de que no busquemos en la historia de la literatura universal al autor de los Ensayos bajo la letra E, como Michel Eyquem, sino bajo la M, como Michel de Montaigne.

Peter Burke entendió que Montaigne es, como Shakespeare, contemporáneo nuestro. Pocos escritores del siglo dieciséis son más fáciles de leer hoy, ni nos hablan tan directa e inmediatamente como él. Es difícil no apreciar a Montaigne, y casi igual de difícil no tratarlo como a uno de nosotros. Antes de la Ilustración, fue un crítico de la autoridad intelectual; antes del psicoanálisis, un frío observador de la sexualidad humana; y antes del nacimiento de la antropología social, un estudioso desapasionado de otras culturas. Resulta fácil verlo como un moderno nacido fuera de época. Aunque, con todo, Montaigne no fue tan moderno como parece. Su interés por los detalles autobiográficos puede recordar aparentemente a los románticos, pero acometió sus autoanálisis por diferentes razones. Aunque era un escéptico, no fue un agnóstico en sentido moderno. Llamarlo «liberal» o «conservador», en el sentido en que hoy usamos esos términos, también significa entender mal su postura.

No fue un pensador sistemático. De hecho, presentó sus ideas de manera deliberadamente asistemática. En consecuencia, le aguardan serios peligros a quien intente dar una explicación sistemática de su pensamiento. Tal explicación adopta normalmente la forma de citas, con un comentario aclaratorio. Dichas citas han de tomarse al margen de su contexto original. Tratar de este modo la obra de Montaigne es especialmente peligroso, ya que el contexto cuenta para él hasta extremos no habituales. Le gustaba ser ambiguo e irónico. Le gustaba citar a otros escritores, pero también enfrentar a las citas con su nuevo contexto para darles otro significado. Uno de los placeres al leer a Montaigne es el de que se encuentran constantemente posibles significados nuevos en sus escritos; lo difícil es decidir si un determinado significado era o no el propuesto. No hay ningún modo infalible de lograrlo, y toda afirmación fija acerca de las creencias de Montaigne debería mirarse con escepticismo. Como quiera que sea, no tendremos la menor oportunidad de entenderlo si no lo reinstalamos en su medio ambiente social y cultural. 

La gran ventaja que Montaigne encontraba en los libros era que la lectura agudizaba su facultad de pensar e incitaba a su juicio a trabajar con la memoria. La lectura, por lo pronto, lo incitaba a responder, a expresar su propia opinión, y así Montaigne supo acostumbrarse a anotar los libros, a subrayarlos, y al terminar cada libro apuntar la fecha y la impresión que le produjo en aquel momento. Todavía no es crítica, todavía no es el arte del escritor; es sólo un diálogo con el lápiz en la mano, y al principio nada más lejos de él que escribir algo relacionado con lo leído. Montaigne no fue un humanista en el sentido estrictamente profesional, como (digamos) un Adrien Turnèbe, profesor de griego en el Colegio Real de París, quien, según escribió, “lo sabía todo”, y fue el mayor crudito “en mil años”. Sin embargo, compartió los intereses y actitudes humanísticos. Si bien es posible que supiera poco griego, su latín era excelente. Gracias al gusto de su padre por los experimentos educativos, el latín fue, literalmente, la primera lengua de Montaigne. No le hablaron en otro idioma hasta que tuvo seis años. Es decir que por esto leía a Ovidio por diversión mientras otros chicos de su edad leían novelas de caballería. Es raro el ensayo que no esté colmado de citas latinas (1.264 en total). A menudo, Montaigne tomó sus citas de segunda mano como admite francamente-, pero está claro, por sus referencias y préstamos, que sus autores favoritos eran todos antiguos. Nueve romanos y dos griegos son citados con más frecuencia que todos los demás escritores postclásicos. Y si tuviéramos que preparar una playlist con los autores más importantes de Montaigne, tendríamos que configurarla con estos nombres: Ovidio, Tácito, Heródoto, César, Virgilio, Diógenes Laercio, Horacio, Lucrecio, Cicerón y Plutarco.

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