El que llega yéndose

Una lectura del último poemario de Leopoldo “Teuco” Castilla, publicado por Editorial Nudista

Luis Gusmán

A veces, el desconocimiento o el olvido tienen efectos positivos: preparan el terreno en el que nos sorprende el encuentro con una felicidad inesperada. Eso me sucedió al abrir Como si hubiera pasado una garza de Leopoldo “Teuco” Castilla (Editorial Nudista). Pero el pasado (“sucedió”) no es el tiempo verbal justo; el descubrimiento de ese presente ya es futuro, porque cada vez, cada tanto, que me cruce con algún otro verso Castilla sospecharé de nuevo ese sentimiento olvidado que Borges solía llamar “emoción estética”.

Con el poemario de Castilla me encuentro como lector cruzado. Lo siento como una carta perdida que no se pierde en tanto se encuentra con un destino. A veces siento eso ante “La gran salina”, un poema de Ricardo Zelarayán que no deja de conmoverme y que a veces leo como si hubiera sido escrito sólo para mí. El tiempo es tiempo, y las cartas se pierden pero finalmente llegan.
No sólo la demora justifica mi entusiasmo; también la pasión del simple lector. Leo poesía porque no soy un especialista, porque reivindico el derecho a dejarme llevar por las palabras que siento propias y a la vez ajenas. Sospecho que Castilla comparte la forma de esa pasión de la palabra propia que se transforma en otras en la experiencia poética. La poesía no cambia sólo la palabra; cambia lengua como la lluvia cambia el corazón de la piedra. El se la apropia. La dispone. No aferrado a un interés sino a una pasión; como un ciego que en la oscuridad elige caminar con los ojos cerrados, convirtiendo la fatalidad en ocasión.
Y la ocasión del poema consiste en hacer lugar al cuerpo, a su potencia y a su finitud: “Los hombres se rompían quietos / como sal abandonada”, dice el poeta. En la inacción la destrucción es todavía más violenta que en el desgaste. La petrificación conjura el movimiento, pero no la decadencia. El paisaje de salina es real y estremecedor. O es estremecedor porque es real como el oxímoron que precipita en el verso: “la primera vejez de la infancia”.
¿De dónde viene esa voz que hace cuerpo en el oxímoron? Si es posible que en nuestra generación hayamos sido “jóvenes viejos” —como anuncia el poema “Calavera”—, también lo es que el poema dé lugar a una voz que puede confundir el tiempo. Alguien trabaja en una funeraria, en una atmosfera a lo Poe que se interrumpe por el hallazgo feliz: “Intruso en su nacimiento / un día / se lo comió / el desamparo”. Quedan las palabras guachas. John Berger diría: “Bienvenido al club de huérfanos: los lectores que vivimos de palabras ajenas”.
Porque, así como puede ser el áspero desierto de una salina, el poema también puede ser un jardín de delicias donde el anciano se vuelve un niño que mira el mundo como por primera vez: “Mi mujer anciana va y viene / igual que la luna / no recuerda como morir”. Vive, pero ha perdido la memoria de morir. Y en esa inconsciencia continúa. Como aquel monte que “Se ha puesto de pie / como un hombre / el polvo”. Como el poema, el paisaje muta “en una leve eternidad / que se deshoja / en el vuelo de las garzas”.

Uno lee a Castilla y no puede no concordar con uno de los versos de “Prolongación de los sueños”, donde la voz del poema dice: “Nadie sabe cuándo / se acaba un sueño”. Y aunque podría decir que tampoco se sabe cuándo empieza, hay una forma del desvelo que es el efecto poético de su encanto. Alguna vez, desde Antígona, leí sobre la segunda muerte. Pero, en el poema “Desentierro”, los “huesos cárdenos” sin resucitar, se desentierran al sol: “Algo tuvo que sentir / cuando lo desenterraron… / Y vio todo y recordó el mundo / con esa pena que siempre tenía / entro emocionado, / a su segunda muerte”.
Pero cuando, en “La duermevela de la infancia”, leo “en el fondo / donde ladran los perros / ahí / se acaba la tierra”, no puedo evitar pensar en mi Avellaneda profunda, en Villa Perro, en esa tierra que Castilla llama la tierra y yo llamo el mundo. Y en ese mundo perdido pero vivo, el flujo incesante de la vida en la muerte, de la presencia en la ausencia.
La muerte de Juan José Hernández, delicada, natural: “con un silencio que dios no ha conocido”, se me vuelve entrañable. Intuyo en ella algo verdadero, como en el verso escrito en el poema “Fracaso”, donde Castilla invierte el orden de la trascendencia: “A cada palabra / —como a cada hombre— / la sostiene un abismo”. Solo la lengua puede poner las cosas al revés y decir que las palabras se sostienen en un abismo. La clave es espacial. No es metafísica, ni abismal; es la física cuántica de las palabras que son tomadas por la voz poética del animal. El zureo, el trino, el rugido, el sonido, el grito, el estertor de la ballena, el latido del pájaro, y el silencio del gato. Es el retorno de la palabra a la naturaleza en la cifra indivisa de la voz, como había hecho ya en Teorema natural (Hilos). Por eso, “Lenguas animales” no consigna un bestiario sino un muestrario de voces que son las de una perdida pero viva tradición poética: “Visionarias / esas voces / extraviadas de su paraíso / pueden ser letales”.

Todo poema es un diálogo con los presentes a través de las palabras de los que faltan. Por eso en “El alguien” Castilla subraya la presencia de aquello que perdemos y cuya sombra apenas entrevemos como memoria. “No lo hallaras ni al final / —cada tumba es una pregunta— / ni en tu imagen / (por eso no recuerdan los espejos) / ni en tu nombre / ese eco / que sellará tus labios”, escribe Castilla y la página se puebla de fantasmas.
Recuerdo entonces a un poeta de otra lengua, Edgar Lee Masters y sus epitafios de Spoon River. Fue el primero en darse cuenta de que una tumba sólo guarda un interrogante abierto. Finalmente, en “Tragedia en un solo acto”, un dios hamletiano nos recuerda que “Mientras los espectadores / se hunden / en la oscuridad / entre bambalinas / Dios / memoriza el guion / con su   calavera en la mano”. Castilla es preciso. No dice “una calavera”, sino “su calavera”. Dios ha muerto. Me lo imagino ahora sonriente, con esa luminosidad tenue y a la vez absoluta, como en un óleo de Georges de La Tour. Sólo que, en las páginas de este libro, como en el poema “Visión en una habitación”, la luz “en la que palpitan lenguas” está dada por “una esfera perfecta”: conjunción de la imagen y la lengua que sólo se hace sensible en la experiencia poética. “La visión ve. Es autónoma, cerrada / no admite ninguna significación…”, dice el poema de Castilla.
La poesía afirma su presencia en su propia fugacidad. No hay paradoja en eso. La poesía se va “callando todo / como si hubiera pasado una garza”. Del mismo modo, se presenta inesperada en las palabras menos pensadas. Su vuelo consiste en decirlo y callarlo todo al ritmo de una respiración que da cuerpo y memoria (luz y oscuridad) a la verdad que encierra la forma poética: “En su ropa olvidada / respiran / los difuntos / y atragantado / en su máscara / el diablo”.
Leopoldo Castilla es hijo de otro poeta, Manuel Castilla, quien lo sobrebautizó con la voz toba de “Teuco”, que quiere decir “Río”. Reconociéndose en ese nombre como un destino poético, el Teuco escribe. “Yo soy un poco río porque me voy volviendo”, dijo alguna vez. No estaría mal decir que un poco se parece a su poesía que llega yéndose, para volver a empezar.