La distracción y sus descontentos

La maldición de las redes sociales según Geert Lovink, autor de “Tristes por diseño”.

GEERT LOVINK

Las redes no son exactamente bóvedas de placer. El descontento crece en torno a sus formas y causas: desde la presunta interferencia rusa en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016, hasta las declaraciones de Sean Parker, presidente fundador de Facebook, en las que admitía que el sitio dio a los usuarios un disparador rápido, expuesto bajo la denominación de «adicción por diseño». Parker dijo que «es un bucle de retroalimentación basado en la validación social… exactamente el tipo de cosa que se le habría ocurrido a un hacker como yo, porque estás explotando una vulnerabilidad en la psicología humana». Luego vino Justin Rosenstein, inventor del botón de «Me gusta» de Facebook, que compara a Snapchat con la heroína. O Leah Pearlman, miembro del mismo equipo, que admitió que su descontento con el botón de «Me gusta» y otros bucles de retroalimentación adictivos había crecido. O Chamath Palihapitiya, otro antiguo alto ejecutivo de Facebook, que afirmó que las redes sociales están desgarrando a la sociedad y que recomendaba a la gente «tomarse un descanso radical». En AntiSocial Media, Siva Vaidhyanathan escribe que Facebook nos engancha como una bolsa de papas fritas: “Ofrece placeres frecuentes y banales. Rara vez involucra nuestras facultades críticas con la suerte de profundidad que demanda la articulación consciente de la experiencia. Podríamos conectarnos a Facebook en un momento de aburrimiento y levantar los ojos una hora después, preguntándonos dónde se fue esa hora y por qué la gastamos en una experiencia tan poco interesante y a la vez no desagradable”. Tras leer artículos así en la prensa, ¿quién no se sentiría traicionado? La razón cínica se impone en tanto nos damos cuenta de los trucos jugados en nosotros. Las pantallas no son lo que parecen. Tan pronto como cualquier campaña de segmentación por comportamiento –el behavioral targeting– sale a la luz, nuestros prejuicios se confirman, en tanto que los efectos de tales campañas empiezan a desgastarse y los departamentos de marketing salen a la búsqueda de nuevas formas de administración de la percepción. ¿Cuándo van las redes sociales a desplazarse completamente hasta ocupar una etapa en la historia mundial? ¿No va a acabarse nunca? Esto lleva a la pregunta: ¿qué significa que nos hayamos vuelto conscientes de tal “distracción organizada”? Sabemos que estamos distraídos, y aun así continuamos siendo distraídos: esa es la distracción 2.0. Un descontento similar se deja sentir en mi propio filtro burbuja al realizar crítica de las redes. ¿Qué hacer una vez que tomamos conciencia de que estamos arrinconados desde todos los lados y debemos llegar a un acuerdo con esta sumisión mental? ¿Cuál es el rol de la crítica y de las alternativas en tal situación desesperada de ubicuidad? Tomemos como ejemplo a los críticos de las criptomonedas, que deben haber experimentado la sensación de salir perdiendo respecto a la locura del bitcoin, sintiéndose incluidos en el mismo saco que un montón de tipos mediocres en Facebook. La depresión es una condición general, ya sea consciente o inconsciente. ¿Es Internet todo lo que hay? El descontento con la matriz cultural del siglo XXI inevitablemente se mueve desde el rótulo de “tecnología” hacia una economía política de la sociedad en general. 

Ubiquemos nuestra incapacidad colectiva para cambiar la arquitectura de Internet a la luz de la más amplia “fatiga democrática” y el auge de autoritarismos populistas, como se discutía en la antología de 2017 El Gran Retroceso. Pero también tengamos en cuenta que existe un lado oscuro en este comprensible gesto. Con frecuencia, los análisis críticos –de manera involuntaria– desembocan en juicios morales. ¿No deberíamos, en vez de ello, realizar la incómoda pregunta de por qué tantos fueron atraídos hacia el abismo de las redes sociales en primer lugar? ¿Es quizás por la “desorganización de la voluntad” de la que hablaba Eva Illouz en su estudio “Por qué duele el amor: una explicación sociológica”? Los muchos que defendían la utilidad de Facebook, WhatsApp e Instagram, al mismo tiempo expresaron sentimientos encontrados sobre la vigilancia moral del CEO Mark Zuckerberg, encubriendo así una incapacidad –percibida de manera generalizada– para tomar decisiones de por vida. Esa situación es la que Illouz describe como una “ambivalencia impasible”, una nueva arquitectura de la elección en la que las consideraciones racionales y emocionales se difuminan, causando una crisis de compromiso en la elección de parejas, un patrón que también vemos en el debate sobre las redes sociales. Quiero dejarlo, pero no puedo. Hay demasiado, pero es aburrido. Es útil, pero lo detesto. Si nos atrevemos a admitirlo, nuestras adicciones están inundadas de un vacío en la expectativa de nuestra vida desconectada del flujo. 

La dopamina es la metáfora de nuestra época. El neurotransmisor representa los acelerados ciclos de alzas en nuestro humor antes de que terminemos colapsando. El flujo en las redes sociales varía desde arrebatos de expectativa a largos periodos de insensibilidad. La movilidad social está marcada por oscilaciones similares. La buena y mala suerte tropiezan entre ellas. La vida sigue su curso, hasta que repentinamente te encuentras a vos mismo en una trampa de “extorsión”, con tu dispositivo secuestrado por ransomware, por algún tipo de programa malicioso. Pasamos de intensas experiencias de satisfacción basadas en el trabajo colectivo (si es que tenemos suerte) a largos periodos de incertidumbre laboral, repletos de aburrimiento. Nuestra interconectada vida es una historia de periodos de repentino crecimiento acelerado seguidos de largos periodos de estancamiento en el que permanecer conectado no sirve ya a ningún propósito. Constantes empujones psicológicos nos mantienen enganchados. Como resultado, estamos muertos por dentro. Nos sentimos derrotados, abrumados, estresados, ansiosos, nerviosos, estúpidos, tontos, inútiles. Los cambios de humor están programados: una subida constante de ánimo por las mañanas, seguida de una caída parabólica por las tardes. 

Llamémosle hoovering social: somos aspirados de vuelta, motivados por sugerentes mejoras de las condiciones, que nunca se materializan. Las arquitecturas de las redes sociales nos encierran, legitimadas por el efecto de red que hace parecer que todo el mundo está involucrado en ellas (o al menos asumen que deberían estarlo). La certeza, experimentada hace una década, de que los usuarios se comportaban como enjambres, moviéndose juntos de manera libre de una plataforma a otra, se ha probado equivocada. Salirse de una plataforma parece obstinadamente fútil. Tenemos que saber el paradero de nuestros exnovios, los eventos en el calendario y los conflictos sociales entre viejas y nuevas tribus. Uno podría desagregar a una persona, de suscribirse, cerrar sesión o bloquear a acosadores individuales, pero los trucos que te mantienen vinculado al sistema prevalecen en última instancia. Bloquear y eliminar son considerados un acto de amor con uno mismo, de otro modo enganchado. La sugerencia misma de dejar las redes sociales del todo está más allá de nuestra imaginación. 

Nuestra incomodidad con “lo social” empieza a herir. Últimamente, la vida parece abrumadora. Permanecemos en silencio, pero volvemos antes de que pase demasiado tiempo. El hecho de que no haya salida o escape lleva a la ansiedad, al agotamiento extremo o a la depresión. En su Pequeña Filosofía de la abstinencia digital, el escritor neerlandés Hans Schnitzler da cuenta de los liberadores síntomas de la abstinencia que experimentan sus estudiantes de la Amsterdam Bildung Academy cuando descubren la mágica experiencia de caminar por el parque sin tener que tomar fotografías para Instagram. Al mismo tiempo, escuchamos un creciente disgusto con las respuestas New Age que apelan a la “escuela de la Vida” frente a la sobrecarga digital. Los críticos de Internet dan voz a la indignación sobre el uso instrumental de la ciencia del comportamiento, enfocada a manipular al usuario, solo para darse cuenta que sus preocupaciones terminan convertidas en recomendaciones de “détox digitales” en cursos de autocontrol. Nada más pasa después de las confesiones de MiDistracción al estilo Alcohólicos Anónimos. ¿Debería uno estar satisfecho con una reducción del 10 % del tiempo gastado en usar dispositivos tecnológicos? ¿Cuánto tiempo transcurre hasta que el efecto se agota?

También extrañas la tranquilizante sensación de estar envuelto en una manta para acabar con esa intranquilidad? El bienintencionado consejo de autoayuda se convierte en parte del problema, en tanto simplemente refleja la avalancha de aplicaciones destinadas a crear “una mejor versión de ti mismo”. En vez de eso, debemos encontrar formas de politizar la situación. Un acercamiento desde el “capitalismo de plataforma” debería, en primer lugar, alejarse de cualquier solución basada en la metáfora de la adicción: los miles de millones online no están enfermos, ni tampoco soy un paciente. El problema no es nuestra falta de fuerza de voluntad sino nuestra incapacidad colectiva para imponer un cambio. 

Enfrentamos un retorno de la diferencia alto-bajo en la sociedad, con una elite offline que ha delegado su presencia online a sus asistentes personales, en contraste con el frenético 99 % que no puede ya más sobrevivir sin acceso online 24/7, luchando contra los largos viajes diarios al trabajo, el pluriempleo y las presiones sociales, haciendo malabares para lidiar con amigos, familiares y complejas relaciones sexuales –con ruido en todos los canales–. Otra tendencia regresiva es la del “giro televisual” de la experiencia en la web, debido al aumento de los vídeos online en todas las plataformas, la rehabilitación de canales de televisión clásicos en los dispositivos de Internet y el auge de servicios como Netflix. Un pensamiento de ducha –un shower thought – de Reddit lo pone de este modo: “Surfear en la web se ha vuelto como mirar televisión en los viejos tiempos, solo moviéndonos entre un puñado de sitios web buscando algo nuevo que esté puesto”. Considerar a las redes sociales como una nueva televisión es parte de una erosión de largo plazo de la alguna vez celebrada cultura participativa, un desplazamiento de la interactividad a la interpasividad. Este mundo es masivo pero vacío. Lo que quedan son los rastros visibles de una rabia colectiva de aquellos que sí comentan. Leemos lo que los trolls tienen que decir, y desplazamos con un rápido movimiento de dedos la inmundicia verbal en ira.

Este es un fragmento del capítulo “La distracción y sus descontentos”, del libro Tristes por diseño, de Geert Lovink (Consonni)

Para conocer más